Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202

Veracruz: doce metros cuadrados para conjurar el miedo

Ciudad de México, 1988









El aire aún está caliente.

No han pasado ni diez minutos desde que la bota militar rompió la puerta y esto ya es un desastre. Es la madrugada del 5 de junio de 2015 y el silencio en Xalapa parece total. La sangre es tanta que el color rojo pierde el sentido.

Fueron diez los encapuchados que irrumpieron en esta fiesta de cumpleaños. Así comenzó la danza —de un lado al otro, del techo al piso—, machetes y palos con clavos contra ocho jóvenes universitarios: cuatro hombres, cuatro mujeres. Cinco minutos duró: suficiente para quebrar caras, huesos, dientes y convertir esta casa en algo atroz.

Pero decir “casa” es demasiado. Se trata de un dormitorio diminuto de los que abundan en Xalapa. Los estudiantes los rentan a bajo costo y se resignan a comer en la cama, a centímetros del baño. En estos doce metros cuadrados, diez desconocidos quebraron ocho cuerpos desarmados. Doce metros cuadrados, cinco minutos; el horror más grande puede ocupar un espacio minúsculo.

De eso hace exactamente un año. Esta noche el piso está limpio de nuevo. No hay vidrios rotos, las paredes fueron cubiertas con páneles luminosos. La cama es la misma de aquel día.

Algo está a punto de suceder, aquí, de nuevo.

No hay segundas ni terceras llamadas. Esto no es una representación ni una obra de teatro. Esto es Veracruz.

Comenzamos.

*


El escenario: una colonia en los bordes de Xalapa, lejos de los lagos y los bares. Apenas la Fiscalía General del Estado dejó de resguardar el número 6 de la calle Herón Pérez, este lugar se ofreció de nuevo en renta. Dos personas se presentaron a los pocos días: Karla Camarillo y Luis Mario Moncada; actriz y director artístico de la Compañía Titular de Teatro de la Universidad Veracruzana (UV). La transacción fue rápida.

Cuatro meses habían pasado. Todo estaba limpio excepto por las diminutas gotas de sangre seca entre los muebles y por la enorme mancha oscura que guardaba el colchón bajo las sábanas. El colchón que nadie pensó en cambiar.

Karla Camarillo, abundante cabellera negra, se encuentra sentada ahora en un bar del centro de la ciudad. Habla:

—Fue hace seis años. Nos tomó por sorpresa. En esa época mi novio trabajaba en un periódico. Él hacía video y, cuando estaba filmando algo le llamaban a su celular: “Bajas la cámara o te carga la chingada.” Poco a poco se acabaron las fiestas. Parecerá tonto pero Xalapa es una ciudad universitaria. Aquí había fiestas de miércoles a sábado. Los chavos que madrearon festejaban un cumpleaños. Y mira cómo terminó todo.

*


Karina Meneses, actriz: Lo primero que sentí fue este olor a encierro, a humedad. Luego estaba esa ventana grande que daba hacia la calle. El cuarto es un aparador. Afuera todos vieron lo que pasaba.

Alejandro Flores Valencia, autor: Antes de comenzar con el proyecto ofrecimos un seminario en la UV. Durante una sesión les revelamos que pretendíamos hacer un in situ en ese cuarto. Un actor se puso de pie: “¿Saben dónde nos están metiendo?”

Karla Camarillo, actriz: Luis Mario dio una charla en un foro universitario. Fui a verlo y, al terminar, me pidió acompañarlo. Me confesó: “Vamos a rentar ese cuarto.” Fue rápido porque a la dueña le urgía rentarlo. Ella nunca nos dijo “aquí pasó esto”. Dijo que era un lugar muy seguro.

Jorge Vargas, director: No sólo era una arquitectura cargada con la violencia: el cuarto está a una cuadra de las oficinas del PRI estatal. Al momento de invitar a los actores les aclaramos: “No podemos responsabilizarnos de la seguridad de todos.”

*



Las campanas suenan cada medio minuto, como un recordatorio.

—Aquí hay varios fantasmas. ¿Cuántos años tiene ya de muerto Quique?

—Más de veinte.

—Ernesto y Rafa tampoco están ya.

Hosmé Israel y Arturo Messeguer miran viejas fotografías y recortes de prensa. Ambos son actores veteranos de Veracruz. Estamos de nuevo aquí, en el número 6 de la calle Herón Pérez, donde sucedió lo que usted ya sabe. Mire las fotos: retratos de los miembros de la Compañía Titular de Teatro de la UV tomadas en 1981.

—Hosmé, ¿puedes decir con qué frecuencia se llevaban cabo los cantos religiosos en el teatro durante la temporada de Cúcara y Mácara?

