Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

El amor de las ladillas

Ciudad de México, 1994



 






 

I


Caminas por la colonia Roma durante una tarde de primavera en la Ciudad de México. Te encuentras, invariablemente, a la nueva fauna de la metrópoli: yuppies, goths, hipsters, preppies, bodybuilders, yoguis. Tú pones la piel y el neoliberalismo da nombre a la herida. Los apelativos se quedan cortos ante una población que reclama ser catalogada por las series de televisión, las películas de balazos, las revistas de moda y de lifestyle. Taxonomía del vacío. Caminas por la colonia Roma y el tufo a gentrificación invade el ambiente: los edificios otrora habitacionales convertidos en locales de comida orgánica, libre de químicos y de los sinsabores de la explotación. Este par de lechugas, como tú, sólo quiere un mundo más libre, justo y hermoso. Caminas por la colonia Roma y te encuentras de súbito con el lugar que se publicita como templo al deseo fugaz. Apenas tocas el timbre te preguntas si deberías estar ahí, si cualquiera debería de estar en cualquier sitio. Pero cuando piensas en la huida es demasiado tarde: un hombre hosco abre la puerta y sin preguntarte nada te guía hacia un departamento que, en su superficie, aparenta ser típico de la zona. La mecánica, descubrirás después, es simple: otro hombre que cubre sus amplios músculos con tatuajes simplones te espera en un recibidor improvisado: velas de aromas como manzana-canela, lavanda fresca, jardín de rosas. Te entrega una bolsa de tela y un vaso de plástico. Te pide que escribas tu nombre en una libreta repleta de mentiras e identidades ocultas, de Clark Kents y Peter Parkers y Brunos Díaz que no quieren ser descubiertos. Te asigna un número que será tu nueva identidad. Te voy a cambiar el nombre pero no cambia la historia. Ahora te llamarás doce, veintiséis o treinta y dos. Te ordena que te desnudes y explica la función de la bolsa de tela: guardarás ahí todas tus pertenencias. Entregas la bolsa, asimilas tu nueva identidad numérica y finalmente entras al departamento de tres recámaras a media luz que ofrece sexo homosexual a destajo. Llévelo, llévelo, el sexo sin amor.


II


De inmediato reparas en que estos cuerpos son distintos a los del exterior, acaso más sombras que carne. Las líneas se desdibujan en la oscuridad: apenas entiendes dónde empieza uno y termina otro. Y entonces te preguntas, como lo hizo Bioy hace tiempo, si tal vez no siempre hemos querido que la persona amada tenga existencia de fantasma. Pero, ¿quién habló de amor? Acaso la promesa del deseo fugaz encubre siempre un amor igualmente efímero, reproducido en fastforward. La mirada primigenia, el descubrimiento del cuerpo ajeno, el deseo, el reencuentro con un paraíso perdido suceden casi de forma simultánea. Paseas entre los cuartos a oscuras y los gemidos se entremezclan con alcohol barato y música electrónica.

En una ciudad de sobreexcitados permanentes te parece lógico que existan lugares como aquel: changarros que por cien módicos pesos prometen al transeúnte una bacanal de cuerpos y sudores ajenos. All you need is fuck, debieron cantar Los Beatles a su público adolescente. El placer ha de funcionar como una liberación momentánea de la urbe, su frenetismo abrumador. Ya explicaba José Joaquín Blanco que la “liberación por el placer” es por demás habitual en la civilización capitalista y “no hace sino convertir en una demanda de consumo lo que sólo podría funcionar como una actividad creadora”. Y aunque Blanco se lamente de que el placer ha sido disminuido a su función carnal, cientos de hombres en la Ciudad de México visitan lugares como aquel. Estás seguro de que a veces el amor estorba y el deseo abunda. Y, como muchos otros, te escudas en una promiscuidad sistematizada. El sexo vacuo alivia la tensión constante y no te hará más feliz ni corregirá nada, pero hará la vida más llevadera. Aunque aquí no se aceptan disertaciones sobre la nada, pronto te encuentras con un cuerpo que también desea saciar la sed de carne. Y el encuentro con ese par de labios sin nombre, el tacto suave sin rostro, no durará mucho tiempo en la memoria. Por un momento, en la mitad de algún beso intenso, te preguntas si no quisieras saber el nombre de aquel cuerpo, si acaso él no es más que sólo carne. Pero sales del lugar y recobras tu identidad verdadera. Casi puedes escuchar a lo lejos All you need is fuck! Fuck is all you need!, mientras miles de admiradoras, con sus grititos agudos, asienten a aquella nueva verdad universal. Caminas por la colonia Roma y piensas que nunca serás el héroe de estas catástrofes.


