La crónica como antídoto / No. 203

Labrado en piedra

Primer premio





Chepina tiene un alma de niña de siete años atrapada en el cuerpo de una cincuentona con sobrepeso. De su infancia le quedan las trenzas negras, reacias a encanecer, aunque menguan, y unos ojillos vivarachos que se asombran tan-to de los reflejos del sol sobre los globos metálicos, como de los relatos de divorcios y demás comadreos de las vecinas del conjunto de edificios donde habita. Pocos ocupantes de estos edificios tienen su don de la palabra: sabe sacar media hora de plática de un simple saludo, y su sencillez ganó la confianza de la mayoría de quienes cruzan palabra con ella.

En el límite con el Estado de México, el parque Tezozómoc es su lugar de trabajo. Cada mañana saca de la jaula, donde alguna vez estuvo custodiada una camionetilla familiar en la que su padre los llevaba a bañarse a los ríos o a caminar por los descampados, un triciclo amarillo cargado de frituras, salsa picante, verduras, cueritos, crema y refrescos: la mercancía que en buena medida apoya al sustento de la familia compuesta por sus padres, dos hermanos y tres sobrinas. De martes a domingo se levanta a las seis de la mañana, se lava, viste, medio desayuna y sale, junto a su sobrina mayor (quien se dirige a la secundaria), con su cargamento de botana, que provoca el antojo de los sonrientes paseantes. Lleva en ese trabajo casi treinta años, pues se incorporó al ambulantaje durante los noventa, cuando el parque, abierto en 1982, ya llevaba una década funcionando, y no lo cambiaría por ninguna otra labor en la que pudiera ganar más, incluso después de la difícil temporada en que cerraron el par-que para darle mantenimiento, en 2015. Le fascina ver a las familias pasearse alegremente, mientras una ternura maliciosa, vestigio de una esperanza infantil que nunca maduró ni dio frutos, se asoma entre sus dientecitos y suelta diminutos suspiros (insuficiencia respiratoria por sobrepeso, dijo un alienado médico).

La inocencia de Chepina la llevó a vivir sin saber de amarguras o pasiones, sólo tristezas suaves y alegrías ligeras. Mientras los niños acalorados se alejan entre risas o llantos, ella remoja un chicharrón en crema vegetal y alimenta su cuerpo con ilusiones de harina. A lo largo del día, el parque se llena de gente que corre entre colinas, como hormigas afanadas por recolectar vivencias para inmortalizarse en las tiernas memorias de sus hijos.

Por las tardes, Chepina toma un merecido descanso sobre una banca de piedra bajo un dosel esmeralda; la Unidad Presidente Madero forma parte de la Unidad Habitacional El Rosario, la cual tiene en cada manzana una plazuela con áreas verdes, zona de juegos infantiles y locales comerciales atendidos, generalmente, por habitantes de las distintas viviendas. Cuando llegó a vivir al edificio con su familia, la Unidad tenía poco tiempo y aún había grandes zonas agrícolas cercanas, en las que pasaba las tardes explorando junto a otros vecinos, con cuidado de no ser descubiertos por los encargados de los sembradíos por donde cruzaba para comprar leche. De aquellos días le queda el recuerdo que se reaviva cuando, sentada en esa banca de piedra, le llega una ráfaga de viento y empieza a oir el canto de los grillos, ocultos entre la hierba crecida.

A pesar del paso del tiempo, Azcapotzalco conserva casi una treintena de pueblos originarios y en los barrios aún se siente la confianza de formar parte de una comunidad sin hermetismos, la cual mantiene ciertos lazos de unión; y allí, en esa banca de piedra, cuando el sol baja y el aire agita las jacarandas que desprenden una alfombra lila, se puede ver a los vecinos que salen a tomar el fresco, a los niños que juegan al finalizar los deberes escolares, a las amas de casa que dejan su orquesta diaria de batería de peltre y a los trabajadores que aterrizan para despejar la mente de los pendientes del trabajo, antes de impregnarse del aroma a sopa recién calentada y los problemas hogareños cotidianos. Chepina sale a acompañar a sus sobrinas, ansiosas de conocer el mundo, y se queda sentadita sobre la banca de piedra, ancla de su pensamiento, mientras ellas juegan o visitan las manzanas aledañas donde habitan compañeros de escuela del kínder, primaria, secundaria, preparatoria o, en un futuro, del trabajo, en los distintos centros comerciales o fabriles que rodean la zona.

