Catorce cronistas (1983-1991) / No. 202

El hombre que llegó al final

Saltillo, Coahuila, 1986










Un editor me dijo alguna vez que, si quería hacer crónica, dejara las modas egocéntricas y escribiera sin meter un “yo” en el texto. Espero que el editor perdone que me salte la cuarta pared. Y es que, verán, mi papá acaba de morir. Además, no escribo crónicas, sino obituarios.

Mi papá vio la televisión por primera vez hasta los catorce años. También leyó a Platón. Venía de un rancho, San José de Ipoa, que por mucho tiempo conservó, como obra de museo, la huella del primer coche que pasó por allí. Vivió en San Luis, Monterrey y Saltillo. Jamás salió del país. Sabía de memoria la Constitución. Era gangoso desde la infancia, hasta que mi madre lo enseñó a hablar. Estudió para ser maestro, pero nunca ejerció porque se vio envuelto en una conspiración que incluyó falsas cartillas militares, una red de corrupción que operaba desde el periódico Excélsior, y mucha estupidez juvenil de su parte. No sé si sea cierto o una historia de espías que tejió para mí. Un año antes de morir terminó la carrera de Leyes. Creyó firmemente en el psicoanálisis y en Marx. Empezó a usar zapatos sólo hasta que entró a la secundaria de Matehuala. Sabía solfear y tocar el violín, pero prefería la guitarra y cantar rancheras. Mi papá, Aureliano López Herrera, nació el 16 de junio de 1959 y murió el 2 de septiembre de 2014.

Esto es la historia de mi padre. No es Benito Juárez en bronce. Mi papá se contradijo en todo, siempre.

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La última vez que vi a mi padre estaba en coma. Aun así le confesé, con ánimo de que su conciencia oyera, que nunca me gustó cómo se veía con el cabello largo. Creo que se lo dejaba largo para acordarse de quién era. Mi papá fue un hombre más bien bajo, con nariz larga y cabello desordenadísimo casi hasta los hombros. No solía usar gel o peinarse bien en coleta. Ni siquiera cuando entró a los juzgados se hizo un corte.

De joven no tuvo el cabello tan largo, pero imagino que en ese entonces no lo necesitaba. Era él, estudiaba en la Normal del Desierto, en Cedral, escuela para hijos de campesinos ixtleros. La fundó una maestra de ventiséis años que roló por la URSS con la intención de conocer su modelo educativo y después trajo la utopía de Antón Makárenko al terregal en San Luis Potosí. Mi padre trabajó en el campo y se educó allí. Se puso pedo con su profe de filosofía mientras leían a Kant y viajó en grupo para conocer a María Sabina. Estuvo en comités y clases. Conoció a mi mamá. El día de su graduación se puso borracho y lideró una protesta que incluyó la “retención” de taxis. No supo en qué acabó el asunto porque despertó al día siguiente bajo un árbol y con un black out brutal.

Cuando lo conocí, es decir, cuando nací, mi padre ya era abstemio, pequeño comerciante, y leía libros de Derecho. Usaba pantalones y camisas formales pero desastradas. Me crió, bañó, vistió, leyó, abrazó y dio de comer durante toda la infancia porque mi madre trabajaba a diario.

El día de su velorio llegaron los amigos de la Normal. Entraron en procesión y ocuparon entera la capilla. Entre virgencitas y coros cristianos cantaron un himno que, dentro de sus múltiples chuladas, tenía estas líneas:

Eres grande, Normal del Desierto,
tú que impartes limpia educación.
En el campo se están preparando
los maestros de la Revolución.



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Mis padres vivieron juntos treinta y cuatro años, más o menos. Los recuerdo siempre de la mano y yendo al cine los miércoles. Durante un mes, Aureliano compró piñas Chiquita para regalarle las etiquetas a mi madre. Se enamoraron un día que ella traía una flor en la boca y él se la quiso quitar. Mi mamá se puso la flor en la boca para poder detenerse con los dos brazos. Iban en el autobús de la Normal. Él jamás le pidió que fuera su novia, así como nunca le pidió que fuera su esposa, pero le cantó diez canciones.

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En vez de ser maestro, Aureliano fue dependiente de librería, cocinero, mariachi, corrector de textos, albañil, abogado, tutor de matemáticas, kungfuteka, jefe scout y sex symbol para las señoras del kínder y la primaria que nos creían huérfanas de madre.

