Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Elogio a los vecinos

Ciudad de México, 1993



 






Una de las peores especies creadas por las sociedades humanas es la del vecino. Sin ser espías o detectives, son poseedores de incómodos secretos que ponen en riesgo la intimidad propia. Los vecinos lo saben todo aunque el contacto mutuo se reduzca a una sonrisa intercambiada mientras la llave gira en la cerradura de la puerta de la casa, en el encuentro fortuito a las dos de la tarde en la fila de la tortillería, en las miradas indiscretas tras las persianas que se entreabren cuando la toalla del baño, húmeda y vaporosa, decide precipitarse al piso.

Al elegir un domicilio, uno mismo decide el tipo de contacto que desea tener con los vecinos: hay casas fortificadas que convierten la relación en una casualidad dictaminada por el azar, pero hay también otras estancias cuyos muros tan delicados como láminas de papel arroz permiten traspasar música, gritos o estornudos. A veces, la cercanía es tanta que a nadie le sorprendería sentir la transpiración del otro al recargarse en el muro endeble de la casa.

El vecino es un ser incómodo por naturaleza, basurita en el ojo, etiqueta irritante de la ropa nueva. Sin embargo, existen algunos que por convencimiento abandonan cualquier intento de concordia para tomar el puesto del villano más popular en el condominio. Ellos aceptan el reto de hundir con empeño su reputación, se nombran a sí mismos los líderes de los altercados más fatuos y de las rivalidades más absurdas. Ésos son los especialistas en ocupar el lazo del tendedero en el momento menos oportuno; son los choferes del caos que acaparan los lugares para estacionar; son, en pocas palabras, amos del desorden y la cizaña. Hombres y mujeres cuya maldad enigmática logra marchitar las plantas ajenas con una mirada tan simple como certera. Vecinos expertos en echar mal de ojo y comenzar las cadenas interminables de cuchicheos perniciosos.

Sin haber entrado a nuestra casa, nuestros vecinos conocen de memoria los hábitos y costumbres que marcan el transcurrir de nuestros días. Leen nuestra basura como las páginas de un libro abierto; ellos no ven una pila de cajas grasosas de pizza sino la explicación de nuestra repentina engorda; ellos, psicólogos amateurs, conocen nuestras vulnerabilidades por el shampoo anticaída de cabello; nuestros vecinos saben el secreto de una vergonzosa enfermedad por las cajitas del jabón matapiojos que compramos, y con una mirada nos reprochan las cajas de cerveza que no los dejaron dormir hace dos noches.

La peor desgracia que acarrean es la serie de consecuencias de su propia existencia: mascotas impertinentes, ruidosos pasos en el techo, indeseables madrugadas acompasadas por los ángeles azules capaces de llevarnos al infierno de la desesperación. Ni qué decir de los gritos y peleas que nos hacen cómplices y judiciales a un mismo tiempo. El vecino extiende sus males, se desborda en ellos y nos incluye en la vorágine tempestuosa.

Los caseros tienen a bien heredarnos la calamidad de la compañía de los vecinos, regalo irónico de bienvenida. Sin embargo, algunas ocasiones muy contadas dan la oportunidad de reivindicar maldad y hartazgo de estos seres colindantes con nuestra vida. El vecino se convierte en una ferretería que presta escaleras de metal, taladros y herramientas varias; si su catálogo no oferta lo necesario, algún otro lo hará: nunca hay falla posible. La adversidad hace notar su adhesión necesaria, molesta en la generalidad, pero oportuna cuando la luz eléctrica desaparece a las once de la noche y sólo en él podemos encontrar los fusibles que nos librarán de retornar a los comportamientos primitivos cancelados por nuestra parasitaria actualidad confortable.

La aglomeración de los individuos en el mapa de la Tierra nos desacostumbra a la soledad. Cada vez nos encontramos más juntos; a veces, unos sobre otros, eternos conurbados. No queda otra opción más que apelmazarnos para poder alcanzar un espacio. La sobrepoblación nos rebasa y nos condena a tener vecinos todo el tiempo. Nunca estamos apartados ni impuestos a la incomunicación, vivimos en la hipérbole de la compañía.

Quien haya pisado el transporte colectivo de las grandes ciudades podrá tener el mejor ejemplo de esta sentencia inevitable: sin dirigirnos una sola palabra, ni un saludo o despedida, apretamos nuestras carnes a los cuerpos de los desconocidos mientras el tiempo del trayecto lo exige. A veces, la falta de privacidad llega al punto en que nuestra lectura o nuestra pantalla del teléfono móvil es vista por múltiples ojos acosadores cuya presencia reprueba, incluso, el cambio de página porque no han terminado de leer. O es el sobresalto el que delata su atención cuando brincan o chis-tan la boca al verte perder en un minijuego de video.

En todos lados colindamos con otros. A veces hallamos una empatía irremediable sin explicación alguna que nos hace extrañar a aquel auto que nos acompañó todo un camino y que ahora da vuelta a la derecha. También nos provoca nostalgia la pérdida de vecinos cuya presencia hizo más dócil la espera en la fila del seguro social o, incluso, la de aquellos que alimentaban nuestro morbo con pláticas extrañas, comportamientos insólitos y con inconcebibles escenas dignas de un melodrama televisivo.

Es difícil acostumbrarnos a éstas y otras pautas del comportamiento que nos condenan a una vida automatizada. La lucidez parece no ser compatible con el ritmo de la ciudad. No siempre podemos controlar cada circunstancia: por la calle estorbamos a los otros cuando nos detenemos a ver un producto de novedad, nuestros motores arruinan el tiempo perfecto de otro automovilista si equivocamos una maniobra, la música con la que nos divertimos en las pocas celebraciones que nos extraen de la rutina inalterable trunca los planes de algún otro que esperaba poder estudiar en ese mismo instante o reposar tranquilo en su único día de descanso.

Al mirarnos en el espejo de nuestras acciones y ser testigos de las ojeras que el estrés nos cuelga en los pómulos o la desazón prendida en las líneas de nuestro rostro, podremos reconocer que nosotros también somos vecinos de otro. La falta de intimidad nos obliga a desmantelar planes ajenos; vivimos en una intersección constante de la cual no hay mucha escapatoria.

Por eso, no resta sino cuestionarnos cómo erigir un nuevo templo de la vida privada y la autorreflexión sobre tantas estructuras que nos fuerzan a no tener reservas y hacer públicas cada una de nuestras acciones. Es de este modo como, desnudos de nuestra felicidad y estatus artificial plasmado en selfies y emoticones, nos miramos verdaderamente para descomponernos poco a poco, para llenarnos de huecos y vacíos. Nuestra soledad deshabitada hace de nuestro cuerpo una materia lívida y húmeda. Sólo al alcanzar un nuevo estado de la materia y ejecutar un cambio alquímico de carne a agua, podremos percibir lo fácil que es diluirnos, como las gotas pequeñísimas que somos, en el océano inmenso de la humanidad.


Este texto se publicó por primera vez en Premio Dolores Castro. Poesía, narrativa y ensayo escrito por mujeres 2016 (IMAC, 2016).

Laura Sofía Rivero Cisneros. Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM-FES Acatlán. Obtuvo el Premio Dolores Castro 2016 de ensayo por el libro Retóricas del presente, así como el premio del III Concurso Nacional de Crítica Literaria Elvira López Aparicio 2016, entre otros reconocimientos. Ha publicado ensayos en las revistas Este País, Círculo de Poesía, Cuadrivio, Punto en Línea, Destiempos, por mencionar algunas. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo.