Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Man up! Amachinar en México

Xalapa, 1995



 






Conocí a Chéjov a los doce años, cuando leí La dama del perrito. Por entonces no sabía gran cosa sobre los vericuetos del amor y del sexo, así que el relato no me sedujo tanto por la anécdota, que habla sobre una relación adúltera, como por la construcción psíquica del protagonista: Dmitri Gurov, uno de los primeros personajes ficticios con los que logré identificarme. Se trata de un cuasicuarentón con facha de misógino, marido infiel y padre de tres. Puesto así, no tiene ningún rasgo en común con un puberto mexicano. El hecho es que, para creerme su clon, me bastó ser afín a él en un solo aspecto de su caracterización: entre hombres “estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado”. Leer esto durante mi incipiente y tortuoso proceso de conformación identitaria me hizo sentir acompañado y rompió, por un breve lapso, la burbuja de alienación en que me hallaba. Entonces, lo recuerdo muy bien, tomé conciencia de un concepto laxo y harto problemático: la masculinidad.

Para mí, el comingofage no fue una época entrañable, sino un descenso al Maelström: al Infierno dantesco. “Abandonad toda esperanza, aquellos que entréis aquí”, versaba una inscripción en la puerta de mi adolescencia. Más o menos hasta los quince años mantuve un “sentimiento de no estar del todo”, como lo llamó Cortázar. Cuentan mis padres que en las fiestas infantiles, en vez de jugar con niños de mi edad, prefería quedarme en la mesa de los adultos, y que siempre rechazaba las invitaciones para jugar la cascarita o para golpear piñatas. Durante muchos años padecí un cuadro severo de pie plano, así que era pésimo en todos los deportes, excepto en la natación. A lo largo de mi infancia y de mi adolescencia, se me dificultaba estrechar lazos de amistad con otros chicos porque, igual que a Gurov, la conversación entre varones me parecía sosa, poco estimulante.

A propósito de lo anterior, me acuerdo de una anécdota, de esas epifánicas para mí como lo fue la lectura de Chéjov, que me hizo comprender algo terrible de tan imbécil: algo que Óscar Luviano ya dijo mejor de lo que yo podría: “la verga es el principio y fin de la masculinidad”. Estábamos los varones de mi grupo platicando, sentados bajo unos árboles en la cancha de la secundaria y aguardando a que las mujeres terminaran de jugar un partido de no sé qué. Obligados por el profesor de Educación Física, todos portábamos shorts. Hablaban mal sobre un compañero nuevo cuando uno de los payasos del grupo gritó al aire:

—¡A ver! ¿Quién tiene las piernas más peludas? ¿Cuánto a que es Fulano? —y comenzó a escrutar las piernas de cada uno hasta dar con el ganador, que resultó ser Fulano, como había anticipado.

De hablar sobre el vello en las piernas se pasó a la espesura del vello púbico y luego, quién sabe cómo, aquello terminó en una discusión acerca de esmegma y prepucios y los olores personales del semen. Algunos, entre risas y bromas, llevaron sus ma-nos a la entrepierna y la sacudieron, para demostrar así la magnificencia de su bulto. Peor que changos. Luego crearon un concurso cuyo ganador sería aquél al que “se le parara” primero. Yo me alejé del espectáculo simiesco: nada más los veía con vergüenza ajena. Es una lástima que no existieran aún los smartphones: con gusto me habría fugado en uno de ellos.

—Pinche mamón —me decían.

