No. 138/CUENTO

 
El vuelo de Bonifacio

Carlos Alvahuante Contreras
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM
 


I.


Bonifacio estaba seguro de que podía volar aun­que tuviera los pies planos. Estaba seguro de que podía volar aunque en los partidos de bas­quetbol de su escuela no lograra saltar lo suficien­te como para ver siquiera la canasta por encima de las cabezas de los gigantes del otro equipo. Bonifacio es­ta­ba conven­cido de que podía volar a pesar de todo. Y no fue una ocurrencia espontánea, como la de alguien de siete años que, sentado en su pupitre, con la palma de la mano en el ca­chete y el aburrimiento en los oídos, piense de pronto que le gustaría volar y, ¿por qué no?, hasta sería capaz de hacerlo con tal de escaparse del salón de clases. Nada de eso. Bonifacio, de siete años y sentado en un pupitre, con la palma de la mano en el cachete y el aburrimiento en los oídos, aquel jueves en que comenzó todo pensaba en algo muy distinto: pen­saba en su padre. Punto de partida 138La maestra quería hablar con él. Ya eran demasiados los reportes de conducta y estaba cla­ro que la autoridad de la mamá de Bonifacio había si­do superada, por lo que la maestra quiso tomar una me­di­da drástica: llevar el caso ante el tribunal plenipoten­ciario del señor Rubén To­rres. La maestra, por lo visto, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Bo­ni­facio se ima­ginó que su padre sería capaz de castigarla también a ella, y en una de ésas hasta a la di­rectora de la escuela. Su padre era... imprede­ci­ble. Tenía cua­ren­ta años y sólo diez expresiones con las que fomentaba la comunicación familiar, las cuales iban desde el Guar­da silencio hasta el Pásame la sal, ¿quieres? Bonifacio no recor­da­ba haberlo escuchado reír nunca, ni cuando le contó el chiste del elefan­te y la hormiga, que por cierto era como para tirarse al piso a revolcarse entre las carcajadas que uno iba soltando. Su padre, en lugar de reírse, se quedó muy serio, acabó de remover el ca­fé y escurrió la cucharita en el borde de la taza. Pero eso es estúpido, ¿cómo iba una hormiga a ahorcar a un elefante? ¿Esas tonterías son las que te enseñan en la escuela?

 

 

punto de partida 138

 

Sonó la chicharra. Los compañeros de Bonifacio co­rrieron a la puerta como si el sa­lón se estuviera de­rrumbando, como si toda la escuela se estuviera de­rrum­ban­do, aunque supieran que de ser así ya para el día siguiente los maestros la habrían re­construido.

Bonifacio no tenía prisa. Metió el cuaderno y el lá­piz en la mochila con la espe­ranza de que pegaran un brinco para tener que perseguirlos y volverlos a meter en la mochila, pero ahora con mayor cuidado, porque si se escapaban nuevamente habría que fabricar con muy pocos recursos una trampa especial para cuadernos y otra para lápices de dos y medio, eso sí, tomando en cuenta que...

Bonifacio, no se te olvide decirle a tu papá que quie­ro hablar con él.

No maestra.

Y quiero ese reporte firmado para mañana, sin ex­cusas.

Sí maestra.

Bueno, vete ya, ¿qué esperas?, te va a dejar el trans­porte.

Ni el cuaderno ni el lápiz intentaron escaparse. Bo­nifacio cerró la mochila y, cabizbajo, salió del salón.

punto de partida 138 Era un día nublado, por eso no es de extrañar que conforme Bonifacio se fuera acer­cando a su casa el cielo comenzara a oscurecerse cada vez más. Recargó la frente en la ventana del autobús. Justo en ese mo­mento cayeron las primeras gotas. Se res­balaron por el cristal, frente a la cara de Bonifacio, quien las contemplaba descender imaginando que si él fuera una gota escogería un mejor lugar para caer­se. Po­­si­ble­mente otra ciudad. Otro continente incluso, donde las gotas cayeran de abajo hacia arriba y donde las perso­nas, por lo mismo, tuvieran que usar sus paraguas co­mo canoas. Ninguna mujer usaría faldas, por obvias ra­zo­nes, así como tampoco los hombres usarían...

