Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202

No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái

Puebla, Puebla, 1989









Desde la jaula todo parece fragmentado. Los barrotes dejan ver sólo retazos de brazos, de ojos y de bocas que gritan; de manos desesperadas que se estiran. Los gritos ansiosos y eufóricos: “¡Miguel, Miguel, mándame saludos, Miguel!” Los muchachos se dirigen con familiaridad a Miguel, pero él no los escucha, no los voltea a ver porque está concentrado leyendo los saludos que sus fans escriben en papeles que su ayudante, un joven que no rebasa los veinticinco años, le va pasando. Él toma el micrófono y con la otra mano mueve los botones de la consola que le tapa el rostro. A su derecha, inamovible y serio, está el Uva, alto y gordo, encargado de poner todo el equipo de audio del Sonido Samurái. Dentro de la jaula está también otro chico, más joven, de unos veinte años, casi todo el tiempo pegado al celular; una que otra vez atiende a los gritos de algunos que lo llaman por su nombre para darle hojas o pasarle sus teléfonos con mensajes, para que entonces Miguel los diga en el micrófono y las trescientas personas que están dentro de la bodega lo escuchen.

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Miguel Martínez es una leyenda viva. Es El Increíble y su sonido es “el más sabroso”. Su voz y su gusto por la cumbia son sólo la punta del iceberg de un grupo de alrededor de dieciocho personas que dependen económicamente de un negocio familiar que se ha extendido desde hace veintiseis años, cuando empezó durante una “tocada” a la puerta de su casa, en la junta auxiliar de San Baltazar Campeche, en la ciudad de Puebla. Casi treinta años después alcanzan toda una producción con luces y sonido que llegó a Estados Unidos en 2014.

Miguel Martínez empezó en el mundo de los sonidos en 1990, pero escucha música tropical desde que iba en la secundaria. Tiene bien clara la primera vez del Sonido Samurái: el 18 de noviembre de 1990. Fue en una fiesta familiar donde perdió el miedo. Antes no le gustaba el micrófono pero cuando tuvo que tomarlo y empezar a hablar, éste se convirtió en una parte de él.

El lunes 4 de agosto de 2014 tocó con motivo de las fiestas en Momoxpan, en la ciudad de Puebla, la cuarta más grande de México. Su agenda está llena, tiene eventos al menos tres días a la semana y eso implica transportar equipo, desvelarse, estar al pendiente de todos los que trabajan con él y, sobre todo, estar entero para el espectáculo. Él no es simplemente un dj que mezcla canciones tropicales —principalmente de cumbia—: él es una voz, una voz con la que se identifican personas en varios estados de la República y en otros países. Gran parte de su éxito se debe, además de al trabajo duro y la constancia por más de veinte años, a su cercanía con la gente. El Samurái reconoce a sus fans, los saluda, es cercano, y su fama no lo ha alejado del público. Al contrario, sigue haciendo esfuerzos cada vez que toma el micrófono para mencionar a todos los que se desgarran la voz a gritos pidiéndole que les mande saludos, por escuchar sus nombres y los de sus amigos o familiares en la voz de su ídolo, el Increíble Sonido Samurái.

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El Samurái es una estrella. La gente se le avienta, literamente. Todos quieren escuchar sus nombres, que Miguel los salude, los reconozca. Los que no se abalanzan sobre la cabina donde mezcla canciones tropicales, bailan. La cabina ha ido evolucionando hasta convertirse casi en un búnker enrejado para evitar que los fanáticos lo tiren.

Ese día de agosto, aunque era lunes, a la gente no le importó desvelarse ni empezar la semana con fiesta, ni a los adolescentes que no rebasan los dieciocho años ni a las familias, incluso a la señora que traía a su bebé de meses en una carreola, a pesar del ruido que hacen las más de cuarenta bocinas acomodadas en dos de las cuatro paredes de la bodega.

Miguel entra por atrás, como un rockstar, y su cabina está protegida con barrotes cerrados con un candado del que sólo tiene llave el muchacho que lo ayuda. También está cubierta por un techo de plástico, como puesto de feria. El metal se cimbra y la música entra como una serpiente veloz hasta el fondo de los oídos: los bajos de la cumbia, el bzzz, bzzz bzzz bzzz, bzzz bzzz bzzz, el pasito marcado con el que saltan en la pista de baile hombres con mujeres y hombres con hombres.