Sólo atiné a reírme de los desfiguros y me mantuve en silencio hasta que el profesor nos avisara que era nuestro turno. La espera, de más está decirlo, me pareció eterna. No me sentía parte de ese grupo de obsesos por el falo y, la verdad, no me interesaba ver la entrepierna de otros chicos o entrar al debate ancestral sobre quién la tiene más grande. Soy heterosexual y nada homofóbico, pero llegué a pensar que ese afán de ver bultos ajenos, o de dibujar penes en las paredes y en los escritorios, escondía una pulsión acosadora, agresiva y reprobable, que se originaba por un oculto interés homoerótico de mis compañeros. Ahora, visto en retrospectiva, no creo que se trate de eso, sino de una especie de inquietud primitiva. Pero el caso es que en ese momento me perturbó, y mucho. Qué persignado, me digo mientras escribo esto. Ni modo: me crié católico apostólico romano, condena con cuyos estragos tendré que lidiar toda la vida.

También recuerdo una ocasión en la que un profesor no asistió a dar su clase y los alumnos debimos quedarnos encerrados a nuestra merced durante una o dos horas. Un compañero había llevado su laptop, que para entonces era algo totalmente transgresor y poco común. Los machines pubertos del grupo se reunieron a ver un clip pornográfico.

—Ven a ver —me dijeron— si quieres ser hombre.

La frase me escoció el estómago. No me habría molestado ver porno pero, ¿quiénes eran ellos para certificarme como hombre? Los mandé al demonio, por supuesto.

Nunca me han gustado los roles de género mexicanos. Tuve una feroz contienda con ellos durante esa etapa en la que uno quiere integrarse a como dé lugar, cuando pretendemos moldear una personalidad agradable para los otros. Hay que ser igual al resto para encajar, pero como a mí no me gustaban los deportes, no me comportaba de acuerdo con los requisitos de mis certificadores y además me rodeaba de mujeres, no tardaron en creerme “del otro lado” (¡esos eufemismos!). Después se desengañaron por sí solos, pero lo que quiero demostrar con estas anécdotas es que la sociedad mexicana no es gentil con los hombres, ni con las mujeres, ni con nadie. La supuesta calidez del mexicano se queda en lo superficial. En las fórmulas perifrásticas para pedir favores. En el servilismo a la hora de hablar. En el ¿mande?, en el su-seguroservidor, en el estoy-a-sus-órdenes: frases hechas que configuran las máscaras mexicanas de las que habló Octavio Paz y que ocultan una verdad hostigadora: el nuestro es un país profundamente discriminatorio, racista y clasista (así de cacofónico).

Los hombres mexicanos, ya lo dijo nuestro Nobel, somos virtuosos mientras no nos rajemos, mientras nos mantengamos cerrados ante el mundo. Para nuestra sociedad, la hombría es un fin, no así la feminidad. Puto, por ejemplo, es el peyorativo preferido del heteropatriarcado en México, y creo que su valor ofensivo no reside en la referencia a la homosexualidad porque incluso, de nuevo recupero a Paz, el homosexualismo masculino se considera con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. Es decir: para el imaginario mexicano, el gay activo todavía alcanza la categoría de hombre; el pasivo no. Por eso pienso que la carga ofensiva está en que un puto es un varón sin hombría, o sea: débil. La debilidad es el defecto viril por antonomasia porque es una de las características atribuidas a la mujer arquetípica mexicana: la frágil, la abnegada, la que espera.

Mis relaciones con las mujeres son harina de otro costal. A ellas las concibo, igual que Gurov, como la otredad decantada, como un Otro fascinante que me enriquece (se lee cursi, pero así lo entiendo). A los niños mexicanos nos enseñan que los demás varones son nuestros rivales, que con ellos hay que competir por todo. Tal vez por ello me costaba relacionarme con otros varones: porque soy un control freak y no me gusta ceder el mando. Quizá por eso, entonces, relacionarme con las mujeres siempre me ha resultado más sencillo: no por machismo —es decir, no porque las considere inferiores—, sino porque con ellas se aprende: no se compite. Por eso, pienso, la convivencia resulta más fluida para mí.

