Trece poetas (1990-1998) / No. 201
 
Cuernavaca, Morelos, 1990



Infiernillo

Sobre el río Balsas
nada la memoria de un amigo.
Subimos en bicicleta al cerro de La Iguana
y miramos florecer, a medio túnel, cerro adentro,
un ojo puro donde los militares y los azules
llenan sus garrafones de agua.
Descendemos tras visitar
la torre de vigilancia sobre la cortina,
cortina que oprime el cauce del río.
A toda velocidad, se nos oprimía el corazón
carretera abajo:
calor incendiario, tierra reseca, piedras
y, más allá del dibujo, la primera enramada,
el olor de la mojarra frita.
Cada vez, la orilla un punto más lejano
donde se abren las compuertas
y el agua, la carne chupa para ser tragada
por el monstruo hidroeléctrico que descansa
bajo la tierra de aquel cerro.
Río adentro, donde quedan altas pozas tras bajar la marea,
alguien compone su tarraya.
Unos moscos enormes me traen alerta.
“Son tábanos”, me dice
mientras deja caer la red compuesta sobre el agua.
Canta: “cuando estábanos cortando rábanos,
unos besábanos y otros pescábamos…”
Aquellos jóvenes pescadores
de mojarra y cuatete,
que me cuidaron cuando era niño,
eran los jóvenes que no estudiaban
ni iban a la escuela, ni esperaban más nada
de una lancha prestada
y del oficio heredado de la tarraya.
Aunque su imagen es un ave blanca
volando hacia el mar en Playa Azul
y su oficio un cantar milenario,
nada hay más triste en Infiernillo
que los pescadores al morir el sol
dejando caer sus tarrayas
sobre el río Balsas.




Tres bocetos cursis
/
Yo no quise olvidarte, muchacha.
A fuerza de querer escribirte
un poema de amor hermoso
donde pudiera mostrarte todo
lo que conocí al conocerte,
tengo libros de poemas amorosos
y muy malos por todas partes.
Ya no te recuerdo.
Veo la última foto y estás triste.
Así no quiero recordarte.
¿O así estuviste siempre?
¿Qué fue lo que viste al verme?
/
El gobierno de mi estado me dio una beca.
Ahora sí puedes venir a mearte en mi tumba,
ahora sí pueden decirme mediocre
todos los académicos que me dijeron perdedor,
poetita, generación de idiotas, becados de mierda.
Ahora sí, que ninguneen las palabras que te hice
porque, que quede claro, las palabras que escuchaste
yo las inventé,
batallé contras las armas propias y me tiré.
De esa destrucción, nació mi amor por ti.
El gobierno me dio una beca por el amor que te tuve
y también por la obsesión.
Dicen que la enfermedad surtió buenos poemas,
por eso me darán dinero.
Ahora sí puedes saber que me perdiste
para siempre, como yo a ti,
y que nunca más me verás dar la vuelta en la esquina.
/
Mi amor, por qué no me dices que también estás empastillada,
que me viste lejano y sentiste dolores, punzadas
donde había ahora un nuevo sexo, penetrándote
dolorosamente a gusto, que pensabas en mí.
Mi amor, por qué no me dices que andabas triste,
que la vida no daba ánimos, mataban a nuestros amigos,
fracasaste en la escuela, te decepcionaron una vez más el congreso,
los activistas, los anarquistas, las bombas, los narcos y estabas triste.
Estábamos tristes y no estábamos juntos siquiera.
No más que eso nos quedaba pero no nos lo dimos, eso dime;
que te partiste la madre con alguien nomás por chingar,
que estos ojos rojos no eran de desvelo y drogas
sino de trabajo duro y drama.
Mi amor, cuéntame el día que caíste en la cárcel
y la persona que también era tu amante fue,
te sacó, te acurrucó para que lloraras
y lloraste largamente desde la celda,
después en su regazo, encarcelada,
triste, por estar en una marcha
mientras yo también estaba en una celda
por bohemio, por incoherente, por inhalar químicos en la autopista.
Dime que ese día en la celda, entre aquella gente,
después de tanto gritar, no sentiste miedo porque me tenías.
Dime que supiste una vez, otra vez, que eras joven
porque pensabas en mí, en que de alguna forma podría aparecer,
como cuando te proponías adentrarte en una multitud
segura de que ibas a encontrarme.
Con esa seguridad no entristeciste tras celdas,
con cantos de victoria en todos los pabellones.
Pero cuando él llega y paga la multa y le mienta la madre a los policías,
tú lloras, lloras decepcionada del mundo, de mí
y de ti que una vez más,
después de mucho tiempo de no pensar en mí, me recordaste.
Y yo todo lleno de miedos no puedo ni pensar en ti en una celda
que huele a orines, donde llegan puros borrachos, algunos casi desnudos.
Entre ocho compartimos cuatro cartones y pedazos de cobijas.
Es diciembre, en tu ciudad, en mi ciudad, en todas las ciudades de México
hay marchas, muertos, desapariciones, balaceras.
En mi celda sólo hay mierda, miedo y resignación
del que la pasa mejor que en la calle.
No me digas, mi amor, que ya desde entonces me lloraste todo,
sin más por mí, que un día te llamé para mostrarte el absurdo.
Dime otra cosa. No, no me digas.
No me digas de tu panza, de tu casa que rentas,
no me cuentes de los exámenes que te faltan, dime que todavía no puedes dormir antes de las cinco de la mañana,
dime que todavía te sorprendes en silencio fumando adentrada
en un mundo donde yo aparezco y todo es doloroso.
No me digas que no te acuerdas.
Me llamo Juan…




