Concurso 48 / No. 204

Seres aplastados

Facultad de Filosofía y Letras (SUAyED)-UNAM



Seres aplastados
 
Son como esas hojas y flores que se guardan entre las páginas de un libro, secos, frágiles. Algún día fueron tridimensionales, capullos voladores, brotes de algo vivo. En bici por la ciudad los encuentras a cada rato: seres pequeños, aplastados por los coches, aplanados súbitamente, se funden en el asfalto de manera gradual en unos pocos días. Generalmente son pájaros, a veces ratas. Atropellados insignificantes debajo de los árboles de los camellones de todas las avenidas. Manchas grises y blancas en las que se distinguen una patita, un ojo, un ala. Dicen: “cada vez puede ser la última vez”. Instantáneas de la muerte que —como el amor, como el desamor, como los hijos, como las enfermedades— llega de manera repentina a cambiarlo todo para siempre.
 


Crítica

Entonces, uno me dice
que mis poemas explican
demasiado.
Que explicar un poquito
en un poema es
demasiado
—en la narrativa funciona, me dice—
y que la elipsis mejor.

Y otro:
que mis poemas son “divertidos y diferentes”,
y que algunos finales “se pueden explorar más”.

Otro (este sí)
me dice que me acuerde de Ovidio:
hay misterio en las alas de una mosca.




Los ahogados

Todos los veranos desde que nací, la misma playa, la Salvaje: dos kilómetros de longitud, bajamar y pleamar cada seis horas. 342 escalones para descender un acantilado gris y verde de brezos. Arriba, un cartel advierte a los bañistas de la existencia de corrientes peligrosas. Instrucciones: “Si te lleva la corriente, no entres en pánico, déjate llevar. En algún momento la corriente perderá fuerza y podrás regresar nadando a la orilla”.

Me atrapó una corriente poderosa en la ciudad sin mar. Yo la vi y decidí meterme. No se puede culpar a la corriente por arrastrarme. Siento un poco de pánico, pero me dejo llevar. Tengo la seguridad de que las instrucciones de la playa de mi infancia funcionan (aunque cada verano había un promedio de dos ahogados).




El frío

Ha debido llegar el invierno. Tú no eres frío. Estás lejos.

Así el amor viene va y no hay quien nos entienda sólo el asombro el dolor. Nada va a cambiar te adoro el amor que te tengo es de verdad solid rock. Un amor selecto una piedrita escogida entre millones de piedritas en la orilla del mar y es porque tienes los ojos verdiazules. Es importante que lo sepas y que después de saberlo nos dejemos ir el uno al otro tal vez tú ya lo hayas hecho es confuso no sé si aún estoy tratando de guardarte en una caja o si tú me escondes en una repisa junto a tu libro preferido o si ya me dejaste ir como los olmos de tu avenida dejan ir sus hojas aquí no hay otoño o los niños dejan ir sus recuerdos.

Yo en esas ando. Tratando de que se rompa el maleficio el enojo y el mensaje se autodestruya después de leído.

Tú te alejas te desenamoras aparece otra visión otro rostro te atrapa la viste pasar cántabra colombiana chilena como viniste te vas dejando sorpresas escondidas en lugares secretos y así está bueno te desdibujas. Nos hicimos amigos nos besamos nuestros cuerpos se recogieron el uno en el otro y el peligro de caer enamorada es real. Las conversaciones que uno desearía no haber borrado. La imposibilidad de todo el asunto. El hecho de que nada que ver tú y yo. En algún desierto intermedio nos encontramos pero ahora es hora de regresar cada uno a su casa. Las palabras son nuestro enemigo. Los dos no me mientas no juegues con mi corazón qué quieres de mí aléjate por favor no intentes besarme nunca más sólo queda pasar por el edificio donde vives y mirar tu ventana. Yo mucho menos soy fría ya me conoces es más yo siempre estoy quemando por dentro. Las palabras son nuestro abrigo.