III


Ha pasado un par de semanas cuando despiertas a la mitad de la noche, la comezón no te deja conciliar el sueño. Una inspección simple te lleva a sentir el mismo terror de Gregorio Samsa cuando se descubre convertido en un repugnante insecto. Te ataca la más noble de las infecciones venéreas: ladillas. La promiscuidad sistematizada, aquella noble institución de la modernidad, de pronto tiene uno de sus peores enemigos en aquellos artrópodos que no rebasan los dos milímetros de longitud.

Con la intención de deshacerte de la plaga, interrumpes la noche y lees afanosamente sobre piojos púbicos. Descubres que se trata de animales que han sobrevivido 3.3 millones de años aferrados a sus huéspedes, supervivientes de glaciaciones y meteoritos, fieles compañeros de los infieles. Luego te encuentras con un artículo científico que hace crecer el horror: las ladillas se encuentran en constante y casi frenético movimiento por la zona infectada, especialmente de noche. Imaginas un ballet de ladillas al ritmo de Lizst o un rave diario de piojos que comienza cuando te vas a dormir y no termina sino hasta la mañana siguiente. Ya lo dijo Enrique Guzmán: ahí viene la plaga y le gusta bailar. Otro artículo habla sobre una nueva práctica del hombre en el primer mundo que hace peligrar la existencia de las ladillas: la depilación brasileña. Es decir, de huevos. Ante la proliferación de genitales depilados, como los de la pintura renacentista, las ladillas se encuentran con una súbita carencia de hábitats posibles. Los piojos, por tanto, no serán aniquilados por un hombre nuevo, capaz de amar a un único ser y satisfacer únicamente con él la sed de carne. ¿Mató el brasileño al piojo púbico?, se preguntan los científicos ingleses y tu comezón en la entrepierna es cada vez más intensa. Las ladillas, por tanto, sólo vienen a reafirmar tu condición de chaval sexualmente activo, practicante de una promiscuidad con límites y, sobre todo, habitante del tercer mundo. Sexualidad jodida. Otro estudio revela que hasta diez por ciento de la población mundial sufrirá de ladillas en algún punto de su vida, pero que casi la totalidad lo mantendrá en secreto. Se trata, pues, de una infección que se elimina con productos de libre mercadeo y que es en sumo común. Un ligero alivio se entremezcla con la comezón y regresas a dormir pensando que eres heredero de una tradición de miles de hombres y mujeres que fueron despertados a la mitad de la noche para descubrir, en su adultez, que los monstruos aún se esconden bajo las sábanas. Es difícil conciliar el sueño y contar ovejas te parece una actividad demodé, naíf, ridículamente bucólica. Te parece mejor idea enlistar mentalmente los sitios de encuentro homosexual en esta ciudad monstruosa. Como si se tratara de cuerpos celestes, intentas conectarlos con líneas imaginarias. Constelaciones de cuartos oscuros, parques medio desolados y baños públicos. La ciudad puede ser entendida como una cartografía de sitios que promueven el sexo casual, un mapa cuyos horizontes se modifican según se expanda el deseo de lo colectivo. A la mañana siguiente vas a una Farmacia del Ahorro y pides un champú para piojos. Mientras pagas, y ante la mirada atónita de la dependiente, piensas que la mejor idea para no levantar sospechas es rascarte intensamente la cabeza.


IV


Has asimilado completamente el horror que provocan las pequeñas bestias. La cuestión ahora es el tránsito del pasmo a la planeación de una estrategia, encontrar los flancos vulnerables de aquel ejército. Tu única arma es ese frasco de champú que contiene la medida justa de veneno. La clave reside en entender que para acabar con el enemigo habrás de lastimar tu propio cuerpo, hacer de tu piel una zona estéril. El champú tiene un fuerte olor mentolado, es un líquido jabonoso que hace abundante espuma al contacto con el vello púbico. Un pequeño instructivo indica que debes esperar cinco minutos después de su aplicación para poder enjuagarlo. El agua tibia cae de la regadera, Little Boy al ataque, Chernóbil abre una sucursal en tu ingle.

Sir Joseph Banks fue un científico inglés que a finales del siglo xviii se aventuró a explorar Australia. El botanista llevó un diario que relata sus encuentros con los habitantes de aquel novísimo mundo. Sus apuntes revelan la fascinación del autoproclamado hombre civilizado cuando se topa con pueblos cuya historia ha sucedido en paralelo. En sus descripciones de aquellos otros, Banks reparó constantemente en la relación de estas poblaciones con sus piojos. La plaga los unía con sus contemporáneos ingleses, era una confirmación de que los aborígenes eran igualmente hombres y Dios o la naturaleza no los había pasado de largo. No obstante, su forma de relacionarse con las criaturas era distinta, acaso más pasiva y resignada. Un hobby de moda entre la juventud aborigen, a falta de las diversiones europeas, consistía en sentarse a la sombra de un árbol y hurgar detenidamente la propia cabeza, encontrar piojos y engullirlos. Como Banks, crees que la forma de atacar a los piojos es una expresión de tu ser en el mundo. No hay un método definitivo de terminar con la plaga, sino que su tratamiento es una invitación al autoconocimiento, un diálogo y negociación con el propio cuerpo. El champú para piojos te recomienda una aplicación posterior, algunos días después de aquel primer ataque, así como lavar profundamente toda la ropa que hubiera estado en contacto con las bestias. Una guerra total no acepta sobrevivientes. Decides que por siete días, número cabalístico, dejarás de usar ropa interior y dormirás encima de tus sábanas. Tres días después, toca el turno a Fat Man. Aquella noche, finalmente, te es devuelto el sueño.