Ahora, pese a la caótica y convulsa situación que vive nuestro país y el mundo entero, creo que hay una mayor apertura y ya se acepta —a regañadientes, pero se acepta— que, en vez de decir masculinidad, debemos usar un plural. Esta arista es vasta y creo que merece una larga y sesuda discusión en la que no planeo meterme. Digo y pienso, eso sí, que, aun con internet y las redes sociales y ese monstruo inasible que es la globalización, seguimos viviendo en un México parecido al que describía Paz. La virginidad femenina, por ejemplo, sigue considerándose una virtud para algunos; nuestro estatus de hombres sigue midiéndose según la cifra de las mujeres que nos hemos cogido; el que tiene sexo con muchas es un dios y la que se acuesta con varios es una puta.

Seguimos estancados en algunas zonas, pero hemos evolucionado en otras. Hoy, por ejemplo, ya se valora al hombre sensible: al Ted Mosby que a muchas les parece encantador. Tengo amigas cuyos novios lloran más que ellas y eso no las molesta; al contrario: se les hace“lindo”. Hay mujeres que ventilan su libertad sexual sin miramientos. Hay hombres que no sueñan con desvirgar (horrorosa palabra) a una mujer y, por tanto, el concepto de damaged goods comienza a difuminarse. Los y las homosexuales —al me-nos en el medio donde me muevo— jamás son señalados ni discriminados, aunque lamentablemente no pasa lo mismo con la gente trans.

Creo que ahí vamos. A paso de caracol, pero vamos. Ahora, en los primeros años de mi adultez y ya salido del Maelström, no me da pudor aceptar que soy un Dmitri Gurov. Ya es más fácil encontrar varones afines a mí, que no están en plan permanente de ver quién es el macho alfa. Puedo testificar, además, que los roles en las relaciones de pareja han cambiado radicalmente. Mis amigos se impresionan cuando afirmo que yo, varón, nunca he estado a la caza de pareja romántica, que jamás he dado el primer paso para seducir. O soy yo el seducido, en especial por mujeres mayores, o el coqueteo se da de manera recíproca desde el inicio. No puedo decir que alguien “me gusta” si no estoy casi seguro de que la atracción es mutua, igual que András, el personaje de la novela In Praise of Older Women de Stephen Vizinczey. Tengo parejas con iniciativa, que cualquier día pueden decir que ellas pagan la comida. La gente me ve raro cuando la mujer paga y entonces, debo decirlo, siento algo de vergüenza. Es lógico: uno, por muy openminded que se proclame, no es inmune a lo que la sociedad insiste en contagiarnos desde que somos fetos. Los convencionalismos, los roles y los estereotipos son los enemigos. Por eso nos urge el feminismo, nos urge pensar en los modelos de pensamiento machista que todos tenemos arraigados, en los discursos misóginos que ya son lugar común en nuestra cultura. Hace falta ver lo que pasa hoy con el feminismo para contribuir al diálogo y no bostezar como Valeria Luiselli. A mí, por ejemplo, me disgusta usar la e, la arroba o la equis para simbolizar un género “neutro” —que no existe en nuestra lengua— y tampoco comulgo con ciertos movimientos performáticos, pero respeto y trato de entender a quienes piensan distinto. Comprendo que la lucha será larga, así que habremos de actuar con la constancia en un hombro y con la paciencia en el otro. Porque Roma no se hizo en un día, ¿o sí?


Eduardo Cerdán. Es narrador y ensayista. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde ha impartido clases de investigación literaria desde 2015. Ha sido premiado en concursos nacionales de cuento y ha colaborado en publicaciones periódicas como la Revista de la Universidad de México, La Jornada Semanal, Confabulario de El Universal, Literal Latin American Voices, Crítica y La Palabra y el Hombre. Ha participado en libros colectivos de cuentos mexicanos e hispanoamericanos (UV, BUAP, UAM-X y Ediciones Cal y Arena), así como de ensayos sobre literatura hispánica (Sussex Press). En el ámbito editorial, ha colaborado como dictaminador en Planeta México y edita la sección de narrativa en Cuadrivio. Textos suyos se han traducido al inglés y al francés.