Hallazgos

1.
En el río contaminado con metales pesados
encontró
bacterias mutantes de gran belleza y complejidad.
En la basura
encontró
los muebles de sus departamentos.
En la calle
el mejor hallazgo de todos: amigos.
Encontró que nada es perfecto, que siempre hay un pelo en la sopa y
una pierna siempre es más larga que la otra. “Bienvenida”, pensó.
Arte = hallar encontrar localizar topar atinar descubrir converger,
ya que ya todo ya existe.

2.
Qué se hace con lo que se halla:
Mutarlo.
Apropiárselo.
Tergiversarlo.
Cambiar un instante.
Modificar el pensamiento de otro.
Una revolución suave.




La asistente

No puedo evitar sentirme extraña.
Viernes 2:30 en el Contramar.
Entro al restaurante: sin maquillaje,
con una camisa vieja, las axilas
sudadas, la bici amarilla afuera.
Sin blusa de seda, fuera de lugar,
extranjera, invisible.
Sin embargo, crecí en un norte con mar gris
todos los días respirando
bravura mineral.
Me aferro a mis raíces
para sobrevivir
en este pantano tropical.
El fango, le llaman.
Mis ojos —a la defensiva—
absorben la escena
y sé que soy
la única aquí que puede
cocinar un pescado
mejor que el chef.




La puerta quemada

Por lo general yo me quedo callada.
Estoy aquí de invitada,
y así me enseñó mi madre:
“si no tienes nada bueno que decir, mejor quédate callada”.
Pero aquí les va:
Si fuera por mí, los mataría a todos.
Sí hay quienes merecen morir de forma violenta, como el hijo de puta alcalde de Iguala.
Responder al Estado violento con violencia: eso no hay que hacer, lo sé lo sé.
La montaña de muertos llega a los 4,000 metros sobre el nivel del mar, y el pueblo quema una
    puerta.
No sé.
Son días oscuros.
Tejí 43 desaparecidos y 6 muertos.
Encontré una tortuga cuatro veces preñada.
Están una puerta y un país, ambos en llamas.




Anarquía

Sobre ella soy
un ser fantástico
mitad mujer, mitad bicicleta.
Los autos lanzan llamas de odio porque aparezco en dirección contraria, me salto los altos,
      asusto a los que salen de sus garajes y llego antes que ellos a mi destino.

Hay dos bandos: los carros y el número creciente de bicis
en la ciudad arruinada por los carros.

Esta guerra no la entiendo. Yo no odio a los coches,
sólo trato de esquivarlos. Tienen su chiste,
pero hay demasiados y el petróleo
y algunos son francamente feos y recuerdan a tanques de guerra.

“Así te mantienes en forma”, me dice la vecina.
No, señora. Así llego a donde quiero ir.
Sentada, veloz,
el aire me peina como a mí me gusta
y a cada rato me asaltan satoris que olvido a la misma velocidad con la
     que suceden.

E insiste la vecina: “¿pero no llega usted toda sudada al trabajo?”
No llego sudada sino iluminada momentáneamente.

Además: hace poco aprendí a pedalear sin manos.
Ahora, de vez en cuando, sobre una calle más o menos lisa,
levanto mis brazos: es el triunfo de la cinética sobre la adultez.




El hombrecito vestido de gris

Vivimos en el mundo de blanco o negro, nada de medias tintas.
Ensalzamos a los hombres y mujeres decididos, con las cosas claras. 
Just do it en letras amarillas fluorescentes sobre un fondo rosapink.

Tiene el gris un tinte de mediocridad y de duda. Es el color de las masas.
Encarna al oficinista eterno, al burócrata, al funcionario.

Sin embargo, el granito, noble, es gris.
Los masones comprendieron el gris.
Es muchas veces el color del mar y del cielo.
Es infinito, inasible; no duda, sino que se multiplica.




Wax revolution

Parece un hospital de ensueño.
Así deberían ser los hospitales: con dibujitos sexys en las paredes blancas, olor a cera caliente,
    música lounge, chicas en bata blanca y con tapabocas. Muy blanco todo, mucha luz, porque
    no se puede escapar
ni un pelo.

Eli me depila las cejas y el bigote con un hilo.
Es una técnica persa brutal, pero curiosamente no irrita tanto la piel.
Después me depila el pubis con cera.
—¿Todo?, me pregunta.
—Sí, todo.
—Hollywood Brazilian se llama, me dice.
—¿De dónde saldrá esta fantasía?, pregunto.

Yo pienso en el pubis desnudo de mis amigas de la infancia.
En la piel tersa, lampiña, de las mujeres de otras tribus.
En xoloitzcuintles.
Y en porno, claro.

—Viene de Sudamérica, contesta Eli. —Brasil, Colombia, Venezuela. Allí se depilan todo
    desde jovencitas.

Llego a casa, a mi baño, y en el espejo observo mi cuerpo
de mujer sin pelos en el coño.
Hay algo que no encaja.
Es como contemplar
en Tlatelolco
la pirámide a un lado y el edificio Chihuahua al otro.

Sólo que a mí me volverán a crecer pronto los pelos. A Tlatelolco tal vez ya nunca le salgan chinampas.




Dos años de lactancia
(Oda al cheeto)

Naranja ocaso,
llamarada
crujiente, audaz.
Ritual de cada viaje
(coca light y cheetos).
Misterioso sabor importado
de un laboratorio en New Jersey
hecho con cereal tipo maíz
hecho en México por Pepsico.

El cheeto nos ha acompañado
en la furia y en la paciencia
de miles de viajes en carretera
amarrados a los asientos con los cinturones de seguridad
por fin quietos
hemos hurgado las profundidades del alma
comiendo cheetos
y allí dejamos nuestra huella
con olor a queso.

Y luego vino aquella revelación,
aquella epifanía fluorescente
una tarde en el parquecito de la calle de Cuernavaca:
vi mi pezón rodeado
por una aureola naranja ocaso
y supe
que ya era hora de dejar de amamantar
a mi pequeño cachorro de dos años.




La chica del poeta

Debe ser difícil ser la chica del poeta.
La hace protagonista de líneas
más fragantes que cualquier perfume, más
elocuentes que un cuadro abstracto-expresionista.

Si no tiene un papel central, por lo menos
forma parte de la belleza general
del poema:
la chica hace su aparición estelar
en un verso impar.

La chica lee el poema y cae extasiada.

Pero después: el poeta se inquieta.
Ah, no quiere vivir demasiado cerca de la chica.
Entonces se acabaría la magia. 
Knock out la poesía.

El poeta —no es broma—
necesita soledad y silencio
—es cierto—.

(Cómo pueden escribir, pregunto,
los poetas con hijos pequeños.)

También debe ser horrible ser el exmarido de la poeta.
Ella puede escribir un poema de largo aliento sobre la ruptura
en el que se dilucida
que los hombres son por lo general
aunque hermosos bastante hijueputas.




Anna Angulo Rivero (Bilbao, 1971). Estudia la licenciatura en Letras Modernas Inglesas en el sistema abierto de la UNAM desde 2014. Es escritora y editora. Estudió teatro y danza en Bilbao y Nueva York. Además de trabajar como colaboradora en varias revistas y como editora independiente y traductora, ha publicado los cuentos para niños Lo que mi tío piensa de Cristóbal Colón (Rocío Mireles Gavito, 2006), Suena México (Random House, 2010) y la novela El misterio del lago olvidado (Progreso, 2007). También es coautora, con Miriam Mabel Martínez, del libro de ensayo El mensaje está en el tejido (Futura Textos, 2016) y del cuento Blancanieves en el metro (Santa Lucía, 2016). Desde 2001 reside en México con su marido y sus dos hijos.