—Desde el estreno, el 9 de diciembre de 1980. Era como si una peregrinación se hubiera metido a la sala. La obra era una farsa, una comedia desmadrosa. A mí me preocupaba ver todas las funciones llenas y comprobar que una parte del público, en las primeras filas, jamás se reía. Tampoco aplaudían al final sino que cantaban himnos guadalupanos. Después cambiaron por otros cantos que sólo se usan en las grandes solemnidades de la liturgia católica. Fue cuando supimos que algo estaba sucediendo.

Hosmé Israel sabe de lo que habla: estuvo a punto de ser sacerdote. Estudió con los dominicos en la Ciudad de México durante varios años, pero la muerte de su padre interrumpió su formación religiosa. Cuando regresó a Xalapa descubrió el teatro, escribió La virgen loca —una obra que aún tiene llenos totales— y hoy es uno de los actores más reconocidos de Veracruz. Cuando la Infantería Teatral, una de las tres compañías entonces auspiciadas por la Universidad, presentó Cúcara y Mácara, Hosmé fue el primero en alarmarse. Enrique Pineda, el director del montaje, le preguntó por qué el público cantaba esas cosas al final de cada función: “Esos coros los cantaban los cristeros”, le respondió.

Escrita por Óscar Liera, la obra narra la aparición de la virgen en un rebozo. Los personajes son un cardenal borracho, un obispo misógino, un monje enano, dos niñas desnutridas. A pesar de ser una comedia, Pineda intentó cuidarse de no utilizar demasiados símbolos católicos para no ofender la fe del público xalapeño. Fue inútil.

*



Luis Mario Moncada, director: Algunas autoridades de la UV no tardaron en decirme: “¿Por qué no lo hacen en un teatro? Digan lo que quieran, pero díganlo en un teatro.” Pensaban que era delicado.

Karla Camarillo, actriz: La primera vez que estuve sola adentro de ese lugar no pude evitar preguntarme para qué. ¿Es posible hacer teatro después de eventos como éste?

Alejandro Flores, autor: No hacía falta hacer amarillismo. Contactamos con estudiantes que estuvieron allí cuando sucedió todo. Nos han servido como informantes. Todo el tiempo han sabido lo que hacemos en ese cuarto.

Gustavo Schaar, actor: Afuera, recargado en el muro, encontramos un costal lleno de vidrios, cosas rotas, papeles ensangrentados: eran los restos de aquella noche, vestigios de un crimen.

Jorge Vargas, director: Las cosas se nos van atravesando, no por casualidad sino porque buscamos sin buscar. Después de rentar el cuarto, una historiadora me dijo: “Están en la calle de Herón Pérez. ¿Saben quién es Herón Pérez?” Cuando lo supimos, el proyecto cambió de nuevo por completo.

*


Antes de continuar habrá que ponerse un chaleco naranja para no perderse. Estamos en las ruinas de una fábrica: la famosa fábrica textil del barrio de San Bruno. Y, aunque es famosa, su historia no suele figurar en los libros escolares. ¿Ha escuchado hablar del Sindicato Comunista de San Bruno? ¿Y de la masacre del 28 de agosto de 1924?

Yo crecí aquí, en este barrio enclavado entre las colonias Obrero-Campesina y la Ferrer Guardia. Mi nombre es Enrique Vázquez, pero me dicen El Negro. Soy actor desde hace dieciocho años.

Allá atrás encontrará imágenes antiguas de los trabajadores de la fábrica. Puede pasear a su antojo pero con cuidado, no vaya a tropezarse.

El señor calvo de barba y anteojos redondos es Jorge Castillo. Es otro de nuestros actores. Tiene la mirada extraviada porque está recordando cuando él mismo, en su juventud, trabajó en una fábrica de hilados y tejidos. Mire cómo sus manos se aferran a ese engrane gigante.

—Un día, una máquina me agarró una mano. Sentí un dolor intenso. Algunos compañeros me ayudaron a sacarla: cuando lo logré tenía la piel llena de puntitos rojos.

Los accidentes eran comunes en las fábricas de hilados. Y si de algo estaba lleno Xalapa era de ferrocarrileros, campesinos y obreros textiles. Por eso era vital que los trabajadores se organizaran: además de exigir un sueldo justo, luchaban por garantizar que su familia no quedara desprotegida en caso de accidentes.

La mañana del 28 de agosto de 1924 un grupo de hombres armados se apersonó aquí, en la fábrica de San Bruno; levantaron a diez obreros, se encaminaron hacia la Luz del Barrio y, antes de Rancho Viejo, se detuvieron en un predio conocido como Naranjillos. Allí los acribillaron a todos. El comando era dirigido por un tal Cruz Arenas, un matón al servicio de Adalberto Tejeda, el entonces gobernador de Veracruz. No es raro: el sindicato de San Bruno era considerado una amenaza por su línea comunista.

