Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Circunstración

Puebla, 1992



 






Día 1. Tengo fimosis. Lo descubrí esta mañana, en la posición más vulnerable en la que puede estar el ser humano: con el pantalón en las rodillas, las manos ocupadas y la cabeza distraída en el placer.

Tras advertirlo, cerré como pude las veintidós pestañas de Google Chrome que había abierto, cada una con un video porno más sugerente que el anterior. Salí del baño todavía sin creerlo. Por ningún motivo volveré a masturbarme.


Día 2. Tomé la decisión debido al miedo y no por temple. Hace tiempo reconocí que soy un adicto al porno, sobre todo al que incentiva mi faceta como semental agresivo, misógino e invencible, la cual disimulo a diario. La pornografía encierra para mí un dilema: la negación de un macho alfa que se alimenta a escondidas. Antes de darme cuenta de mi fimosis, registraría el proceso de desintoxicación de porno y, en consecuencia, renunciaría a masturbarme durante una temporada, hasta que algo mejor sucediera durante el proceso. Este diario constituiría un espacio para el desahogo escrito, lejano del rezumante de semen que nace a la par de la culpa y el reproche. Se trata de un reto difícil de cumplir, tal vez imposible de hacerlo sin interrupciones. Por supuesto, lo aceptaría antes de advertir la condición de mi prepucio y entender que ni en el sexo ni en el porno hay lugar para penes enfermos.


Cierto martes. Del griego phimosis (bozal), la fimosis es una mordaza para el pene. De hecho, no existe otra zona del cuerpo donde el padecimiento actúe. Se trata de una resistencia severa debido a un frenillo corto y tirante, pero también a la falta de higiene, a una circuncisión no practicada, o a la mínima retracción del prepucio desde el nacimiento. Existen riesgos extremos, como la parafimosis, que no es sino el estrangulamiento del glande mediante un tirón violento. Esto provocaría un edema alrededor, ocasionando coágulos de sangre y complicando toda función biológica de los órganos aledaños.


Una mañana. Me entero de que tengo fimosis gracias a Torbe, el productor y actor español de porno gonzo. En la pubertad Torbe padeció de lo mismo, salvo por un detalle: decidió operarse inmediatamente. Tenía trece años. A esa edad yo ni siquiera imaginaba que había algo más debajo de mi pellejo. Creía que mi pene era sólo lo visible, que nada escondía más que su propia piel, las rugosidades en sí mismas. Pero estaba equivocado, ese ojo calvo no existía si únicamente me bajaba los calzones.

Torbe decidió escribir al respecto, dedicando un espacio en su sitio web a una nota catártica donde la mayor esperanza postoperatoria consistía en haber agrandado dos centímetros más —debido a la aparición del glande— el tamaño de su miembro. Desde entonces, la piel extraída le reveló una nueva manera de ser hombre. Tor-be se distingue de otros productores porque, además de actuar en sus propias películas, se lleva a la cama a un sinfín de chicas, pese a que sus características físicas se opongan abiertamente al estereotipo masculino de la industria triple equis, como Johnny Sins, el famoso pelón de Brazzers. Sins es alto, blanco, de cuerpo atlético y con un pene, según la publicidad erótica, de 19 cm, mientras que Torbe es chaparro, ligeramente apiñonado, gordo y con un pene de menor medida. En cambio, mi estatura es promedio, soy moreno, hago muy poco ejercicio y, ¡gran diferencia!, tengo fimosis.


Dos días y medio después. Mi masculinidad se aleja, para bien o para mal, del cliché. En la niñez me obsesioné lo mínimo con los muñecos de acción; en la pubertad únicamente tuve un videojuego de disparos, del cual me aburría al poco rato. Durante la adolescencia y hasta ahora, los autos de lujo y los deportes de contacto tampoco me definen. Desde entonces he tratado de desmarcarme de los rasgos performáticos que dan esencia al hombre que debo ser. Pero con la pornografía es distinto. Allí encuentro un eco del abusador que he negado y explorado en solitario.

La mayor parte del porno comercial restringe la actuación a dos roles de género bien definidos que lo único que promueven es violencia, rechazo, superioridad y sometimiento. Estas actitudes las percibo en mí, pero también en los demás. Mi educación sentimental se ha compuesto de las mismas imágenes que he evitado desde niño por no identificarme con ellas. A estas alturas, ya no sé si la pornografía es reflejo del sexo o viceversa.