Al trabajo de quesero es al que dedicó más tiempo. Vendía pan, lácteos y carnes frías en las colonias del Topo Chico. Allí tuvo su bodega y una ruta de clientes. El Topo, zona de Monterrey que se constituyó sobre todo con colonias de “posesionarios”, es un sitio con problemas de violencia. Aureliano anduvo por esas calles, con camisa blanca impecable, pantalón de vestir y el silbido para avisar su presencia. Entre la gente había la orden de “jamás asaltarlo”. Hizo el recorrido durante todos los fines de semana durante veintisiete años.

Quizá por su aura de abstemio lo seguían los borrachos. Aureliano se hacía amigo de ebrios, migrantes y estudiantes pobres. Tal vez porque él fue las tres cosas y recibió ayuda de extraños o porque sacaba de allí buenas historias para contar.

A su funeral llegaron dos camiones llenos con habitantes del Topo. En ellos iban las señoras que esperaban para que les cantara una canción o les ayudara a mover un mueble y luego compraban diez bolitas de chorizo. También fue Lucio, el teporocho local que lo ayudaba a descargar la mercancía.

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Cuando cumplió cuarenta y nueve le escribí un poema. Dejé el papelito en los zapatos que iba a ponerse. No supe si le gustó o no. Tenía una línea, “mi papá es un don nadie, de esos que cambian al mundo”. Mis hermanas y yo discutimos durante horas sobre si la frase podría sonar hiriente. Tomé la decisión de regalarle el poema, con todo y frase, sin escuchar las justas críticas literarias.

No sé si mi papá fue un don nadie, o un perdedor o un filósofo, o sólo un hombre dulce y triste. Sé que fue un necio. Sé que fue fuerte. En alguna ocasión quiso correr un maratón; el más próximo sería en tres meses y quizá él no estuviera preparado. Consiguió que El Capi, un cuidador del parque, lo entrenara. Dos días antes de la carrera su entrenador le dijo que no corriera porque la verdad no estaba preparado.

Necio, como los héroes románticos de Víctor Hugo que tanto le gustaban, decidió que sí iba a hacer el maratón. Así que corrió, como muchos otros. Pero a diferencia de ellos, mi papá se fue quedando atrás. Y más atrás. Y más atrás. Y más atrás.

Resultó ser el último de la carrera; las ambulancias de primeros auxilios iban atrás de él, los paramédicos le decían que mejor se rindiera, más porque ya querían acabar su trabajo que por preocupación. Corría muy despacio, resoplaba.

Lo vimos llegar al final. Acabó en cinco horas, dos más que el penúltimo competidor. Todos le aplaudieron mientras nosotras corríamos a abrazarlo: estaba cubierto de la sal que su propio cuerpo sudó. Sonrió, soltó un gargajo y luego nos preguntó que dónde estaba el carro.

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En mi casa estábamos haciendo un segundo piso. El verano lo habíamos pasado ayudando a Aureliano en su tarea de “echar la placa”, o sea, construir el techo. Los vecinos se rieron de las tres niñas y el tipo que querían, ¡sacrilegio!, poner un techo por sí mismos. Apostaron que se caería. No se cayó, pero algunos detalles necesitaron la ayuda de verdaderos albañiles. Un domingo, cuando el calor se puso loco en Saltillo, los albañiles le dijeron a Aureliano que tenían sed. Él contestó que podían bañarse en la regadera que acababan de instalar ellos mismos. Después de las carcajadas, mi papá me explicó que los señores querían cerveza, pero no estaba seguro de comprárselas porque los domingos en Saltillo son de “ley seca”. Me opuse con toda mi mojigatería infantil. Al final sí compró las cervezas. Ésa es, creo, la primera quiebra moral que vi en mi padre.

Mi papá murió, y antes de eso llevábamos un año sin hablarnos. No sé si me reconoció cuando fui a despedirme. Estuve un año indignada con él pues descubrí que se había enamorado de alguien. Trató de esconderlo, pero nos enteramos porque traía los bolsillos del pantalón rellenos de poemas. Se portó como imbécil e hizo retemblar a la familia. Así que, con toda mi mojigatería adulta, prendí fuego a los poemas e hice que “recapacitara”. Ésa es, creo, la segunda quiebra moral que vi en mi padre.

No vi lo que debí ver: que la vida es una, el tiempo es corto y la moral es una vara muy seca como para medir a las personas con ella.





Este texto se publicó en el periódico El barrio antiguo (Monterrey, 2014).

Caracol López. Estudió la licenciatura en Letras Mexicanas en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha publicado en el periódico Vanguardia, en el semanario de crónicas El Barrio Antiguo y en VICE.