Canto que Orlando me pide

Mi pata Orlando me pide que le escriba un poema con final feliz porque su vida es una mierda. Aquí estamos, de nuevo, mirándonos frente a frente. Le digo, a él y a todos: Amigos, nos volvemos a mirar a los ojos, los anduve buscando y cuando los encontré tenían el fracaso tatuado en la cara. Dice que las cosas vívidas no se llevan con la actitud de perdedor porque un perdedor nunca es joven, y sentirse vivo es cosa de jóvenes. Le digo: Orlando, te equivocas, somos jóvenes y estamos llorando. Mi pata me pide que le escriba un poema con final feliz, que le cante el canto que la vida no le canta. Me pide que sea más serio, que lea trescientas páginas diarias, que no comparta con el mundo sus secretos y que tu voz, me dice, no se inspire en musas sino que sea una musa. Si supiera que sólo quiero compartirle mis deslumbramientos, pero él insiste, mi pata: no, amigo, no seas malo y escríbeme una oda al barrio, donde todo sea hermoso y radiante. Pata, le digo, pero si apenas soy poeta, un poema te lo hace cualquiera; en todo caso, para mí es imposible, sal y solicítale a otro tu poema. Mi pata grita desde su cama al otro lado del mundo que le escriba un poema, que no podemos ser tan viejos, y le digo claro que sí, Orlando, claro que sí, tus recuerdos ya tienen más de veinte años. Entonces, se cubre los ojos para que no lo vea llorar. Llorar de ira pero más de dolor y más del recuerdo. Pata, me dice, le digo, qué pasa y dice: yo digo que la derrota nos agenció viaje al futuro en primera clase. Pero no, le digo, mira que en lluvias aún baja la neblina. Mira que vives en la colonia Doctores y nunca te han robado tu iPad. Soy un afortunado, pata, me dice; le digo: entonces no te escribo un poema bonito nomás porque no quiero. Y mi pata se vuelve a tapar la vista, pero ya no sé si llora de tristeza o de coraje, o nomás de costumbre, como para no quedarse de nuevo con las ganas, como se queda con las ganas del final feliz.

 


J. Andrés Herrera. Es autor de Eso que revienta (edición de autor, 2012) y El morbo y las promesas (edición de autor, 2014), obras que circulan libremente en la red, así como de la plaquette Cuernavaca Ska-Jazz Club (Mantra, 2015). En 2013 obtuvo el primer lugar en el XVI Premio Universitario de Poesía “Décima Muerte”; dos años más tarde fue beneficiario del PECDA Morelos. Actualmente es columnista de Operación Marte. Los poemas aquí incluidos pertenecen al libro La tierra que nos dieron, de próxima aparición.