Con el tiempo, los vecinos ganaron el derecho de bautizar las calles con los nombres de los asesinados. El cuarto donde sucedieron los hechos del 5 de junio de 2015 está casi en la esquina de Mártires del 28 de Agosto y Herón Pérez. ¿Quién era Herón? Era un vecino que iba pasando. También a él se lo llevaron junto con un panadero.

*


Para llegar desde Xalapa al Teatro Milán en la Ciudad de México se deben recorrer trescientos veinte kilómetros. Pese a la distancia, cuando la Infantería Teatral presentó la obra Cúcara y Mácara en ese foro, la compañía no logró escapar de los cantos ominosos que los habían perseguido durante toda la temporada en Xalapa: ahí estaban, puntuales, al final de cada función. Por si fuera poco, Manuel Montoro, entonces director del Milán, comenzó a recibir llamadas: amenazaban con ametrallar el teatro.

La temporada terminó sin incidentes. Casi enseguida, Enrique Pineda consiguió nuevas funciones en el teatro Juan Ruiz de Alarcón de Ciudad Universitaria. Fue entonces cuando la farsa se convirtió en tragedia.

Arturo Messeguer, aquel hombre de cabello gris que ahora toca la guitarra en la esquina del cuarto, actuó en aquella función. Es necesario preguntarle cuánto tiempo duró el ataque. ¿Media hora? ¿Diez minutos?

—¿Diez minutos? ¡No’mbre! No duró nada. Un minuto. No sabes la cantidad de daño que puedes hacer en tan poco tiempo. Fueron cuarenta tipos los que subieron al escenario con varillas de metal. El público pensaba que era parte de la representación. El enanito, Rafael Cobos, fue uno de los más madreados. Le brotó un chisguete de sangre de la cabeza, como en las películas.

La sangre es una sustancia difícil de limpiar. La túnica púrpura que cuelga en un extremo del cuarto es parte del vestuario original del Cardenal Arzobispo; la sangre de Hosmé Israel, el actor que lo interpretaba, aún tiñe de escarlata el traje blanco. Según el libro conmemorativo por los sesenta años de la Compañía Titular de Teatro de la UV, cuando en 2006 la compañía se presentó con la obra El rinoceronte en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, “los tramoyistas mostraron a los actores las manchas de sangre que todavía existen en el foro”.

—El Cardenal Arzobispo es el personaje que más he querido. Yo era muy joven y me costó un huevo y la mitad del otro interpretar a un anciano gargajiento, rengo, misógino. Me tuve que atar un elástico del tobillo a la cintura para poder cojear siempre al mismo nivel. Armar ese desmadre con un obispo que casi termina de amante del secretario de Gobierno me parecía divertidísimo. Es triste porque el personaje que más quiero es el que menos he interpretado: después de lo ocurrido, el espectáculo quedó prohibido por órdenes de Presidencia.

*


Hablar de Cúcara y Mácara en el cuarto donde sucedió la golpiza del 5 de junio implicaba vincular el pasado con el presente. Pero además, recorrer las calles del barrio de San Bruno metió a la compañía dentro de una comunidad.

En un inicio, Luis Mario Moncada sólo quería hablar del suceso de Cúcara y Mácara. Para ello llamó a Jorge Vargas. Pero Vargas —uno de los pocos directores que ejercitan con solidez el teatro-documental en México— suele pugnar por que el carácter azaroso del entorno se entrometa en los procesos creativos. Y no todos estaban contentos.

Karla Camarillo no se sentía a gusto. Si antes había pensado que pasar de Cúcara y Mácara a los eventos del 5 de junio era caprichoso, cuando el director les dijo que tenían que recorrer San Bruno para buscar historias de los extrabajadores textiles comenzó a desesperarse.

Además, cada que Karla intentaba recorrer estas calles aparecía alguien que intentaba agredirla sexualmente. Comenzó a preguntarse dónde estaban las mujeres en esa historia de lucha sindical y así llegó a uno de los hallazgos más significativos de El puro lugar, como se tituló el proyecto escénico.

—Conocí a las esposas de algunos extrabajadores. Me enteré de que había existido un sindicato femenil llamado Rosa Luxemburgo. Se han escrito estudios, tesis, libros sobre San Bruno, pero de las mujeres sólo encontré unos cuantos párrafos, aunque muy significativos. El lema que ellas usaban en las marchas, por ejemplo: “Si hay matanza, seremos las primeras.” Era cierto: ellas eran las que acordonaban las marchas, siempre iban al frente. Su participación fue trascendental pero se ha borrado de la historia. Sus preocupaciones de entonces eran las mismas de ahora: una de ellas tiene cuarenta años sin salir a la calle porque tiene miedo, por ejemplo. Cuarenta años con miedo. ¿Existe diferencia entre el miedo de una mujer a ser agredida sexualmente y el miedo de un estudiante a ser levantado?

*


Cuarenta hombres armados con varillas suben a un escenario en el que se representa una obra que ridiculiza los dogmas de la iglesia. Diez hombres armados con machetes y palos entran a un dormitorio estudiantil donde se festeja un cumpleaños. Un comando acribilla a diez trabajadores comunistas, a un panadero y a un vecino. 1981. 2015. 1924.

Alrededor del cuarto —número 6 de la calle Herón Pérez—, los páneles de acrílico fosforecen. Al centro, una vitrina resguarda varios objetos: un par de cucharas de plástico, popotes, vidrios rotos, un kleenex que esconde algo siniestro; objetos que evocan la brutalidad de un suceso sin mencionarlo.

¿Es ético representar la violencia así? Crear un montaje acerca de las ejecuciones, las madrizas, los millones de muertos, ¿hace alguna diferencia?

—¿Dónde están los límites? —pregunta Luis Mario Moncada—.Yo sé que estar aquí es una provocación. Pero de qué manera hacemos que esa provocación sea algo más que lanzar un petardo. Se trata de buscar alternativas contra la institucionalización del miedo. Es a lo que queremos llegar.

*


Hay coincidencias que son recordatorios. Hoy es 4 de junio de 2016, son las ocho de la noche: mañana es día de elecciones. En unas horas se cumplirá, también, un año de la golpiza que diez hombres propinaron a ocho estudiantes aquí adentro. Algo está a punto de repetirse. Dieciocho personas ocupan otra vez el mismo espacio. Diez de ellos son espectadores. No hay sangre en esta ocasión, pero los cuerpos de ocho actores se agitan, laten con fuerza al ritmo de una coreografía que en poco debe parecerse a la bárbara estampida de hace un año.

Cuerpos que se revuelven frente a cuerpos que se protegen: los espectadores, aunque no están amenazados, se repliegan en una esquina: es el miedo en sus cuerpos.

—Lo que voy contarles es personal —dice Gustavo Schaar, un rubio con pinta de vikingo, uno de los actores más jóvenes de la compañía. Algo me ha dado vueltas casi desde que ocupamos este lugar. Algo que, en rigor, está fuera de contexto. Pero qué cosas están hoy en contexto en Xalapa.


Instrucciones para atar correctamente una bota militar:

Se toma el extremo de la agujeta y se pasa por el último orificio, pegado a la lengüeta. Se estira. Se toma el otro extremo de la agujeta, se atraviesa el agujero de enfrente, se estira hasta que quede simétrico. Se toma este último y se cruza sobre el empeine, se estira. Y así sucesivamente hasta llegar al último de los agujeros. Se hace un nudo. Parece obvio; no lo es cuando se tiene solamente una mano.

Gustavo hace una pausa. Quienes estuvieron aquí hace un año, explica, coinciden en que lo primero que vieron fue una bota que atravesó la puerta. Una bota negra, militar, perfectamente bien anudada. Ahora la puerta es nueva, no hay vidrios rotos, pero usted espectador mira sus propios zapatos y no entiende la diferencia, aquello que esencialmente lo distancia, a usted y a los otros nueve espectadores que hoy invaden este espacio, de los encapuchados que hicieron lo mismo hace un año.

—Si el aire se agita con el movimiento de los cuerpos, se calienta —dice Karla Camarillo—. Si el aire se calienta es más ligero: sus átomos se disparan en todas direcciones, como proyectiles. ¿Qué temperatura alcanza un espacio con tanta movilidad?

La actriz envuelve un envase de caguama con un pañuelo, pregunta: ¿Qué siente un cuerpo antes de sentir un madrazo? Toma un martillo. Golpea una, dos, tres veces. Usted, aunque sabe que se trata sólo de un envase vacío de cerveza Sol, siente un escalofrío: es su cuerpo que aún vive.

—Cuando un hueso se rompe, no sólo se astilla la carne; cuando un hueso se rompe así, con esa vileza, hierve: huye.

Los vidrios que hace un instante estaban envueltos con el pañuelo han salido disparados y reposan ahora en el suelo, inmóviles.

Mire ahora usted por esa enorme ventana que da hacia la calle. Mañana, 5 de junio de 2016, es día de elecciones. Un vecino espía desde el otro lado de la calle.


Una versión más extensa de esta crónica fue publicada originalmente en la revista Emeequis (Ciudad de México, 2016), <www.mx.com.mx>.


Carlos Acuña. Estudió Comunicación y Periodismo en la UNAM. Fue incluido en el libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Ediciones Proceso, 2015). Ha colaborado en diversos medios y revistas como Emeequis, Chilango, Expansión y Horizontal. En 2014 recibió el Premio a la Excelencia Periodística por la Sociedad Interamericana de Prensa.