En una carta que escribió a un colega de la Royal Society en 1816, Sir Joseph Banks expresó una teoría sobre el origen del hombre y de sus piojos. El hombre, en tanto noble criatura, es la presa destinada para el piojo de la cabeza, el piojo del cuerpo y el piojo de los genitales, ninguno de los cuales puede existir en ninguna otra situación mas que en el cuerpo humano. Claro está que como el hombre fue la última obra de la Creación, él tuvo que mantener en su cuerpo a todos estos animales hasta que tuvo una esposa, quien le pudo haber librado de cargar uno o dos de ellos. Si había ladillas en tiempos de Abraham, entonces la plaga reafirma tu pertenencia a un orden social y espiritual mucho mayor. Las ladillas son consecuencia de lo humano y su deseo, resultado inevitable de querer despertar al lado de algún otro, hacer que sienta lo rugoso, suave y húmedo de nuestra piel.

Luego te preguntas sobre el fin del hombre y el fin de sus piojos. En Héroes, la serie de televisión, un personaje postulaba que Dios era una cucaracha. Capaces de vivir sin alimento durante varios meses, resistentes a la radiación, tienen la asquerosa gracia de mantenerse con vida semanas después de que uno les arranque la cabeza. A diferencia de las cucarachas, que sobrevivirán a cualquier avatar del apocalipsis, las ladillas morirán a nuestro lado, fragilidad compartida e idéntica. Por ello, tu versión de Dios se aleja de los seres mutantes y prefieres pensar en un ser piadoso, omnipresente, omnipotente. Tu Dios personal tiene forma de ladilla: puede habitar todos los cuerpos sin distinciones de raza, género o clase. Su expansión y sobrevivencia depende del contacto de la carne y también tiene un carácter misterioso; sólo hay una forma de saber con certeza si aquel hombre que está por sentarse al lado tuyo en el transporte y se rasca la entrepierna padece o no de ladillas. Pero como en el caso de Dios, no estás dispuesto a aclarar totalmente tus dudas, y optas por una sana y distante incertidumbre.


V


Te encuentras, al poco tiempo, en un salón amplio de la National Gallery observando un cuadro de Van Gogh en el que dos crustáceos se muestran en medio del mar, Dos cangrejos. El cuadro, una naturaleza muerta inspirada en el arte japonés de la época, muestra un cangrejo que se apoya sobre su espalda y a otro que se sostiene con sus pinzas. Piensas entonces en la inmortalidad de los cangrejos del pubis, en los 3.3 millones de años que han sobrevivido aferrados a un huésped que mientras intentaba deshacerse de ellos, también logró diseminarlos por el mundo y perpetuar su existencia. Piensas en que el impulso vital del amor es casi siempre el deseo, aunque muera pronto y quede sólo un dolor fantasma. Ves con detenimiento las pinceladas de Van Gogh: aquellos cangrejos que son tan distintos a los del ser humano porque ellos serán arrastrados por una corriente mansa y los nuestros se aferrarán a nuestra piel quizá por siempre. Te invade, de pronto, una extraña melancolía por la pérdida de todos los amores fugaces y la ausencia de la carne. ¿Qué habrá sido de aquel cuerpo sin nombre? ¿Recordará acaso tu rostro? Piensas en él y en el extraño lazo que ahora los une. Las ladillas son lo único que puedes recordar de aquella sombra, acaso como souvenir de una ilusión que nació muerta.



Una versión de este texto fue publicada en Hybris (febrero de 2016, <http://hybrismag.com/el-amor-de-las-ladillas/>).

Saúl Sánchez Lovera. Cursó estudios de Cinematografía en el CUEC-UNAM y actualmente estudia la licenciatura en Historia del Arte en la Universidad Iberoamericana. Obtuvo el segundo premio de crónica en el Concurso de Punto de partida en sus ediciones 45 y 46, así como el segundo lugar en el segundo concurso de crónica urbana La Crónica como Antídoto en 2016. Actualmente es becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de ensayo, y desarrolla un proyecto de crónica sobre la Ciudad de México como escenario de deseo.