Diez narradores (1980-1989) / No. 200

El peso del aire

Ciudad de México, 1984










Si le sobraba tiempo cortaría los aguacates. Vivía en pleito con los pájaros que picoteaban las frutas. Las arrancaba cuando todavía estaban verdes para ganarle también a las plagas que no tardaban en salir. La más común era un extraño terciopelo blanco que crecía alrededor de las hojas, como una barba nudosa e insistente. Era la más fácil de quitar: tomaba la manguera con el dedo en el chorro para desprenderla con potencia, aunque luego quedaran los pelos blancos flotando en todas partes.

Por pura terquedad mantenía lejos los achaques que vienen con los años. No le importaba el peso de aquel garfio oxidado hecho a la medida de las ramas más altas; aunque se le engarrotaran los hombros y lo considerara un trabajo de hombres, ella seguía alcanzando limones, naranjas o aguacates lejanos en sus temporadas de brote. Ya después se arrepentía por el dolor en los talones y en la espalda baja. Pero era su tarea, no podía dejarle ese trabajo al jardinero, que iba cada quince días, porque las frutas se pudrían. Tanto árbol como para dejar los racimos tupidos a la intemperie.

Su jardín y el de los vecinos se empujaban entre sí; las copas de los árboles se abrazaban unas a otras cubiertas de hierba frondosa y parásita. Casi no había partes de suelo donde cayera el sol, se veían garabatos de luz sobre el pasto que temblaba con el siseo del aire. Nadie reclamaba jamás la posesión de las frutas cuando caían de algún lado, se ahorraban la molestia. Ni las bardas habían evitado ese tejido de ramas y hojas. El muro del fondo dividía su jardín del patio de una escuela pública donde también crecía un árbol grueso, alto y de abundante ramaje. Los lunes escuchaba atenta la ceremonia cívica y las voces amplificadas de maestras autoritarias. Algunas aulas habían sido construidas de improviso a la altura del muro y por eso los gritos de los niños eran más cercanos desde el jardín.

Aquel día amaneció ansiosa, torpe. Había tenido que lavar dos veces la misma blusa por culpa de manchas grasosas y, por fin, al radio ya no le daba la gana encender, aun moviéndole los cables para todos lados. Dobló sus sábanas y enjuagó los trastes sin escuchar las noticias, sacudió los muebles, barrió y trapeó. En la casa los únicos ruidos que se escuchaban eran los suyos. Demasiado espacio para una mujer sola, pero no tenía a dónde ir y las minucias de los bienes raíces la ponían nerviosa. Desde joven se había rehusado a tomar decisiones importantes relacionadas con dinero. Todos esos aspectos incómodos los solucionaba su marido, pero ahora llevaba un año viuda y el silencio había comenzado a inquietarla.

Con la mínima pensión de su esposo se las había arreglado muy bien hasta ahora. Su única hija vivía con su nieta al otro lado de la ciudad y, como prefería no salir de casa más que para lo necesario, raras veces se reunían. No estaba segura de tener algo en común con ella. A veces pensaba que había heredado todos los rasgos desagradables de su marido, como una esponja que absorbe malos olores: desde la joroba en la nariz —culpable de su inseguridad—, hasta la forma de caminar y el modo de hablar rápido y nasal, poniendo siempre un énfasis molesto en las vocales “e” o “i”. Por otro lado, no le gustaba el carácter de su nieta: era malcriada, respondona y hacía lo que se le antojaba. Además, la pequeña se parecía demasiado al padre; tenía su misma mirada ebria.

El reproche más grande contra su hija se remontaba al nacimiento de su nieta. Insensible a sus consejos de guardar cierto reposo, viajó al norte en la última etapa del embarazo para que la niña tuviera nacionalidad extranjera y, no conforme con ello, le había enseñado primero a hablar en inglés. La trataba como si fuera la única cosa en el mundo que había que atender y llevaba el papel de madre a las más altas cumbres. Le parecía un mal hábito que esa mujer joven, saludable e inteligente, gastara todas sus energías en una actividad tan sencilla e insignificante como construir ese nido que, por otro lado, ya estaba formado.

Al terminar de colgar la ropa miró el aguacate frondoso y se dijo que tenía que llamar al jardinero. Era demasiada fruta perdida si la dejaba así. Ni modo, tendría que pagar por algo tan sencillo. Luego pensó: “pero si sólo estoy yo, ¿quién comerá?”. Sintió que las manos se le enfriaban y antes de que la invadiera esa angustia que llegaba cuando algo ínfimo le exponía su situación de manera tan evidente, brusca y clara, decidió que lo llamaría de todos modos. Ella tenía dinero, aunque modestamente, pero se podía dar ese lujo.

El jardinero era un hombre huesudo, estrecho de hombros, con las sienes hundidas y el pecho plano. Las arrugas del cuello se desdoblaban en pliegues sueltos y cada una de sus canas parecía tener el grueso imposible de un hilo de coser. Ella le preparaba la comida después de sus labores. Una vez no pudo evitar la maldad de prepararle un delicioso salmón para observar su expresión de asombro. Cuando lo condujo al comedor y por fin se metió a la boca un pedazo, casi ronroneó de placer con la pura actitud de devoción de aquel hombrecillo. Le agradaba la idea de que la respetara.

Marcó el número de memoria. El jardinero respondió fatigado y ella expuso el caso como si le urgiera verlo. “Disculpe, señora. Hoy no pude ir a trabajar, tengo gota en el pie, pero mañana paso.” Qué vulgaridad tan grande, pensó. No podía haber en el mundo una enfermedad más vulgar que aquélla. Colgó con bastante molestia. Había revisado en la alacena y tenía todos los ingredientes de su célebre “volteado de piña”. Planeaba hornearlo mientras él trabajaba y ofrecerle un pedazo como recompensa. De pronto, el timbre de la puerta sonó. Desde ahí alcanzó a ver la silueta de una mujer que llevaba un mandil. De seguro sería una vecina con alguna impertinencia. Como era su costumbre, decidió ignorar el timbre y mantenerse en silencio para fingir que no estaba en casa. Ya se enteraría cuando tocara al lado, a través de los ecos.

“Están preguntando en las otras casas si no vieron a una alumna de la secundaria en los jardines. Ya buscaron por toda la escuela y no aparece. Creen que se saltó la barda para faltar a clases. También te quería preguntar si tienen el dinero de la caseta de vigilancia, ya nos deben tres meses…”. No alcanzó a escuchar la respuesta de la vecina, pero siguió ahí, atenta y esforzándose para interpretar lo mejor posible. “La cosa está difícil, pero es por nuestra seguridad.” “El día quince espero darles todo junto”, alcanzó por fin a escuchar la respuesta y recordó que tenía que ser puntual en sus pagos para evitar vergüenzas y deudas.

Miró hacia la sala comedor, todo estaba como ella lo había ordenado. Sus muebles, aunque limpios, tenían marcas evidentes de deterioro, pero no quería deshacerse de nada. Escribió en su pequeña libreta “pagar vigilancia” abajo del recordatorio del gas y fue directo a la cocina para calentarse las sobras de lo que había preparado el día anterior. No le gustaba comer sola, pero ese detalle quedaba sumido bajo la costumbre diaria. Calentó su comida con cierto nerviosismo, se sirvió con moderación y, de pronto, le pareció escuchar algunos pasos arriba, en las recámaras. Pero si estoy sola… se dijo, aún sin sentarse a la mesa, quizá cruje la madera. Trató de encender la radio para cubrir cualquier posible ruido de casa vieja que la alterara, pero el aparato se negaba a funcionar como horas antes. Resignada otra vez al silencio, deseó no haber escuchado nada y se propuso concentrase en su comida. No pudo evitar, entre bocado y bocado, pensar en qué pasaría si le sucediera algo en aquella casa. Nadie está exento de accidentes domésticos ni asaltantes. Ella ya no era una joven, empezaría a necesitar de todos tarde o temprano. Aquello la aterraba. Jamás había necesitado de nadie. Odiaba la idea de pedir favores a los vecinos, ser condescendiente con las personas y convertirse poco a poco en una anciana sonriente, amable y comprensiva para que en algún momento la gente le pudiera devolver esos favores. Quizá ya no podía conformarse con la confianza de los vecinos, sino que ahora debía ir en busca de su cariño, apareciéndose en las juntas del barrio.

Volvió a escuchar ruidos. Esta vez con más claridad que antes. No había duda, algo se arrastraba arriba. Subió los escalones con las manos temblando. Para tranquilizarse, pensó que quizá los culpables eran los ecos guardados en las paredes. Recordó las palabras de la vecina. No había que preocuparse tanto; en el peor de los casos, encontraría a un estudiante fumando los puros viejos de su esposo. Los escalones parecían más empinados. Cerró los ojos, no quería ver. Era mejor fingir que no había escuchado nada, creer en la madera inflándose, cediendo a la humedad, y vivir con ello de una vez. Se detuvo. Giró el cuerpo para descender. Otra vez los talones se hacían presentes, sobre todo el izquierdo con ese dolor constante. Si un alumno vago usaba su casa para evadir clases, que la aprovechara mientras no le diera más quehaceres. Le atrajo la idea de estar acompañada y por fin se calmó un poco. Pero había otras posibilidades. Tal vez la estuvieran asaltando frente a su propia nariz. De sólo imaginar la cara de orgullo de los malditos por la facilidad del robo, volvió a armarse de valor para subir. Sus pasos alertaron al ser o cosa que se arrastraba en la alfombra y el sonido se detuvo. Ahora sabía de dónde provenía y caminó rápido hasta su recámara. Dio un portazo para intimidar y un maullido resonó como respuesta. Por debajo de su falda corrió el gato responsable.

Dejó escapar un suspiro. Había exagerado como siempre y sólo se trataba de un animal afilándose las uñas. Miró hacia abajo y justo a unos cuantos milímetros de su pie se alzaba un pequeño bulto de excremento, orgulloso y triunfante.

Siguió al animal durante horas, persiguiéndolo con una escoba vieja. Abrió las puertas del jardín para que saliera, pero el gato parecía burlarse de ella. Entraba y salía trotando, escalaba los libreros para saltar desde lo más alto y daba vueltas evadiendo la escoba. Había que acorralarlo, pensó agotada. Entonces el gato bajó por la escalera de servicio, y lo encontró bebiéndose el agua de su cubeta con calma y desfachatez. Estaba resuelta a correrlo de algún modo, así que decidió tomar esa misma cubeta y arrojarle el agua puerca. Pero el animal parecía demostrar su agilidad con sorprendentes brincos evasivos. En algún momento comenzó a maldecirlo. Ya entonces la casa había perdido esa apariencia armónica: agua regada por todas partes, cojines tirados y pedazos de platos que habían volado para intentar descalabrar al bicho.

Por fin logró mantenerlo en el cuarto de servicio a unos cuantos metros de la cocina. El animal buscó refugio detrás de la lavadora. Trató de mover el mueble con todas sus fuerzas, aquella máquina vieja pesaba demasiado. Usó el palo de la escoba para empujarlo y el gato comenzó a maullar con desesperación. Fue entonces cuando notó que estaba atorado entre los cables y tubos. No había forma de que saliera, porque detrás de aquella lavadora estaba la pared y a un lado se hallaban un montón de cajas con zapatos viejos sobre una televisión inservible. Fue por más agua, esta vez decidió calentarla. Quizá la herviría para que viera quién mandaba. Pero la idea de un gato quemado aullando por la noche la hizo retroceder. Entonces tuvo consideración por el animal asustado: sólo entibiaría el agua para no dañarlo ni provocarle una pulmonía. Preparó rápido la cubeta y se dirigió al cuarto de servicio, satisfecha. Arrojó el agua pero el gato no salió. Desesperada, recurrió al aceite de cocina con el fin de que pudiera resbalar de dondequiera que estuviera atorado. Pero el animal permanecía allí, aullando y quejándose como un bebé. Corrió por un cigarro de su esposo y lo prendió. Quería arrojarle el humo, quizás el gato saldría con la amenaza de un incendio. No resultó.