El porno que acostumbro es el comercial o mainstream, pues he descubierto que mis fantasías no difieren en mucho de las del grueso de la población. Sin embargo, llevo tiempo buscando alguna escena donde el protagonista masculino aparezca a cuadro con el pene cubierto totalmente por su prepucio. Todos y cada uno de ellos se mantienen erectos y desencapuchados, listos para penetrar a las mujeres que —ellas también libres de estorbos físicos— los esperan acostadas, sentadas, paradas, bocabajo, bocarriba, de rodillas, o en cualquier posición inerme que facilite el aprovecharse de ellas sin encontrar la más mínima resistencia.

Ellos son Hombres Sanos. Musculosos. Vigorosos. Atractivos. Varoniles. Deseables. Aptos. Decididos. Nor-males. Y sin embargo, ni yo ni mis amigos o familiares, con un cuerpo social y biológicamente aceptado con la etiqueta de “hombre”, somos como ellos. En la pornografía, las aspiraciones no escapan de la frustración que provoca el contacto con la perfección de la otredad. Masturbarse es consolar la parte del cuerpo más afectada por el deseo.


Entresemana. La fimosis es un problema que aparece en los recién nacidos y que perdura hasta la pubertad; se supone que allí termina. De hecho, alrededor de los quince años es el momento para definirte como fimosiano. Al entrar a la adolescencia, cuando uno está a punto de tener sexo por primera vez, el glande debe estar totalmente descubierto, por cuestiones de salud y sólo cuando se está circuncidado. A mí me circuncidaron semanas después de haber nacido, según mi madre, por lo que hoy no debería sufrir por la fimosis. Pero creo saber el porqué: desde chico dejé de echar el prepucio hacia atrás y cada mañana me lavaba únicamente la cubierta de piel por temor a ver el interior de mi cuerpo. Temía conocer en carne viva lo que llevo por dentro.

La fimosis es congénita, pero se cree que también puede ser hereditaria. Yo soy hijo único. No recuerdo mi nacimiento, y no tengo hermanos con quienes comparar mi problema. Para colmo, mi padre nos dejó a mi madre y a mí cuando yo tenía tres años, a causa de una discusión que terminó en golpes por parte de él hacia ella. Mi memoria apenas capta esos días.

Vivir en ausencia de mi padre me ha orillado, acaso prejuiciosamente, a reservarme las pláticas supuestamente varoniles y callar ante mi madre. Ella ha ocupado la vacante paterna desde entonces; tampoco ha buscado a nadie que supla a su primer esposo; parece que no necesita más hombres en su vida que yo. No me lo ha dicho, pero sé que es así. Eso se siente. Sólo somos ella y yo, una pareja habituada al silencio en temas sexuales. No hay consejos porque tampoco hay preguntas. Entre nosotros se ha abierto una fisura formada por la desconfianza que supone abrirnos al otro en asuntos que mi padre tampoco habría sabido resolver, ocupado como estaba en representar de la mejor manera su personaje machista e irresponsable.

Por eso, si no recuerdo la cara de mi padre menos voy a acordarme de su verga, y estoy seguro de que en el álbum familiar no hay fotos que me ayuden a comprobar si, al igual que yo, también él sobrellevó la fimosis.

La memoria es como un pene circuncidado: dispone de cortes sutiles para funcionar. En mi caso, parece que el corte no fue preciso. Después de veinticinco años, descubro que padezco fimosis (sea por falta de higiene, por un frenillo corto o por causas naturales, como el sobrante de prepucio) y necesito de otro corte mínimo para poder tener un pene normal. La vida, como los recuerdos, también tolera los cortes, y uno debe estar lo suficientemente desgarrado como para aspirar a la normalidad.


Sábado de gloria. A pesar de que la University College de Londres, tras hacer un estudio al respecto, haya demostrado que “hacen falta sesenta y seis días para que se cree un hábito y pueda mantenerse durante años”, no estoy dispuesto a dejar de masturbarme todo ese tiempo. Hoy lo he vuelto a hacer. Comencé explorando mi pene, subiendo y bajando el prepucio con tal delicadeza que terminé corriéndome con la poca fricción, excitado con no sé qué imágenes incoloras. Lo bueno es que mi prepucio ha cedido y ya asoma parte del glande, aunque no todo, y únicamente cuando no está erecto, es decir, cuando hace frío, orino o se encuentra en reposo.


