Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Equipaje

Ciudad de México, 1986



 






Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares
La ciudad te seguirá. Vagará
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viej
y en estas mismas casas encanecerás
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar —no esperes— 
no hay barco para ti, no hay camino
Así como tu vida la arruinaste aquí 
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.

Konstantino Kavafis



I


Hoy, como hace mucho no me pasaba, cumplo una semana de jugar, al menos cinco horas diarias, un videojuego. Jugué el primero a los cinco años, lo que me deja con veinticuatro como jugador. Ha sido un largo viaje desde entonces hasta ahora (se podría decir que la tecnología y yo hemos crecido juntos) y a través de los videojuegos que he coleccionado a lo largo de estos años alguien, quien sea, podría formarse una idea de mí. Mis videojuegos, películas y libros (éstos en mucho menor cantidad que los dos primeros) son, digamos, el equipaje que he reunido para viajar a través de mi vida.

El juego que ahora me atrapó, luego de años de que nada me sorprendiera, es uno que, a mi parecer, es fiel muestra de que la narrativa de los videojuegos a veces supera a la de las películas o a la de los libros (si nadie ha llamado el octavo arte, o el noveno, no sé, a los videojuegos, se ha tardado). Se llama I Am Alive y se desarrolla en un mundo postapocalíptico donde el protagonista (de quien sabemos muy poco, ni siquiera el nombre) busca a su familia, a la que perdió tras el incidente que destruyó casi en su totalidad el mundo (tampoco se nos dice qué sucedió ni cómo, hay mucho que no se dice, sólo se sugiere; la teoría del iceberg, de Hemingway, no ha muerto). Los únicos objetos con los que cuenta son una mochila, una cuerda, una pistola (sin balas), una cámara de video y un poco de comida; así atravesó de costa a costa —a pie— un desolado Estados Unidos, tarea que le tomó un año completo. Tal vez nunca me encuentre en esa situación (espero), pero el juego me hizo plantearme una pregunta: ¿qué cosas debe uno llevar en un viaje?, ¿existe un kit básico, universal, del viajero, algo sin lo cual no podríamos sobrevivir o, al menos, estar cómodos o en paz?


II


Me pongo por un momento en los zapatos del protagonista del videojuego (o del protagonista de The Road, película dirigida por John Hillcoat, basada en una novela del mismo nombre y de corte igualmente postapocalíptico) y me pregunto: ¿qué cosas debe uno llevar a un viaje del que quizás no vuelva?, ¿qué se debe llevar cuando sólo tiene cabida lo indispensable? Ambos personajes llevan consigo una fotografía de sus seres queridos como mapa del mundo que se ha perdido, quizás eso sea un buen inicio. Tal vez un libro sea una buena opción, como en la película The Book of Eli, de los hermanos Hughes, donde un hombre atraviesa, otra vez, un mundo postapocalíptico con un libro como único tesoro. Algo tienen en común estos tres protagonistas: lo que llevan no es sólo una parte de su mundo, de su hogar: eso que llevan, poco o mucho, es su hogar, es su mundo: su todo. Son, por decirlo de alguna forma, caracoles que avanzan sin destino aparente, con su mundo a cuestas, un mundo que los ralentiza y protege al mismo tiempo.

Pensemos también en las personas que huyen, que son, por así decirlo, sometidas a un viaje. Pongamos este ejemplo: un hombre (o mujer) del México de la década de los sesenta, o que vive en Chile durante la dictadura de Pinochet, o en la Argentina del siglo pasado, se entera de que está a punto de ser detenido: tiene pocos minutos, acaso una hora, para huir. ¿Qué es lo primero que toma?, ¿qué es aquello que no puede dejar atrás? Él, o ella, en cierta medida está sometido a una situación similar a la de los personajes ficticios que mencioné (¿no es el exilio una especie de destrucción del mundo, de su mundo, tal y como lo conoce esa persona?) y se ve forzado a decidir, más con el sentimiento que con la razón. ¿Qué cosas se lleva, cuál es su kit de viaje? Los objetos que se lleve serán su mundo, acaso el cuerpo de los pensamientos y emociones que lleva en el cuerpo, en el pecho; la materialización de su equipaje interno. Si uno se lleva una fotografía es porque ésta ayudará a reforzar los rostros que llevamos dentro, aquellos que no queremos olvidar. Lo mismo con los demás objetos.

Ellos, los que no volverán jamás (hay testimonios de ciudadanos chilenos, por ejemplo, que murieron en Europa sin haber vuelto a oír o ver a su familia, o su casa) son los que debieran llevar hasta la polilla que cae de los muebles y, sin embargo, son los que menos llevan consigo. Este tipo de viajes, por desgracia cada vez más comunes, son una balanza, dura, para medir qué es aquello que consideramos vital. En la película Left Luggage, de Jeroen Krabbé, un joven judío guarda sus objetos más valiosos en un par de maletas que, sin embargo, se ve obligado a dejar (a enterrar, para ser más precisos) para no ser atrapado; ha estallado la guerra. Un violín, libros, una caja de música, la platería de su familia (entre la que va un Menorah: su religión). Llevaba ahí lo más preciado, símbolos de su mundo. Años después vive obsesionado con encontrar dichas valijas, como una manera de encontrarse a sí mismo, al joven que ya no es.

El kit del viaje voluntario es diametralmente opuesto al del viaje forzado; el primero se piensa, y es para instalarse en el destino del viaje y estar cómodo; el segundo se siente, y es para no olvidar de dónde se viene.


