Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Música distante

Ciudad de México, 1986



 






Para Lucía

I seemed to hear, at a certain moment, a distant music.
I stopped, the better to listen.
Go on, he said.
Listen, I said. Get on, he said.
I wasn't allowed to listen to the music.
It might have drawn a crowd.

Beckett



“Los muertos”, la historia de Joyce, ocurre una víspera de navidad. Transcurre la velada familiar con sus incomodidades, su banquete, sus discursos y sus despedidas. Mientras la gente se coloca los abrigos y los sombreros, y poco a poco abandona la casa, alguien en un cuarto contiguo toca una canción popular irlandesa.

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Si se acerca el oído, las notas retumban como una orquesta. Veo los puntos tallados en el metal, las teclas diminutas, largas, que vibran con cada giro de la manivela. La caja de música es una partitura viva, que se lee a sí misma. Necesita sólo el impulso de la mano y la música se hace sola, la haces tú, pero se hace sola. Es el piano y el pianista. Dice Peter Quince en un poema de Wallace Stevens que los sonidos tocan el espíritu y en él hacen también música. “Music is feeling, then, not sound.” La música es sensación/sentimiento, no sonido.

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Unos cuantos acordes en el piano y una voz que entona un aria. Aria en inglés se escribe igual que aire: air. Gabriel, el protagonista en “Los muertos”, intenta “catch the air that the voice was singing”: reconocer el aria / atrapar el aire que canta la voz.

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Tengo tres cajas de música. Alguna vez tuve cuatro. La que perdí, la primera, era una muñeca de cuerda vestida de rosa y con sombrero de paja que me regaló mi abuela por mi cumpleaños. Al dar vuelta a la cuerda sonaba una música lúgubre, mientras la muñeca movía lentamente la cabeza. En ese entonces no tenía cómo reconocer la melodía. Años después, en el metro de París, se subió un hombre con turbante, barba larga y un micrófono a cantar canciones en árabe, y para amenizar el momento en que recorría el vagón pidiendo dinero, dejó sonando en su grabadora la versión oriental de esa misma melodía, la de mi muñeca. Saqué mi celular y la grabé. Era la canción de Love Story, esa melodramática historia de un amor imposible que vi después. Era tan cursi, pero casi me hace llorar. “Una historia más vieja que el mar, que durará hasta que desaparezcan las estrellas”, canta la voz en la canción original.

La muñeca triste era un regalo extraño. Mi abuela era alegre, siempre estaba haciendo chistes y tarareando el chachachá. La música sonaba solitaria, nacida de sí misma, autómata como la muñeca. Un día la llevé donde mi madre y mi primo cortaban acahuales que crecían, silvestres, en el jardín. Me senté cerca en un escalón y le di cuerda. Mi primo, que entonces tendría seis años, detuvo su labor y se acercó a decirme que la música lo estaba entristeciendo.

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Gretta, la mujer de Gabriel, se detiene en la escalera, baja la mirada y escucha la canción que habla de la lluvia y el frío: “My babe lies cold within my arms…”. A la distancia, la canción suena dolorosa, ilumina el aire de tristeza.

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La segunda caja era redonda, de metal multicolor, con un vidrio tras el cual un títere en forma de gato bailaba frente a un paisaje soleado, al compás de una canción circense. Todo en ella era alegre, pero al escucharla todavía me entristece un poco. Por leve, su música parece distante, como si viniera de otro mundo, un mundo de recuerdos, frío, como el metal de sus notas, como el de los muertos.

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Gabriel se pregunta: una mujer de pie en las escaleras, bajo la sombra, escuchando una música distante es un símbolo de qué. Gretta pregunta qué canción es esa. Le responden que The Lass of Aughrim. La música parece trastocarla.

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Tenía quince años cuando viajé por primera vez a París. Caminaba un día junto a mi madre y me dijo que recordaba una tienda cerca del Palais Royal que sólo vendía cajas de música. Cruzamos la explanada donde varios hombres jugaban petang entre los árboles perfectamente bien alineados y recortados a la francesa. La tienda seguía allí. Años después volví a buscarla y la encontré cerrada por las inamovibles vacaciones de verano francesas. Tras la vitrina observé con ansias las cajas de todo tipo: había cajas con muñecas encima que daban vueltas al compás de la música. Cajas como joyeros, que al abrir el cajón hacen girar a la bailarina que tienen encima. Cajas, como la mía del gato, con una tapa de vidrio detrás de la cual se mueve un títere en forma de payaso, de tigre o de elefante. Cajas desnudas, las más baratas, que en realidad no eran cajas, sino sólo el mecanismo de metal. Cajas carísimas decoradas con diseños nouveau de marquetería, y otras parecidas a las moviolas, en las que uno inserta una tira de papel agujereada y la caja toca la música según le indiquen los hoyos en el papel. Junto a ellas había un letrero que decía: “Podemos componer canciones para usted”. Sobre la ventana había una lista de las melodías a elegir para las cajas, una mezcla de música clásica, popular, folclórica y hollywoodense: Rigoletto, Nabucco, Carmen, Darling Clementine, La vie en rose, Sound of Music, La polonaise, Claro de luna, Amazing Grace, Tristesse, Love Story, Les yeux noirs, Nocturne, Hello Dolly, Joyeux anniversaire, Memory, Minuet de Beethoven, Edelweiss, My Way, La valse dAmelie, Frère Jacques, Qué será será, Ode à la joie, Singing in the Rain, Ave María, Le lac des cygnes, Sous le ciel de Paris.