El autobús escolar se detuvo. La tormenta había al­canzado el estruendo: los racimos de gotas rebotaban en los zapatos de Bonifacio, quien, a pesar de haberse cu­bierto la cabeza con la mochila, prefirió no correr a la puerta de su casa. Si de todos modos su padre lo iba a emparedar en la recámara, justo detrás del póster del F-18 Hornet que estaba despegando de un portaviones, ¿qué necesidad había de apre­su­rarse? Con un estornudo de suerte y le daba pulmonía, lo cual pos­tergaría indefinidamente cualquier castigo. El autobús arrancó a ciegas y pasó muy cerca de un coche que se encontraba estacionado en la banqueta.

 

 

punto de partida 138


 Bonifacio, enredado en una maraña de lluvia, llegó hasta la puerta de su casa, miró el coche estacionado en la banqueta y cerró los ojos. Que el coche es­tuvie­ra allí sólo podía significar una cosa: que el padre de Bo­nifacio, contra to­das las probabilidades, había salido temprano del trabajo. Los jue­ves su mamá se iba a comer con sus amigas, por lo que el ring se iba a que­dar sin árbitro. No ha­bría nadie para tirar la toalla cuando las cosas se salieran de control. Bonifacio obli­gó a su cerebro a que le diera una gran idea, de ésas que sacan de apuros a los personajes de las carica­turas. En eeesta esquinaa, con apenas cuaren­ta y tres kilos de huesooos, el retador Bonifacio "el Enclen­queee" Torres. No hay aplausos. Una que otra re­chifla y bas­ta. En eeesta ooootra, con noventa kilos, el actual poseedor del cinturón de oro: el único, el mejor, el in­discu­ti­ble, el padre de Bonifacio: Rubén "el Castigadoooor" Torres. Aho­­ra sí, los aplausos y la ola. Chiquitibún etcétera. Boni­fa­cio obligó a su cerebro a que le diera una gran idea, pero al pa­re­cer su cerebro se había encogido por los nervios, co­mo la sombra del ratón ante la lumino­sidad de los ojos del gato.

Inevitable. Ineludible. Ineluctable. Indefectible. In­cuba­do­ra. Indeciso, Bonifacio abrió los ojos y metió la llave en la ce­rradura.

Un relámpago estalló en el cielo de la tarde y re­ver­beró en el pecho de Bonifacio, a quien los relámpagos, la oscuridad y las puertas que rechinan lo ponían sumamente nervioso.

Y sí, por desgracia la puerta de la entrada rechinó como un ataúd. Bonifacio no tenía la certeza de que los ataúdes rechinaran al ser abiertos por sus habitan­tes, pe­ro el miedo lo obligaba a hacer ese tipo de asociaciones. Incluso unos cuantos murciélagos salieron volando de su cerebro en cuanto abrió la puerta.

¿Papá?

La tormenta no dejaba pasar mucha luz hacia el in­terior de la casa, por lo que Bonifacio apeló a la luz eléc­trica.

¿Papá?

No había ningún ruido adentro. Bonifacio supuso que su padre estaría trabajando en el estudio, de mo­do que se encaminó en esa dirección. Sus pisadas en­char­cadas fueron haciendo lop lop lop por las escaleras y luego por el pasillo.

 Una luz tenue salía del estudio. La puerta se en­contraba emparejada y Bonifacio en un dilema: si in­terrumpía a su padre el regaño sería doble, pero si se esperaba hasta la noche para decirle que la maestra quería hablar con él, el regaño sería triple por no ha­bérselo dicho antes. Bonifacio hizo lop lop lop en círculos frente a la puerta. ¿Y si se asomaba al estudio? Si veía a su padre muy ocupado, lo dejaría en paz por una hora o algo así, ya después insistiría de nuevo. Si no estaba muy ocupado, pues, pues ni modo y a rezar como su madre le había dicho que hiciera an­te una si­tuación difícil. Padre nuestro. No. No le gustó cómo empezaba aquel asunto de los rezos.


Bonifacio asomó la cabeza con cuidado: primero un ojo y después el otro, muy pro­fesional, como to­do un espía, atento a cualquier indicio de peligro. No se veía a na­die en el escritorio, por lo que la cabeza y la mirada de Bonifacio siguieron con el avan­ce: el li­bre­ro, el círculo de luz de la lámpara, la lámpara, unos cal­cetines, ¿unos calcetines?, el perchero con un sa­co gris, los diplomas en la pared, la colección de Qui­jo­tes he­chos con distintos materiales, unos zapatos, ¿unos za­pa­tos?, la me­sa de aje­drez, la ventana abierta, do­cumentos desperdigados y a Bonifacio de repente se le amontonó el aliento en los pulmones: vio a su pa­dre. Estaba flotando en un rincón del estudio. Era impo­sible. Bonifacio sacó la cabeza a toda velocidad. Su co­razón tam­borileaba un ritmo africano, de los más mo­­­vidos, de ésos donde la gen­te se contorsiona al­re­de­dor de una fogata y grita con desesperación que no entiende la letra. Loploplop hacia atrás, contra la pa­red. Era imposible. ¿Su padre sabía vo­lar? Pero si ni siquiera sabía reír. Sería absurdo, ridículo, una tontería. ¿Por qué có­mo cuándo dónde? Nunca había tenido tantas ganas de hablar con su padre co­mo en ese momento. Sin embargo, sería imposible hablar con él: si se en­teraba de que Bo­nifacio había estado es­piándolo, el regaño sería cuádruple, quíntu­ple, míluple. ¿De verdad había visto lo que había visto? Su ma­má definitivamente no le iba a creer nada. No sería la pri­mera vez que lo acusara de fantasioso. Bo­ni­facio tenía que estar bien se­guro. Lop. Lop. Lop. Ha­cia adelante. Una última mirada y ya. Ra­pi­dito.

Asomó por segunda ocasión la cabeza. Su padre se­guía flo­tando en un rincón del estudio. Gracias a que és­te se encontraba de espaldas, Bonifacio decidió que­dar­se unos segundos más para fijarse en algunos deta­lles: los pies descalzos como a un metro de la al­fombra; las ma­nos y el cuerpo relajados, evidencia de una profunda con­centración de la mente; los cla­ros­cu­ros en la camisa blanca; el ligero pendular del cuerpo, luchando contra las leyes de la gravedad, y, sobre todo, la cuerda. Boni­fa­cio notó que su padre, como una medida de seguridad para no andar rebotando contra las paredes o para no salirse volando por la ventana abierta, se había ama­rra­do a una de la vigas del te­cho. Estaba bien sujeto por el cuello pa­ra evitar cual­quier accidente. Era una imagen asombrosa. Bo­nifacio aún llevaba la boca abierta cuando cerró la puerta de su cuarto. Tomó asiento en la ori­lla de la cama y contempló em­bobado el póster del F-18. El avión parecía un aparato burdo, digno de caver­ní­co­­las. En el futu­ro, señores, los aviones pasa­rían de mo­da: el hombre podía volar. Al menos, su padre sí que po­día.

Bonifacio desplegó una sonrisa lar­ga: su padre po­día volar.

 


 


II.