Una tarde. La fimosis no determina sexo ni cuerpos. Hasta ahora me entero de que se da también en las mujeres. Sin embargo el nombre es distinto y, por lo tan-to, el padecimiento y los órganos también. La sinequia uterina surge cuando existen adherencias entre los labios menores, lo que ocasiona que el orificio de la vagina (introito) se cierre completamente.

En las explicaciones sobre fimosis femenina que he leído no faltan las comparaciones con el pene y los órganos que lo componen, como si aquél tuviera que ser pionero siempre en todo. Pero no se trata de cualquier pene, sino del erecto, el chingón, la poderosa verga depilada. Panóptico que vigila la miseria de los cobardes, los débiles y los marginados.


Esa misma noche. Leo a Cicco —el cronista argentino, creador del periodismo border— y de pronto encuentro lo siguiente: “Ya me hablaron de erecciones torcidas, tirantes, venosas, gomosas, dudosas, desproporcionadas. Y de la no erección, el nombre del fracaso. Un capullo cerrado sobre sí mismo, acordonado por infinitos pliegues, el germen de una flor azotado por la helada.”

De la “no erección” no se habla porque la “no erección” no sólo es la disfunción eréctil, sino todo aquello que se opone por diversas circunstancias a la norma. Si la no erección es el germen de una flor azotada por la helada, lo que no crece de nuevo, aquello que vive a la sombra y jamás vuelve a ver el suelo desde arriba, entonces la flacidez sometida es el fracaso helado azotado por el germen. ¿Cuál?, supongo que tiene muchos nombres, se le conoce de modos diferentes. Pero tú y yo, Cicco, concordamos en que un germen es más que una bacteria: un hongo que infecta el éxito: humedad en el astabandera de la victoria.


Días después. En internet abundan los testimonios de quienes han aceptado retos como el del hashtag #NoFap, temporadas ascéticas sin masturbación ni pornografía de ningún tipo. Esta clase de bitácoras han arrasado en la web. Algunos agradecen el hecho de haber encontrado la solución a sus problemas, pues su vida, según ellos, ha cambiado, mejoró su estado de ánimo y sus relaciones van en aumento. Por supuesto, para ellos es fácil dejar de masturbarse. Pero para alguien con fimosis es complicado continuar viviendo sin dolor al tratar de lubricar el glande y conseguir que el prepucio baje siquiera medio milímetro más. A su manera, la fimosis le declara la guerra a la industria del porno, pero también a su efecto inmediato, el onanismo.


Último día. He estado manipulando mi cuerpo para conocer su interior. Mi prepucio comienza a ceder en estado de reposo, pero aún queda retraerlo en plena erección. Falta muy poco para que baje hasta la corona del glande. Alrededor se aloja algo llamado esmegma, una especie de mucosa que lo ha cubierto por años, los mismos que ha estado envuelto. Sin embargo, estoy seguro de que el problema se debe a que mi frenillo es demasiado corto.

Por momentos percibo cierta sensibilidad que antes no tenía. Cuando saco el glande del prepucio durante unos minutos, el roce con la tela de mi ropa interior hace que inmediatamente vuelva a enfundarlo y no lo intente de nuevo hasta que lo crea conveniente. Temo que el sexo será distinto a partir de hoy, ya que he dejado de ser el mismo. Cada vez me parezco más a mi glande. Un glande que nadie conocía, que ni yo mismo conocía, y que una vez se descubrió completamente.


El presente texto forma parte del libro de pospornografía y masculinidad Circunstración, de próxima aparición.

Diego Casas Fernández. Estudió Lingüística y Literatura en la buap. Es autor del libro de ensayos Punto ciego (Ediciones de Punto de partida/UNAM, 2016). Ha publicado en las revistas Tierra Adentro, Divague y Temporales (esta última editada en el marco del mfa de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York), así como en la antología Somos un lugar inventado (Intendencia de Letras/UAM-I, 2013). En 2014 fue beneficiario, en el área de ensayo, del Programa de Estímulo a la Creación y el Desarrollo Artístico de Puebla. En 2015 obtuvo el primer premio de ensayo en el Concurso 46 de Punto de partida.