Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Mantra

Córdoba, Veracruz, 1989










Brenda y Raymundo comenzaron a tener problemas en su matrimonio cuando se mudaron de Xalapa a San Luis Potosí. A ella le ofrecieron un puesto como promotora cultural en el Centro de las Artes; pero él, a pesar de tener una maestría en Literatura, no podía conseguir un par de horas de clase en ninguna universidad.

Raymundo me lo contó uno de esos fines de semana en que compramos carne y cerveza y nos instalamos en la azotea de mi departamento con una parrilla. Esa vez, mientras ponía una pieza de picaña al fuego, comenzó a hablar de Brenda.

Para mi amigo, ella había cambiado su humor desde hacía algún tiempo, pero se dijo que era gracias a las clases de yoga que tomaba por las noches. Cuando volvía al departamento, no se irritaba por encontrarlo acostado en la habitación o sentado en la sala viendo alguna serie o película. Las pláticas de sobremesa, el sexo y los momentos que pasaban juntos seguían ahí como si se tratara de su versión deslavada o disciplinada o en miniatura. A decir verdad, tenía la sensación de que cada vez podía imaginarse menos qué pensaba o sentía ella.

Claro, mi amigo intuía por qué se comportaba de esa manera: ser un desempleado lo apocaba.

Cuando llegó a esa parte de la historia mantuvo su mirada fija en el asador. Tomó el trozo de picaña y le dio vuelta en la parrilla buscando qué parte le faltaba exponer al fuego.

Continuó y dijo que una mala racha de trabajo no es suficiente para iniciar una pelea con tu pareja. Además, él no tenía control sobre la situación. Sólo le quedaba lidiar con eso por algún tiempo, ¿qué más podía hacer?

Siguieron así hasta la noche en que, con el dinero de sus ahorros, la invitó a cenar a un restaurante llamado Cielo Tinto.

Ordenaron un par de churrascos a término medio y, cuando se los sirvieron, mi amigo notó que los habían preparado mal. En ese entonces aún no sabía mucho sobre términos de cocción pero, como él dice, no hay que ser un experto para darte cuenta cuando algo está demasiado hecho. Terminó su platillo como si nada y cuando llegó la cuenta le dijo a su esposa que por lo que iban a gastar, él podría preparar mejor la carne.

Ella le preguntó a qué se refería.

—Un churrasco a término medio. Lo puedo hacer yo —dijo él y sacó su cartera.

Brenda le pidió que guardara su dinero, le invitó la cena y le sonrió con una actitud compasiva que lo deprimía. Cuando volvieron a su departamento, mi amigo no pudo olvidar el gesto de su esposa. Parecía echarle en cara lo mucho que lamentaba el fracaso de aquella noche.

—Lo del churrasco es en serio —insistió Raymundo antes de dormir y Brenda le preguntó por qué tanto alboroto, estaban hablando de un pedazo de carne.

Le contestó que no se trataba de eso, sino de lo que podrían ahorrar si él lo preparaba. Por supuesto, había más que eso: quería demostrarle que podía hacerlo bien.

Brenda asintió para zanjar la discusión. Sabía que mi amigo apenas y se metía a la cocina para hacer ensaladas y pasta.



Al día siguiente revisó varios canales de YouTube para ver cuál explicaba mejor cómo preparar un buen corte. Vio un video donde un tipo obeso asaba filetes de cocodrilo, canguro, jabalí, bisonte y avestruz; otro donde una texana hacía interminables observaciones sobre los mejores restaurantes de carne en Dallas, San Antonio, Austin y Houston mientras preparaba un sirloin demasiado delgado; y un canal donde un tipo con lentes de pasta y bigote decía que cualquier corte proveniente de Winnipeg, en Manitoba, era perfecto siempre que se preparara con sal Halen Môn. Escuchó a cada uno de aquellos chefs y se preguntó cuánto tiempo y dinero habían invertido en hacer videos donde carne, sartenes y humo tenían que dar una especie de justificación a su existencia. Siguió buscando hasta dar con un cocinero que vivía en Chiapas. El tipo le inspiró confianza porque era el único que utilizaba sal marina y cortes que le enviaban desde Chihuahua. Se llamaba Mariano, tenía la piel pálida y unas ojeras profundas.