¿En serio te dijo eso? La señora Da­niela Torres asintió y se quitó una lágrima de encima. Eso mismo me dijo, dijo, por si le quedaba alguna duda al respecto a su coma­dre. Qué bárbaro, qué ma­du­ro. La co­madre to­mó otra galleta y la su­­mergió en el café. ¿Y entonces no llo­ró nada cuan­do le dijiste que su papá se ha­bía ido al cielo? Na­da nada, na­dita ¿tú crees?, nada más se quedó muy serio y fue cuando me dijo que lo iba a extrañar. Qué bárbaro, en se­rio amiga, ya qui­sie­ra yo que mi Lui­si­­to fue­ra tan ma­duro. Pues sí, co­madre, yo creo fue la educación que le dimos, ya ves que Ru­bén y yo siem­pre hemos sido muy estrictos, pe­ro sin pa­sar­nos de la raya, claro. Claro. La señora Da­niela Torres se quitó otra lágrima de encima. Ay mi Rubén, mi po­bre Ru­bén. Sí, pobre. La comadre sumer­gió otra galle­ta. ¿Y qué vas a hacer ahora, amiga? La señora Daniela To­rres se quitó un suspiro de adentro. Ay, no sé, comadre. ¿No te­nían ahorritos o un seguro o algo? No, ¿tú crees?, y ya se me viene encima la co­le­giatura. Chin, qué mala onda, yo te ayudaría pero ya sabes que ahorita con lo de las mensualidades del ca­rro an­do bien presionada. Sí, ya sé, no te preocupes. La co­­ma­dre tomó la última galleta del plato y la su­mer­gió en el café ladeando la taza. Oye amiga, ¿y por qué no trabajas? Sí, ya lo ha­bía pensado, lo que me da co­sa es dejar tanto tiempo solo a Bonifacio. De eso no te preocupes, ya está gran­decito y además es muy ma­du­ro, ¿qué no? La señora Daniela Torres se quitó otro sus­piro de adentro y lo dejó, como un hueso de acei­tuna, sobre la mesa. Ay, mi pobre Bonifacio. La co­ma­dre su­mergió la mirada en la taza: sus ojos no pudieron hu­medecerse, entre otras muchas razones, porque ya no quedaba café.

 

 III.


Bonifacio miraba por la ventana de su cuarto el cie­lo nocturno. Había tres estre­llas alineadas en el fondo de la noche, como bo­tones que al desa­bro­char­se de­­ja­rían ver la desnudez del nue­vo día. Bonifacio re­car­gó los codos en el al­féizar de la ventana y apoyó los ca­chetes en las palmas de las ma­nos: a pesar de la in­vita­ción que le hacía el fir­ma­men­to a dar­le vuelo a la ensoña­ción, Bo­ni­facio pensaba en algo más terrenal: pensaba en cuer­das. O, mejor dicho, pen­­saba en los nudos en las cuerdas, en la facilidad con que podían des­hacerse. Ha­bía pasado toda la tarde anu­dan­do una agujeta que había sacado de uno de sus te­nis. Los nu­dos se fueron encimando sobre la agujeta, uno tras otro, hasta que la agujeta misma se convirtió en un gran nu­do gordiano. Bonifacio no alcanzaba a comprender có­mo alguien con la edad y la experiencia de su pa­dre no hubiera sido capaz de hacer un buen nudo que lo previ­nie­ra contra los riesgos de nau­fragar en cielo abierto. A menos que... Boni­fa­cio se ale­jó de la ventana y se quedó muy serio con­templando la pelota de nudos que se encontraba tirada en el pi­so. A menos que su padre no hubiera hecho el nudo tan fuer­te co­mo debiera. Adrede. ¿Y si su padre se ha­bía escapado? ¿Pe­ro de quién? ¿Y por qué así? ¿No hu­biera sido mejor salirse por la puerta en lugar de hacer una salida tan aparatosa como salirse volando por la ventana del estudio? ¿Se quiso escapar de su es­po­sa? ¿Se quiso escapar de él, de su único hijo, de Bonifacio? ¿Pero por qué, qué le habían he­cho como para que quisiera fugarse lo más lejos posible?

 

 

¿Boni? El taconeo subió por las escaleras. ¿Boni, es­tás allá arriba? La señora Daniela Torres entró a los pocos segundos en la recámara. ¿Qué pasó, por qué no te comiste los sándwiches que te dejé en la mesa? Le dio un beso en la frente y luego se lo quitó con el pulgar, como si te­mie­ra que algunos besos se volvie­ran permanentes.

Se me olvidó.

¿Cómo que se te olvidó? A uno no se le olvida co­mer. Supongo que también se te olvidó hacer la tarea, ¿no?

¿Cuál tarea? Si hoy no me dejaron, ma­má.

¿Me lo juras? Mira que ya no quiero más reportes de conducta, eh.

Bonifacio asintió. La señora Da­niela To­rres se qui­tó los aretes y se ma­­sa­jeó los lóbulos de las orejas.