Agotada, decidió abandonar al animal. Se sentó por un momento en la sala y contempló todo aquel desastre, reviviendo su enojo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Miró hacia la pequeña cantina y recordó que conservaba una botella de sidra. Tomó un vaso y comenzó a beber. A nadie le importaba si se emborrachaba. El jardinero no llegaría a comer su rebanada de pastel ni pondría ese gesto infantil y tierno al saborearlo. Salió al jardín y se sentó en la mesa de hierro que revelaba un óxido escarlata bajo algunos trozos ya sin pintura blanca. Ahí, acompañada de los grillos, se bebió toda la botella. La noche era fresca, pero había algo de calidez en el ambiente. El aire traía consigo sonidos lejanos de sirenas. Eran ambulancias, o patrullas.

Después de varias horas regresó a su habitación y encima de las colchas se quedó dormida. A la mañana siguiente los rayos del sol entraron con fuerza a través de las cortinas. El timbre la despertó. Era el jardinero. Tiró de la cuerda que abría las cortinas. La dureza del cordel fue una agradable sensación contra su mano. La luz colmó la recámara. Los pájaros eran ruidosos. Cerca, los gritos de niños comenzaban a oírse y pronto las maestras iniciarían sus órdenes en el altavoz. Quiso al menos cambiarse de ropa, la avergonzaba oler a alcohol delante de un trabajador, pero decidió recibirlo así. El gato todavía estaba ahí y necesitaba que la ayudaran a sacarlo. Por fin, entre los dos movieron el mueble y el gato salió dando saltos, todavía empapado. Corrió directo al jardín. El animal se sentó justo en medio del pasto y los miró. Se quedó inmóvil por un tiempo, observando a sus cazadores. Él volvió a la casa por sus herramientas y el gato corrió hacia los árboles del fondo, escalando y perdiéndose entre el follaje.

Las moscas andaban por la mesa de hierro, descendían al vaso con restos de sidra, y zumbaban al caer adentro antes de ahogarse. Arrepentida de todo, pensó en adoptar a ese gato tan pronto bajara de las ramas. Quizá sería una buena compañía y un juguete para la nieta cuando llegara a visitarla. Resignada, caminó hasta donde el sol dejaba de alumbrar entre tanto verdor; se acercó a la parte más lodosa, a unos cuantos metros del muro. El aire siseó natural y trajo con él un crujido justo encima de su cabeza. Miró hacia arriba y ahí estaba ese cuerpo enlazado por el cuello. La joven oscilaba vestida con su uniforme mientras ella estaba de pie ahí, viva, anciana como era. El aire siguió soplando. Un árbol se abrazó a otro.



Alfredo Núñez Lanz. Es licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Iberoamericana. Ha publicado textos de creación literaria en diversas revistas y suplementos culturales como Tierra Adentro, Luvina, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Estudios, Casa del Tiempo y Gatopardo. Ganador del IV Certamen Internacional de Relato Breve en Cáceres, España, 2005, y finalista del Premio Nacional “Sergio Pitol” de la Universidad Veracruzana en la categoría de Relato en 2006. Fue socio fundador de Textofilia Ediciones. Con la revista Textofilia obtuvo el Programa Edmundo Valadés de Apoyo a Revistas Independientes del Fonca en sus emisiones 2006 y 2007. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Textofilia, 2014) y Veneno de abeja (Textofilia, 2016). Fue finalista del premio de novela juvenil Invenciones de la Fundación Telmex y Nostra, 2015, y becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en el área de Novela, 2014 y 2016.