Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Cielo no lluevas

Ciudad de México, 1980









“Hola, Gabriel. Te escribo porque tengo una amiga que necesita alguien que le ayude con una cosa de unos libros.” Después de esa línea, el correo electrónico se desviaba tratando de mantenerme informado acerca de las actividades recientes de su remitente (una fulana con la que compartí escritorio en una agencia de publicidad) y culminaba recomendándome que asistiera a dicha chamba misteriosa ya que, capaz, podía sacar una buena feria.

Justamente estaba en una etapa de necesidades económicas. La frase: “una cosa de unos libros” era, en igual medida, intrigante y mal redactada. Marqué el teléfono. No respondieron a mi llamado. Hasta ese momento me di cuenta de que ya pasaba de la medianoche. Abandoné la escritura de mis poemitas y busqué el control de la tele.

Entre el párrafo anterior y éste conseguí dormir unas cinco horas.

A la mañana siguiente me despertó la vibración del teléfono en mi bolsillo. Me incorporé de golpe. Adormilado pero componiéndome, respondí. Voz ronca, de mujer. Sonaba más cerca de lo que probablemente estaba. Me explicó que tenía una llamada perdida de la noche anterior. Aún sin despabilarme, le dije que yo le había marcado debido a que me habían dado sus datos para ayudarla con una cosa de unos libros. Le pregunté de qué se trataba. Ella prefirió no resolver mis dudas y sólo me dio una dirección que anoté en la esquina de una página. Se llamaba Ángela Eñe. El nombre me pareció, de entrada, estúpido.

—Llega a las ocho de la noche. Te suplico puntualidad —dijo antes de colgar sin despedirse.

No hice nada digno de mención en todo el día. A las siete me quité la piyama y quince minutos después ya estaba cruzando la Alameda Central con rumbo a la colonia San Rafael. De inmediato me sentí abordado por ese viento helado que cuchichea en los pasillos del parque, el mismo que mató a López Velarde y enchinó la piel de los inquisidores. Me dieron la bienvenida los macabros ojos sin pupila en la máscara mortuoria de Beethoven. Arriba, el hombre desnudo sometido por un ángel. Allá a lo lejos, el sodomita Neptuno, siempre colérico y voluble. A la izquierda está el Benito Juárez que Rafael Bernal aparentemente encapuchó. Luego de las recientes reparaciones ya no están los merolicos religiosos en las glorietas, las fuentes ahora escupen sincronizados chorros de agua que entretienen a los niños y los pasajes lucen recién lustrados. Yo de todas formas estaba sudando frío. Apuré el paso. Caminé ignorando las diferentes esculturas de mujeres caderonas, sometidas y torturadas que enmarcan el parque, “veintiuñas aventadas en cueros”, como les decía Salvador Novo. ¿Quién mandó poner tales monumentos ahí? A la distancia alguien lanzó una carcajada y un grupo de niños pasó corriendo muy cerca de mí. Me frené en seco tratando de recuperar la calma.

Ya lo habrán notado: la Alameda me da miedo. No me pasa lo mismo con otros parques. Crucé Reforma como quien huye de un recuerdo malvado.

Anhelando que aquella diligencia no fuera una pérdida de tiempo, llegué a la casa marcada. Justo enfrente de la que fuera del cronista Guillermo Prieto. No le di a eso mucho significado. Me llamó más la atención que estuviera al lado de un cerrajero. Siempre es bueno saber dónde hay uno. La puerta del domicilio estaba tan apolillada como abierta. Entré y me recibió un patio de vecindad vieja abrazada por dos grupos de escaleras. Olía a un color verde que se ha podrido. El suelo era de ajedrez, vi mi calzado y me arrepentí de haber traído tenis. ¿Debí venir más formal? ¿Perfumarme siquiera? Una cosa de unos libros, repetí, recordando que también fue una frase vaga la que llevó a Alfonso Reyes a aceptar la invitación a cenar de dos desconocidas. Escuché que alguien se dirigía a mí:

—Tú eres el que sabe de literatura.

—Sí —respondí instantáneamente aludido.

—Rubén me habló maravillas de ti. Súbele.

Huelga aclarar que, a la fecha, sigo sin tener idea de quién es Rubén. Casi sin darme cuenta llegué hasta una especie de segundo piso chaparro. Entonces vi a Ángela Eñe en todo su esplendor. Le copiaré el acierto a Homero no describiéndola. Bástenos saber que era muy bella.

—¿Tú sabes si la madera de un librero puede usarse para hacer ataúdes? —me preguntó.

—Pues… no, no lo sé.

—¿Pero sabes de libros?

—Sí.

—¿Conoces al escritor Rómulo Eñe, mi padre?

No, no lo conocía. Jamás había escuchado hablar de él.

—¡Claro! —exclamé.

—Bien, sabrás que murió hace poco. Algo salió en el periódico.

Pero ella no estaba enlutada.

—Lo siento —musité.

—Su muerte fue horrible. Se encerró aquí sin avisarle a nadie. No se levantó de la cama en siete meses…

No tengo idea de por qué eso me causó tanta gracia, quizá fue por la forma como ella lo decía, tan… ¿descarada? Contra mi voluntad, dejé de ponerle atención un segundo. El departamento estaba iluminadísimo y vacío. Sólo había cuatro libreros del mismo tamaño, recargados en la pared y alineados como un pelotón de fusilamiento. Daba la impresión de que esa habitación estaba siendo recordada por alguien y eso justificaba la ausencia de muebles concretos, ornatos definidos y detalles en los muros. No sé por qué me imaginé que en lo que iba a consistir el trabajo era en transcribir a computadora páginas escritas a mano. Ni modo, pensé; necesito llenar la alacena.

—… su propia mierda le pudrió las piernas.

—Lo siento —volví a aclarar.

—…al final, estaba tan fuera de sí que ni se enteró de que ya se las habían cortado. El caso es que, como podrás ver, me estoy deshaciendo de todas sus pertenencias. Quise vender su biblioteca pero en las librerías de usados los pagan mal y por kilo. Yo sé que tiene libros buenos, primeras ediciones, libros de lujo… ¡bah!

Giré el rostro. Me asomé de lejos a los estantes. Estaban desordenados, llenos de polvo y acomodados no horizontalmente sino formando torcidas pilas, uno encima de otro.

—Por lo tanto decidí —continuó ella hablando a mis espaldas, modulando la voz para enfatizar algo muy parecido al desprecio— que voy a regalárselos a sus amiguitos escritores, que agarren los que quieran. Bola de muertos de hambre.

Se quedó callada un segundo, sopesándome. Supongo que en ese momento se dio cuenta de que quizá yo también escribo y a veces padezco de estómago vacío. Conforme charlábamos yo notaba que algo en ella envejecía milimétricamente. El rostro se le ensombrecía castigado por sus propios gestos. La belleza helénica que inicialmente vi en ella se había transformado en algo más bien pantagruelesco.

—¿Ya cenaste? ¿Te sirvo algo de beber? —me preguntó modulando el tono.

—Un refresco, ¿tienes?

—¿Con o sin whisky?

—Con.

La mujer abandonó el cuarto dejando tras de sí una nata de perfume. Repasé con la mirada los tomos. Sí, en efecto, había buenos títulos ahí pero tampoco era una biblioteca asombrosa, apenas si para salir del paso. Pensé que era mentira eso de que los había ofrecido a una librería de viejo. O quién sabe a cuál había ido.

—En lo que quiero que me ayudes es —dijo al mismo tiempo que me entregó un vaso desechable y se sentó en el piso abrazándose las rodillas—… A ver. Quiero que me ayudes a mutilar cada uno de los libros de mi padre. Quiero que me digas qué página arrancarles. La mejor página. La mejor escrita, la más emotiva, yo qué sé. En la que pasen esas cosas que ustedes los escritores tanto maman —me observó sin pestañear, penetrándome—. Quiero que todos estos libros le sean inútiles a cualquier posible lector futuro. ¿Me explico?

No me gustaron las palabras que eligió para decirlo, pero la mujer se explicaba. Pensé en la primera línea de Aura. Una oferta de esa naturaleza no me la hacen todos los días.

—¿Fui clara? —insistió.

—¿Y eso por qué? —alcancé a decir.

—Porque odio a los escritores. Ah, no tengo hielos y la coca está al tiempo, ¿es problema?

—No. Si no, ahorita voy yo al Oxxo.

Ángela Eñe sacó una navajita, de esas pequeñas que se usan en las imprentas. ¿Cómo se llaman? Abrió la hoja y mirándome a los ojos dijo:

—No hay tiempo para ir al Oxxo.

Mentiría si les dijera que me sentí cómodo. Sin embargo, con toda naturalidad tomé un primer libro. Hice como que revisaba el índice y busqué una página.

—¡Ésta! —exclamé dictatorial después de dar un sorbo al peor whisky con coca del mundo.

Y ella, con la misma masoquista delicadeza con que se quitaría una cicatriz tasajeó el libro, arrancándole la página por mí seleccionada. La vi: estaba empeñada en que no fuera notoria la mutilación. Mi piel estaba toda erizada. Tomé otro libro y le señalé el episodio condenado a desaparecer. Así me seguí de largo. Libro por libro. Naturalmente no conocía todos los títulos. En un acto de honestidad puedo decir que estaba al tanto de la existencia de uno sí y uno no. En el caso de los segundos, ponía cara de cosa seria y al azar mandaba fragmentos de trama a la guillotina.

Al Tristam Shandy le quitamos la página toda en negro. A un For Whom the Bell Tolls, el epígrafe de John Donne. La descripción de El Aleph. Cuando el caballo Janto le habla a Aquiles. Rápido ubiqué la parte en que Antínoo se descuelga del caballo, recoge entre ambas manos agua de un charco y se la da a beber al emperador Adriano, su amante. El verso “Fluyen ríos sonámbulos”. La sombra del cónsul Firmin hecha de perros callejeros. Un salón de clases entero burlándose de Charles Bovary. Páginas y páginas de libros por mí apreciados. Encontrar las partes que me venían a la mente no me estaba resultando tan complicado. Apoyado por mi memoria, que presumo de prodigiosa, una fuerza ciega me conducía hacia tal o cual fragmento. Cada que me topaba con un ejemplar de la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges sacrificaba el prólogo. Cuando seleccioné la aparición del Coronel Kurtz me di cuenta de que estaba disfrutando de aquella masacre. Aún no he leído a Platón ni a Dickens ni a Joyce ni a Dante. En esos específicos casos elegí, como ya dije, páginas al azar. Vaya, son sólo ejemplos. Me empezaba a doler el cuello. Vi mi reloj. Ya eran las nueve de la noche. Llevaba un librero entero.

Ella, sentada en el piso, no me permitía un respiro. Con la mano me exigía trabajo.

Tasajeamos batallas y sus himnos, el sonido de un cascabel, una sombra que comienza a podrirse, la infancia de un guerrero, borracheras de diferentes gentilicios, madres que comen a escondidas de sus hijos hambreados, monjas peleándose por usar un sensual liguero, la perfecta descripción de un jardín que al mismo tiempo es la eternidad, rostros de hombres frente al fuego, aves buscando al dios de las aves, pasteles de cumpleaños. Historias de cobardía, reencarnaciones, soles ocultándose, comadres en pugna, llaves, páginas en blanco, algún índice, alguna ilustración, dos espejos enfrentados, cada uno de los aleteos del colibrí, veinte traiciones, doce cobardías.

Yo devolvía cada ejemplar apocado a su sitio en el librero, como si nada. Ella arrojaba las páginas recién arrancadas al suelo. No flotaban las pobrecitas.

Archipiélagos de párrafos, hojas marchitas huérfanas de flor; pensé versificando, para distraerme. Sudaba como un culpable.

De pronto faltaba ya nada más un estante en el último librero. Todo había pasado muy deprisa. Tomé uno a uno los libros. Vi las palabras pestañeando, las vi temblar, las vi transformarse en hormigas, en Legión. ¡No! Eran mis ojos los que estaban al borde del llanto. Tomé un libro, de los últimos que quedaban intocables y le arranqué sin cuidado cada una de las páginas. Fuera de mí. Desgarrándolo hasta donde me fue posible. Con uñas. Doblé la portada y lo arrojé lejos, sentía que mi corazón había alcanzado el tamaño de todo mi pecho. Volví mi rostro y la mujer me observaba por encima del vaso desechable. Sus ojos eran los de un maniquí. Los de un santo.