Bájate a cenar, ahorita te caliento los sándwiches, que ya han de es­tar todos tie­sos...

¿Mamá?

Bonifacio había recogido la pe­­lota de nudos del pi­so.

¿Qué pasó, mi vida?

¿Me parezco a mi papá?

La señora Daniela Torres movió las cejas con una gracia extraordinaria: primero hacia arriba, enarbo­lan­do una expresión de sorpresa, y luego hacia abajo, en el án­gulo exacto de un ceño que se formaría al es­cuchar una pregunta de una esfinge de siete años.

¿Quieres saber la verdad?

Bonifacio asintió.

Eres igualito.

¿En qué?

En todo, en la forma de mirar, en la manera en que caminas, en tus remolinos en el cabello, pero, sobre to­do, en lo preguntón...

La señora Daniela Torres le pellizcó la nariz, sonriente, y salió de la recámara.

 

 

Bonifacio se quedó contemplando la pelota de nu­dos. Se le figuró que así estaba su cabeza: llena de du­das y preguntas con forma de nudos. ¿El parecerse tanto a su padre implicaría...? ¿Sería posible que...? ¿Por qué no? A lo mejor su padre se iba a esperar a que Bonifacio cumpliera die­ciocho años para ponerlo al tanto del secreto familiar: los Torres eran unos voladores empedernidos. Boni­fa­cio se emocionó sólo de imaginar­se la escena: su pa­dre, tan serio como siempre, en el escritorio, invitando a Boni­facio a tomar asiento. Escucha, hijo, hay algo que todavía no sabes sobre nuestra familia, aunque su­pongo que ya te has dado cuenta de que tienes un ta­lento inexplicable, ¿verdad que sí? ¿No te ha pasado que cuando te enojas te pe­gas en la cabeza con el te­cho?, ¿no te ha pasado que a veces despiertas en la copa de algún árbol?, ¿verdad que sí? Bonifacio se aca­riciaría su espesa barba, ¿por qué no?, y bien espesa, como de vikingo, antes de contestar: Es cierto, papá, me han pasado cosas muy ra­ras. Y a continuación los dos se reirían de las anécdotas de Bonifacio.

¿Qué fue lo que salió mal? ¿Por qué su padre no le dijo a Bonifacio lo de su ta­lento antes de irse? ¿Re­gre­saría cuando Bonifacio fuera mayor? ¿Algo lo obligó a irse antes de tiempo? ¿Qué? ¿Su padre estaba en pro­blemas?

Bonifacio, entre bocado y bocado de sándwich, planeaba una pequeña excursión para resolver el misterio: iría a buscar a su padre. Sí señor. Así tu­vie­ra que buscar detrás de cada nube y de cada avión que se le atravesara, lo encontraría. Claro que sí.




IV.


En la escuela se corrió la voz de inmediato: Bonifacio sabía volar. Los grupos de niños que estaban desper­digados en las canchas fueron corriendo por turnos, según se iban enterando, hacia el patio central de la es­cuela. La fila de la cooperativa se deshizo rápidamen­te, para sorpresa del encargado, quien asomó la cabe­za por la ventanilla del quiosco para ver qué pasaba. Los maes­tros interrumpieron las conversaciones y mi­raron ano­na­dados cómo la horda de niños acudía al pa­tio central como si hubiera una ceremonia de gran importancia que nadie, al menos nadie del personal académico, ha­bía organizado. Un niño de primero se tropezó y su lon­che­ra salió disparada unos metros más adelante. El ni­ño ni siquiera se molestó en buscarla. Se puso de pie y siguió corriendo junto con sus compañeros.

Los maestros creyeron que era deber de alguien ha­blar en un evento tan inu­sual, así que fueron en busca de la directora. Mientras, el patio se iba llenando con todos los alumnos de la primaria. Los cuchicheos iban y venían por entre las filas. ¿Quién te dijo? A mí me di­jo Marcos que le dijo Susana, la de tercero, que Bo­ni­fa­­cio le había dicho a Luis, el de segundo, sí lo conoces, ¿no?, el flaquito de lentes. Ese tipo de cu­chi­cheos.

