EL RESEÑARIO / No. 201


 

La ilusión: desaparecer en un sótano y aparecer con un cerillo



Claudia Romero Herrera

Reseña ganadora en el décimo primer concurso de crítica teatral criticón/teatro unam
 

La ilusión, versión libre de Tony Kushner a L’Illusion comique
de Pierre Corneille
Director: Mario García Lozano
Sótano del Teatro Arq. Carlos Lazo de la Facultad de Arquitectura,
Ciudad Universitaria
27 de abril18 de junio de 2016

El pánico escénico, decía un maestro, no es el temor de entrar en un escenario, sino el de nunca volver a salir de él, de caer loco al vacío del otro lado del proscenio. Con esta reflexión termino de ver, en el Sótano del Teatro Carlos Lazo, La ilusión, un examen de actuación de CasAzul dirigido por Mauricio García Lozano, finalista del Festival Internacional de Teatro Universitario y después beneficiado por EfiTeatro.

Es Tony Kushner quien adapta L’Illusion comique de Pierre Corneille. Antes de que brincara a la fama con Angels in America y sus obras fueran aún más políticas y polémicas, Kushner ya había dejado este discreto homenaje al teatro. La historia sigue a Pridamante, un abogado que, al ver la muerte de cerca, busca a su hijo Clindor, a quien había desterrado hacía quince años. Desesperado, recurre a Alcandro, un misterioso mago que lo hace adentrarse, igual que a los espectadores, en su frágil cueva de telares y olor a humedad, sepultada en el sótano de un teatro. La oscuridad silenciosa será el lienzo en negro que dará paso a la luz de un cerillo para que comience La ilusión: la imagen del hijo en tres versiones de su vida, siempre con una dama y su doncella, un rival, el padre de la dama y el loco Matamoros. En ninguna versión Clindor será llamado por su nombre, y su atuendo y rol social también cambiarán. ¿La magia de la cueva es poder asomarse al paso del tiempo? ¿Lo que se ve son las distintas vidas de Clindor en las que no logra superar sus defectos de carácter? ¿O sólo es una ilusión óptica? En cualquier caso, el viaje se percibe aquí y ahora, y absolutamente real. Se percibe peligroso y al padre le urge resolver el misterio para intentar rescatar a su hijo.

Habitar el espacio escénico de Jorge Ballina propicia nuestra contemplación: una cueva a media luz, de paredes ligeras y abovedadas, con un escenario en forma de “T” que nos da tanto un teatro frontal como una pasarela de dos frentes y, con ello, convivios íntimos, distantes o grandilocuentes. La iluminación en contrapicada remeda a las candilejas del clásico francés y fabrica una atmósfera vivamente teatral. Mario Marín se suma a la cuidada estética con un vestuario de corte clásico y estampados abigarrados, que describe a los personajes revelándonos sus relaciones a simple vista, y dando un cariz visual particularísimo al montaje. Un platillo y campanas tubulares repicadas en vivo acentúan el ritmo de la dirección, de por sí limpia y contundente.

El dispositivo teatral en su totalidad y las espléndidas actuaciones cierran las rutas de mejora para este trabajo; es uno de esos montajes perfectos, que nos recuerda por momentos el debut de García Lozano en La capitana Gazpacho, con la mesaescenario que habla, permite jugar con los niveles y ayuda a los personajes a escapar.

Parecía que la ilusión llegaba a su fin: el hijo muere. El padre llega demasiado tarde. No obstante, el teatro regala a Pridamante lo que la vida nunca podrá regalarnos: la muerte fue una ilusión. “Tu hijo es actor. ¿Entonces todo fue falso? No, fueron escenas de teatro verdaderas.” Quienes conocíamos la obra o la adaptación que hiciera Perla Szuchmacher, ya sabíamos que Clindor era actor. Pero los creadores nos hicieron dudar y seguir intrigados una vez pasado el llanto y el miedo de ver a un hijo morir: Frívolo pregunta Pridamante “¿Mi hijo es actor?” Y da paso a la pereza y vergüenza de ir a buscarlo; a fin de cuentas, para algunos padres, un hijo actor —aún resucitado— no está a la altura de sus expectativas.

Pero Kushner no iba a dejar al padre decir la última palabra. Cuando se revela el artificio teatral y sentimos que el teatro se nos va junto con la peluca de Alcandro y la retirada del telón, aparece Matamoros preguntando el camino hacia la luna, y con él, la magia del teatro, que se recibe como lo más verdadero de la obra. Matamoros, como El Loco del Tarot, camina sin miedo en la orilla del escenario sabiéndose el teatro, que nunca va a caer, y por eso no teme caminar viendo hacia la luna.


Claudia Romero Herrera (Ciudad de México, 1976). Es egresada del Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM y diplomada en Profesionalización en la Enseñanza de las Artes por el IMASE. Ha sido coautora y directora de la obra Beckett o In Godot We Trust, directora de La inocencia de las bestias, coautora y directora del musical Mexicano Flores, y beneficiaria de EfiTeatro, FONCA, IMJUVE y CENART. Tiene más de dieciocho años de experiencia docente en talleres de teatro, literatura y teatro musical.