El cocinero aconsejaba utilizar un corte grueso si se deseaba hacerlo a término medio. El truco radicaba en usar fuego alto.

Mi amigo revisó su cuenta de ahorros y dudó si era necesario gastar en una pieza de carne. No era cara, pero en su caso se trataba de un lujo. Por un momento, imaginó la expresión de Brenda y algunas palabras de admiración cuando viera el churrasco en la mesa. Al final, fue al súper, compró la carne y la preparó como Mariano.

Resultó un desastre.

El corte quedó frito por encima y el borde de grasa se chamuscó. Para colmo, olvidó abrir las ventanas del departamento y cuando Brenda llegó, encontró sala, habitaciones y estudio impregnados de un olor a carne y humo.

De todos modos, le pidió que probara el churrasco y ella le aclaró que no podía comer porque dentro de poco tenía clase de yoga, se dio media vuelta y se encerró en su estudio.



Aquella noche tuvo un sueño en el que Brenda caminaba sobre un inmenso sartén de hierro. Despertó, trató de abrazarla y no la encontró. Notó también que su celular no estaba sobre la mesita de noche y distinguió la luz que venía del baño. Enseguida supuso que había tomado el teléfono para hablar con alguien. Se le hizo un nudo en el estómago y sintió ganas de levantarse y llamar a la puerta del baño para que volviera a la cama. Sopesó las posibilidades por un momento pero no quiso saber más del asunto. A fin de cuentas eran suposiciones. Trató de dormir.

A la mañana siguiente se levantó después de que su esposa se fue a la oficina. Revisó su correo electrónico. Nada acerca del trabajo. No quiso contactar a más gente y yo entendía por qué: después de un tiempo te cansas de mandar currículums y solicitudes sin recibir al menos un “no” por respuesta. Estaba decidiendo qué hacer el resto del día, cuando escuchó la voz de su esposa dentro de su cabeza: “por qué tanto alboroto”, “es un pedazo de carne”, “yo pago”. Esta vez no revisó su cuenta de ahorro y fue directo al supermercado para comprar otro churrasco.

Volvió al departamento, encendió la laptop y entró al canal de Mariano. Mientras repasaba las instrucciones, le pareció que el cocinero tenía una expresión más cansada que la del día anterior. Por supuesto, era el mismo video, pero mi amigo incluso creyó notar uno o dos cuchillos nuevos al fondo de la cocina.

Preparó la carne y por la tarde Brenda lo llamó para decirle que no comería con él. Era viernes, tenía demasiado trabajo y quería acabarlo de una vez para tener libre el fin de semana. Mi amigo lo entendió y guardó su churrasco para la noche.

Pasó la tarde viendo más recetas para preparar carne y al final terminó por volver al video de Mariano. En verdad no podía creer que el cocinero se viera diferente, así que lo puso una vez más, y otra y otra. Y así siguió quién sabe cuánto tiempo hasta que en algún momento se quedó dormido, como si los pasos para asar la carne tuvieran un efecto hipnótico o se tratara de un mantra de esos que cantan los hindús para tranquilizarse.

Cuando despertó pasaban de las diez de la noche. Brenda nunca tardaba tanto en volver a casa después de su clase de yoga. Antes de que la llamara por teléfono escuchó un auto estacionándose en la acera. Afuera vio que Brenda se bajaba de un taxi.

Se preguntó dónde había estado. Recordó la noche anterior, cuando supuso que hablaba con alguien en el baño, y eso empeoró lo que sentía. Pensó en el cambio de humor, las clases de yoga por las noches, las veces en que él se quedaba solo en el departamento.