III


Existe otro tipo de “desalojo”, digamos, que no se produce por cuestiones políticas o de ideología: el que es causado por fenómenos naturales. Los “viajes” provocados por la naturaleza (los desplazamientos, suena mejor) son cada vez más frecuentes en ciertas zonas y, por ello, las autoridades han recomendado la elaboración de un kit básico para este tipo de viajes: documentos importantes, una radio, una lámpara, baterías, comida enlatada, dinero y agua embotellada. Este kit básico contiene, si se quiere ver así, la reminiscencia última, indispensable, de quiénes somos; en esto se parece a cualquier equipaje, que nos dibuja, que nos define; que nos delata. Actas de nacimiento, identificaciones oficiales y escrituras son el equipaje del que se va, pero pretende volver.

Se puede, en un escenario ideal, volver a empezar una vida como la que se tenía, siempre y cuando se tenga, precisamente, vida. Eso que contiene el kit de los damnificados es, por ponerlo en palabras fáciles, la semilla de una vida futura, de un porvenir; rescoldo de lo que se llevará la lluvia. Entonces podríamos decir que, a la usanza bíblica, cuando se acerca el diluvio es necesario dejar atrás todo, tal como lo conocíamos, y llevar consigo sólo la semilla, una promesa de un segundo florecimiento. Así como Eneas llevaba consigo toda Troya (si Eneas moría, si él y sus acompañantes perecían, con ellos se extinguía toda Troya), así los exiliados, los damnificados, llevan consigo su mundo; el destino del caracol.


IV


Edipo, al enterarse de que sobre él pendía un hado funesto, un destino poco amable, decidió abandonar su ciudad y a sus padres (a quienes creía sus padres, a la que creía su ciudad) y logró, así, completar su destino. Lo que él no sabía era que no importaba a dónde fuera, el destino iba atado a él; era, de alguna forma, su equipaje interno, innegable, en el viaje de la vida.

Hay gente que decide huir de cierto lugar por razones varias pero con una sola meta: el olvido. Conozco a muchas personas (al menos de oídas o de vista) que han huido para no enfrentar tal o cual situación. Salen una madrugada, con los ladridos de los perros rasgándoles la sombra y el aliento congelado, con su equipaje —su equipaje externo, que varía de persona a persona— y no regresan. Sin embargo, aquello de lo que huían, lo que llevaban aún sin darse cuenta —su equipaje interno, su kit invisible, innegable— los acompaña a cualquier lugar y a veces termina por tragárselos, como los gusanos se devoran a los que ya no respiran.

Pongo el caso de los migrantes, los que abandonan México o algún país de Centroamérica para instalarse en Estados Unidos. Ellos, como Eneas, parecen llevar en sí la consigna de fundar una nueva ciudad, idéntica a la que abandonaron o que les fue destruida, en ese lugar a donde llegarán. A veces, no siempre, se rehúsan a adoptar las costumbres del lugar a donde llegan, y hacen de esa nueva tierra una extensión de su ciudad; llevan, podríamos decir, su ciudad a cuestas, y sólo la instalan, la esparcen, en su nuevo lugar.

La fe como único equipaje es, también, un tópico común en las creencias y mitologías de ciertos pueblos. La fundación de Tenochtitlán, por ejemplo, fue un viaje en el que la fe, la creencia (un mandato superior) fungió como la pieza más importante del equipaje, del equipaje interno al menos.


V


Si hablamos de los kits de viaje que se tienen en vida, hablemos, entonces, del que se usa comúnmente en el tránsito hacia la muerte, algo que muchos consideran un viaje. En Resurreccion sin vida, José Revueltas habla de la vida (de estar muerto en vida, mejor dicho) como un viaje, un transitar hacia la muerte; un peregrinaje que es más largo para algunos. “Lo amaba como a un ser desaparecido muchos siglos atrás, algún faraón egipcio en cuya tumba había que depositar diariamente la ofrenda de los alimentos para ayudarlo a subsistir durante su inacabable tránsito a lo largo del reino de la muerte”, dice Revueltas. El equipaje, siempre, como parte indisoluble del viaje. No se concibe el viaje sin un kit, sin un mínimo paquete de cosas útiles.

Una parte importantísima, vital (y que había olvidado mencionar), del viaje que pretende atravesar fronteras es el pasaporte. En mi caso, al no haber viajado jamás a otro país, no es un documento que me sea relevante. Sin embargo, para los que viajan constantemente es uno de los objetos primarios. Los antiguos griegos sabían ya, desde entonces, que es necesario un pasaporte para cualquier viaje significativo: para ellos el óbolo era el pasaporte final, último, en el tránsito de la vida hacia la muerte; el último equipaje. Y hay quienes creen que el cuerpo (así, desnudo, frágil y resistente a su manera) es el equipaje para el viaje de la vida, el que al final dejamos olvidado en un hotel cualquiera, o en una fosa; y yo les creo.


Aldo Rosales. Es egresado de la licenciatura en Enseñanza de Inglés, de la UNAM. Autor de Luego, tal vez, seguir andando (Río Arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (Fondo Editorial BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena Ediciones, 2016) y Ciudad nostalgia (Abismos, 2016). Actualmente es becario del Fonca en el área de cuento, 2016-2017, director de la revista de gráfica y literatura A buen puerto y coordinador del taller de creación literaria del Faro Indios Verdes.