En los bailes nadie se sorprende de que hombres, casados o con novia, quieran sacar a bailar a otros hombres. En los sonideros es normal. En la bodega de techo alto y anguloso que es el salón social de Momoxpan, un pueblito tragado por la ciudad y que quedó en medio de vías rápidas y de toda la modernidad urbana, se hacen dos círculos para bailar. Uno es el de adultos y otro el de los más jóvenes; en uno la estrella es un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años, muy flaco, con el cabello parado en picos, guantes negros que sólo le cubren la mitad de los dedos, pantalón color mostaza, ajustadísimo, playera rayada y chaleco. Suda y suda, brinca y brinca, no pierde el paso sin importar el cambio de pareja cada cinco o diez minutos. En el otro círculo está un travesti, lleva jeans, sandalias de tacón y una playera blanca sin mangas. Tiene el cabello pintado de rubio; se ve forzado el tinte, como queriendo sacarle brillo a esa melena para que todos lo vean al entrar. Un señor de chamarra militar quiere sacarlo a bailar, pero la pareja no lo suelta. El hombre está algo encorvado, mueve la mirada sin perder de vista los pasos de los danzantes, acechando: está en una cacería, es su momento de saltar y ser ahora el rey de los bailarines.

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Los bailes sonideros tienen fama de arrabal, de peleas, de navajazos, de drogas. Pero son muchos los sonidos que han hecho esfuerzos para que la gente deje esas prácticas fuera de los bailes, para ahuyentar esa imagen peligrosa y marginal. El Samurái lo dice con orgullo, porque ha logrado que se peleen menos. Por ejemplo, en el baile de la feria de El Carmen, en el centro de Puebla, donde tocó en junio, no hubo muertos.

El de Miguel Martínez es uno de los sonidos más solicitados; a veces se queda ronco, pero aun así llega a tiempo a su presentación. Y no es cualquiera: es El Increíble. El Increíble porque el sonidero Ariel Pérez le dijo hace años que era increíble que con el poco equipo que tenía se escuchara bien.

Para él, lo más importante es que la música te haga bailar. No pone una canción que no lo haga bailar. Cuando está en su despacho, lleno de reconocimientos de sus fans, pone las canciones que le mandan y a veces baila solo. No le da pena, el baile es parte esencial de su trabajo, es de donde se desprende todo. El Sonido Samurái nació de los bailes a los que él iba, de brincar, de tomar la mano de su pareja y guiarla en círculos y saltos rítmicos, casi tribales, en una sonata de tambores tropicales que evolucionan como cyborgs para ser una misma versión de ellos, que se desliza entre cables y percusiones sintéticas, brotando de consolas desde el fondo de las noches y los bailes.

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Cada noche el sonido de las cumbias termina evaporándose.

Pero la música no se desvanecerá. En algún momento se apagarán las bocinas, llegarán los seis u ocho muchachos a levantar todo durante otras cuatro o cinco horas, y el Samurái se desvelará hasta las cinco de la mañana para pagarles, para verificar que todos hayan llegado bien y todo esté en orden. Aunque sus fans quizás seguirán con el pensamiento en la pista de baile, contando los días para volver a verlo, Miguel tendrá todavía mucho trabajo, muchas fechas, mucha música que escuchar, muchas cosas que preparar. No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái.


Una versión más extensa de esta crónica se publicó en Lado B (agosto de 2014), <ladobe.com.mx/2014/08/no-es-cualquier-cosa-ser-el-increible-samurai/>.


Aranzazú Ayala Martínez. Estudió la licenciatura en Literatura en la Universidad de las Américas Puebla. En 2014 obtuvo el segundo lugar, en la categoría Crónica, en el premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla; así como el tercer lugar, en la categoría Reportaje, en el concurso Género y Justicia, organizado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ONU Mujeres y Periodistas de a Pie. En 2016 fue beneficiaria de la Beca AbreLatam y ConDatos, congreso de datos abiertos en Bogotá, Colombia.