Brenda entró y la abrazó esperando percibir el olor de una loción, una postura, algo que le indicara lo que tanto temía.

—¿Sales con alguien? —le soltó. Ahora, con el tiempo de por medio, Raymundo no podía creer que él hubiera hecho esa pregunta. En aquel momento sólo sintió que había escupido las palabras como si le causaran asco.

Ella se quedó de pie en medio de la sala.

—¿Por qué piensas eso? —contestó.

Mi amigo escuchó la respuesta y trató de controlarse. Le dijo que lo disculpara, que sólo se trataba de una ocurrencia, en realidad no quería atacarla. Pero en cuestión de segundos volvió a sentir la duda aguijoneándole el pecho.

—Nunca lo has hecho, ¿verdad?

—Raymundo, por favor —contestó Brenda y desvió por un momento la mirada hacia la cocina, como si esperara que de ese sitio saliera algo que convenciera a su esposo de que decía la verdad.

Se hizo el silencio y mi amigo estudió sus ojos, la manera en que la boca se mantenía quieta, los músculos tensos del cuello. En ese instante la ira le abrasó el pecho y visualizó su mano alzándose y cayendo sobre su mejilla.

Brenda comenzó a caminar hacia el baño y la sujetó por el brazo.

—Sales con alguien —insistió y le imprimió más fuerza a su apretón.

Ella se sacudió la mano. Le preguntó por qué estaban hablando de eso, a dónde quería llegar porque no era la primera vez que volvía tarde a casa.



Raymundo la observó mientras se dirigía al baño y, según él, se esforzó para que las palabras hicieran efecto en su cabeza. Se sintió estúpido al imaginarla con alguien más sólo por usar el celular durante la madrugada o llegar tarde. Trató de deshacerse de la imagen de ella tocando a un hombre distinto a él y se dijo que sólo había sentido celos. Tenía que tranquilizarse. Tomó una silla del comedor y dejó que su mirada vagara por la mesa: cubiertos, servilletas sucias, el plato que había usado por la tarde, el pedazo de carne envuelto en aluminio. Lo había preparado para ella y lo olvidó por completo.

Brenda salió del baño y se sentó a la mesa. Pero parecía otra mujer. Mi amigo lo notó por la manera en que lo miraba y la renovada tersura de los músculos del cuello. Incluso recuerda cómo se había intensificado el rojo de su labial.

—¿Hiciste algo de cenar? —preguntó esa otra versión de Brenda y la serenidad de su voz lo enervó aún más.

Raymundo terminó de hablar y retiró el trozo de picaña de la parrilla. Lo abrió por la mitad y me mostró su perfecto término medio. Dijo que eso era gracias a Mariano. Lo consultaba para hacer cualquier tipo de carne desde el día en que repitió uno de sus videos varias veces. Tiempo después también comencé a seguir al cocinero. Un día repasé y repasé su receta para el roast beef y, de pronto, me dio la impresión de que veía a la cámara insatisfecho.

—Me pone de buen humor —siguió mi amigo y explicó que le parecía un acto de magia cuando Mariano deslizaba el cuchillo dentro de cualquier corte y descubría su color rojo. Tal vez ya estábamos borrachos porque agregó: “Si lo piensas bien es algo que no tendrías que ver, el interior de un animal.”

Asentí con la cabeza y echó otro pedazo de picaña en el asador.


Josué Sánchez. Es narrador y licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Autor de En el pabellón de las dieciséis cuerdas (mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2014; FETA, 2015). Fue becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en la especialidad de cuento durante 2015. Ha publicado cuentos en revistas nacionales como Tierra Adentro y Luvina; reseñas de libros en la página Hermano Cerdo y ensayos académicos en la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea de la Universidad de Texas, El Paso. Actualmente es estudiante del programa de maestría en Literatura Hispanoamericana de El Colegio de San Luis. “Mantra” forma parte del proyecto que desarrolló con la beca del Fonca.