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Bajo el cielo de París, durante mi primer viaje, llovía. Al resguardo de la tienda, comparé una a una todas las cajas y sin pensar en los clichés elegí una de madera lisa, redonda, que toca la música de El lago de los cisnes. Uno gira la cuerda dorada, la suelta y la música suena cada vez más lento, cada vez más bajo. Se va alejando.

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De niña tenía una película animada japonesa de El lago de los cisnes. La veía una y otra vez. Podía tararear la música de memoria. Me atrapaba la metamorfosis de la princesa en cisne y la malvada gemela, el personaje más atractivo de la historia. Años después conocí el cuento popular ruso que inspiró a Tchaikovsky, “El pato blanco”. En él una bruja usurpa el lugar de una princesa y a ésta la convierte en un pato blanco (de allí el cisne). Antes que las de Stevenson y las de Borges, es la primera historia de dobles que amé.

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Hay cuentos de hadas que son como cajas de música, maquinarias perfectas en donde todo embona y al final todo conflicto es remediable, donde la magia es como la música, nace de sí misma, no se cuestiona. Hay cuentos de hadas, como éste, en los que el invierno, el color de la nieve y de los cisnes suenan a metal frío. Son historias que emergen desde un pasado incierto y que a la vez siempre han estado aquí.

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Recuerdos de su vida con Gretta surgen del pasado y se apropian de la memoria de Gabriel. El pasado es una música distante. El cuerpo de Gretta es una música cercana al tacto de Gabriel. Gretta confiesa su historia, por qué la entristece esa canción, que la solía cantar el joven Michael Furey, que murió de frío. Murió por ella. De pronto Gabriel, sin darse cuenta, está ahí también, escuchando la melodía lejana que cantan los muertos, mientras la nieve cae.

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Antes los relojeros fabricaban las cajas de música. Se requería su exactitud, su detalle y su preciosismo para hacerlas. Ellos urdían esa música microscópica y arriba existía un dios que era el relojero detrás de la perfecta máquina del universo. Imagen y semejanza: la armonía en la tierra imitaba a la armonía con la que se creó el mundo, la música de las esferas. John Donne aseguraba que en el cielo “no habría… ruido ni silencio, sino una música en equilibrio”, y cuando llegara el apocalipsis, decía Dryden, “la música desafinaría al cielo”. Pitágoras había encontrado la correspondencia entre los acordes y las matemáticas. El movimiento de los astros provocaba un sonido que los humanos ya no podíamos escuchar y el perpetuo andar de las estrellas creaba una armonía perfecta. La música era un escalafón hacia el cosmos.

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Compré la cuarta caja de música en una librería de la Ciudad de México. Es el puro mecanismo, sin la caja, y toca la melodía de Stairway to Heaven, otro cuento de hadas. Las cajas de música dan sólo la melodía, y si acaso algún acompañamiento, un contrapunto. Eso es suficiente para traer de vuelta a la memoria todos los instrumentos y la voz. La caja de música es una sinécdoque musical. Es una música condensada, brillante como las estrellas, en las que arden los mismos metales que la interpretan. Es una armonía sujeta al caos. Sus ondas sonoras suben, se dispersan por el universo y quizás aún resuenen, como música lejana, en otros mundos.


Jazmina Barrera. Estudió la licenciatura en Letras Modernas Inglesas en la UNAM y la maestría en Escritura Creativa en Español en NYU. Por Cuerpo extraño (Literal Publishing, 2013) mereció el premio Literal Latin American Voices 2013 en la categoría de ensayo. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo. Actualmente escribe para distintas revistas impresas y digitales y es coeditora de Ediciones Antílope. Su libro Cuaderno de faros será publicado próximamente por el Fondo Editorial Tierra Adentro.