El micrófono emitió un chillido. La directora lo gol­peó un par de veces y luego del Pro­ban­doPro­ban­do le entró de lleno al prólogo de su discurso: ¡Distan­cia por tiempos, ya! Los cuchicheos cesaron al instante y las filas se re­acomodaron para darle cabida a los brazos extendidos de los alumnos. ¡Uno... dos... tres...! Los brazos su­bían y bajaban con una disciplina marcial. La directora, entre una y otra or­den, cubría el micrófono con una mano y hablaba en voz baja con los maestros que se hallaban a su alrededor. Nadie era capaz de explicarle el motivo de la reunión: Los niños se volvieron locos, señora directora, debe ser alguna epidemia que se tra­jeron de las vacaciones.

De pronto, una oleada de exclamaciones fue sur­gien­do de entre las filas de alum­nos. Los índices apuntaron hacia arriba. La directora se dio la media vuelta. De pie en la cornisa de la azotea Bo­nifacio, muy sonriente, miraba a su público. El edifi­cio de la escuela era de tres pisos, de manera que fue per­fectamente comprensible que la directora se desmayara con todo y micrófono. Plaf, sonó el costalazo en las bo­cinas, lo que hizo reír a varios niños de quinto y sexto. Quien no se rió, en lo ab­solu­to, fue la maestra de Bonifacio: se le figuró que todos los reportes de conducta habían sido los peldaños que condujeron a Bonifacio hasta la azotea, así que a todo correr se in­ternó en el edificio, reprochándose haber sido tan du­ra con él. ¿Qué había de malo con ser distraído?, ¿qué había de malo en tener un poco de imagina­ción co­mo para encontrar más interesante el techo que la clase?, ¿eso ameritaba una sucesión interminable de reportes de conducta?, se preguntaba la maestra al subir las es­­ca­leras. Se había quitado los tacones para ganar velo­cidad.

Bonifacio, de pie en la cornisa de la azotea, con el viento enredado entre los de­dos, estaba seguro de que podía volar aunque tuviera los pies planos. Estaba se­gu­ro de que podía volar aunque en los partidos de basquetbol de su escuela no lograra saltar lo suficiente como para ver siquiera la canasta por encima de las cabezas de los gigantes del otro equipo. Bonifacio es­taba convencido de que podía volar a pe­sar de todo: fue un regalo, el mejor, que le dejó su padre. El viento engrosó entre sus dedos hasta sentirse como cuerdas. Abajo los gritos de los maestros cubrían el silencio de los alumnos. Bonifacio abrió los brazos y miró hacia arriba, hacia el cielo, hacia las nubes. Cerró las ma­nos con fuerza y apresó al viento. Al instante su cuerpo fue sa­cudido por las corrientes de aire que serpenteaban en todas direcciones.

La maestra se había roto dos uñas en el tropiezo que estaba escondido en las es­ca­leras, pero aun así al­can­zó a llegar a tiempo. Llegó a tiempo de ver cómo Bo­ni­fa­cio se colgaba del viento y flotaba sobre la cornisa. Sobre el patio de la escuela. Sobre los árboles. Sobre la colonia. Sobre la ciudad y sobre la sospecha de que jamás en­contraría a su padre.

Ese día se suspendieron las clases en la escuela. La di­rec­tora, una vez que le hubo pasado el ataque de ner­vios, convocó a los maestros a una reunión urgente: no tenía ni la más remota idea de cómo explicarle a la se­ñora Daniela Torres lo que había pasado con su hijo. Un maestro externó la preocupación de que la escue­la pudiera desprestigiarse. Otro maestro sugirió que guardaran el secreto: ¿Cuál Boni­fa­cio? Una maestra pi­dió ser la encargada de organizar una cere­monia anual en honor a Bonifacio: se tocaría el himno nacional, al­gunos niños recitarían poemas, otros pronunciarían dis­cursos con­movedores, los de primero soltarían cartitas amarradas a globos pa­ra mandarle mensajes a Boni­fa­­cio, etcétera, todo muy emotivo.

La directora presentó su renuncia.


Ilustraciones de Manuel Díaz