La plazuela es el eje social de la unidad: en el centro, como reina del territorio, una capilla alberga la estatuilla de una Virgen, sincretismo cultural, espiritual y remedio contra los desechos de una vida urbanizada (donde se coloque esta imagen se erradica un basurero y disminuye la tasa de asaltos, así funciona). Cuando la plaza aún no se llena de barullo, Chepina mira la aparición mariana rodeada de luciérnagas automatizadas y se le inflaman sus ojitos con recuerdos alegres de los fines de año: justo encima de su cabeza, suspendida entre dos árboles, cuelga una piñata cargada de dulces y fruta que promete liberar a fuerza de palos toda su dulzura envuelta en los picos del pecado. Alrededor de la capillita, las sillas rentadas para escuchar al padre Ramiro, quien cada año oficia las misas del 12 de diciembre o Navidad. Justo detrás de los fieles, los columpios se mecen solemnemente y acompañan las oraciones con sus lamentos metálicos acallados por el peso de algunos niños desvanecidos en el tiempo; más atrás, otra banca de piedra sostiene dos enormes vaporeras repletas de tamales, obra de Agustín y su hermana para pagar una manda encomendada por sus padres. La olla del ponche hierve sobre el brasero, cuyo fuego aviva Eva junto a su esposo, mientras ambos rezan agradecidos por el hijo que tardó nueve años en gestarse y ahora cargan entre brazos como al mayor tesoro. Chepina ve a La enfermera, recargada sobre el hombro de su esposo, sollozando la ausencia de la hija adolescente muerta en 2003; doña Tere se afana en callar a los niños y sus escandalosos juegos resonando sobre la cancha de básquet; don Alejandro, sentado, está pidiendo por el hijo alcohólico, quien cada año deja los vicios; doña Mari, apoyada en el primogénito Edgar, abraza a su nieto, y ruega que Daniel, el benjamín, salga pronto de la cárcel; doña Isabel silencia a sus dos nietos; Chela hablándole en voz baja sobre los problemas económicos para la organización de la misa porque cada vez menos vecinos cooperan, los mayores solitarios se mudan, vienen nuevos, los cuales nunca se integran, se burlan de sus creencias y no alcanzan a ver que sobre ese espacio lo mismo se encuentra la viejita a quien don Pancho, el pollero, le lleva todos los días el mandado, que el drogadicto que los talonea, con frecuencia, para comprarse más mona: son extranjeros, extraños, otros.

El silencio se rasga con el saludo de un vecino y Chepina sonríe, agitada debido a la emoción de entablar conversación, por “echar chal”, ávida de las fórmulas de cortesía y el clima como detonador para saber cómo siguen las reumas de doña Espe, por enterarse si doña Mago sigue de vacaciones o si don Juan dejó de emborracharse para probar que a sus setenta años aún aguanta una botella de tequila.

A pesar de la insistencia del tiempo por erosionar el terreno circundante, de empantanar con chapopote cada espacio verde, sobre la banca crece el musgo del murmullo, la raíz del consejo o el remedio casero, el brote suave de un chiste, la rectitud de la rama de la sentencia; se asienta la frescura del consuelo como rocío, crece el tallo de la comunidad y también, de vez en cuando, cae la tormenta de la desgracia. Ahí, a un costado de la Virgen, se yergue la banca de Chepina donde a ratos platica sobre los fantasmas y aparecidos de las calles, mientras de sus plantas salen raíces que labran la piedra, o del despotismo de los doctores, empeñados en contarle el tiempo con celdas de un calendario y no en atardeceres de citrino y risa.


Isabel Alcántara Carbajal (Ciudad de México, 1986). Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM y trabaja en la editorial independiente Cuarta de Forros. Entusiasta de la docencia, escribe por intuición y tiene publicados algunos cuentos en revistas electrónicas, así como en la antología Siete miradas de Juárez (Cuarta de Forros, 2012), y dos guiones radiofónicos para el programa Horizontes cruzados de Radio UAM.