—Acompáñame al otro cuarto —me dijo poniéndose de pie.

Pasamos a una habitación que yo no había advertido. Ahí, prevalecía la misma sensación de mudanza y de vacío. Sólo una cama sin colchón y en el suelo: la coca cola tibia, la botella de whisky, un grupo de hojas engargoladas. Un escalofrío me azoró de golpe: caí en la cuenta de que estaba en el domicilio de un suicida. Tan sugestionado que mis ojos habían perdido la capacidad de pestañear. Sin dejar de ver mis manos me recargué en la pared.

—Dame un segundo, por favor —dijo y desapareció en una puerta que hasta ese momento no había yo notado. Deseé que la chica hubiese ido por su cartera. Me urgía largarme de ese sitio. Como un órgano del cuerpo que se estremece con suavidad, el mecanuscrito en el suelo robó toda mi atención. Leí en la portada.

Cielo, no lluevas
Rómulo Eñe
Poesía completa 1957-2013


¡Se trataba del manuscrito del difunto! Del desconocido poeta difunto. Hojeé el poemario, pero las palabras no me decían nada. Era indiscutible que se trataba de una obra póstuma. Se trataba de un tomo muy delgado. Quise hacer la cuenta de los años que abarcaban las dos cifras. Ni eso podía realizar con certeza. Jamás sabré a ciencia cierta si la dedicatoria decía “Para mi hija Ángela” o es un juego que mi trastocada mente ha cuchareado en ulteriores evocaciones. Lo que sí recuerdo es que calculé treinta y tantas hojas y en ellas sólo estaba escrito un poema. Un poema a largo aliento.

En la última hoja —coincidencias de la impresión, coincidencias de la palabra escrita— sólo figuraba un verso. El último verso con el que concluía el último poema. La última cosa que ese hombre escribió en vida antes de cagarse en sus piernas hasta podrirlas. Arranqué la hoja sin cautela, la doblé y la metí en el bolsillo de mi pantalón. Sonó la caja del baño. La mujer salió a mi encuentro. Enjuta, cadavérica, ojerosa: Catrina paseándose por la Alameda.

Caminamos de vuelta a la sala, las páginas arrancadas tapizaban el suelo. Era un otoño macabro.

—¿Te interesa alguno? —me preguntó, señalando los tres libreros.

—No. Ya me voy.

Nunca acordamos salario alguno. Mejor así. Salí sin despedirme. Tampoco quise ver la hora. Caminando lentamente, sin mirar al cielo pero deseando lluvia. La calle Guillermo Prieto ahora se llamaba Fidel. Todo había cambiado. Crucé entre putas y sombras. Llegué a Reforma sin notarlo, alelado, pensando en todas esas páginas arrancadas alevosamente. Esa biblioteca desperdiciada. Me sentí como en el capítulo de “La fiesta de las balas” de Martín Luis Guzmán, cuando a Rodolfo Fierro le duele el índice de tanto haber jalado el gatillo asesinando personas. ¡Mentira! Es falso. No sentí eso. No sentí eso. Fue otra cosa. Algo que no puedo traducir en palabras, no me alcanzan. Apenas entré a la Alameda Central saqué la página hurtada. La leí una, dos veces, cuatro veces. Hasta que por fin pude descifrarla. Ya había leído eso yo antes. Pero no recordé dónde. Tal vez en todos los libros que había leído en el mundo.

Hecho bola, arrojé el papel por una coladera.

“¿Cómo? ¿Cómo conseguir el perdón de nuestros hijos por haberles dado la vida?”

Es lo que decía.





Gabriel Rodríguez Liceaga. Ha publicado las novelas Balas en los ojos (Ediciones B, 2011), El siglo de las mujeres (Ediciones B, 2012) y Hipsterboy (Ediciones B, 2015), además de los libros de cuentos Niños tristes (Premio Nacional de Cuento María Luisa Puga 2011; FETA, 2013), Perros sin nombre (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012; Abismos, 2015) y ¡Canta, herida! (Premio Agustín Yáñez 2015; Paraíso Perdido/Secretaría de Cultura de Jalisco, 2016). “Cielo, no lluevas” forma parte de este último libro.