Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Cena para cuatro

Guadalajara, Jalisco, 1980








Desayuno

Lo siento removerse entre las sábanas y sé que son las tres y media de la madrugada. Se levanta para dar un largo trago a la botella de agua que deja cerca todas las noches. Mira la pantalla de su celular y vuelve a acurrucarse junto a mí. A las siete en punto dice que ya se tiene que parar, pero le echo encima la pierna y el brazo y nos quedamos tumbados hasta oír las campanadas de la iglesia. Aspiro el olor de su pelo, de su nuca. Se revuelca entre risas para zafarse de mi abrazo. Se talla los ojos hinchados. Hay una mancha parda cristalizada en la comisura de su boca y una raya roja le atraviesa la mejilla izquierda como una falsa cicatriz de navajazo.

Me levanto para preparar café. Queda sólo la medida justa para dos tazas. Escucho la música de su celular, mezclada con el repiqueteo del agua de la regadera. La cocina se llena de olor a pan tostado y a café. Hay sólo cuatro rebanadas sin contar la tapa: dos para él, dos para mí. La tapa se quedará en el fondo de la bolsa y jamás nadie se la va a comer. Lleno su taza cuando lo veo llegar a la cocina con ese halo húmedo y recién despierto de todas las mañanas. Sopla el vapor en la superficie. Le da un sorbo. Llevo el pan a la mesa y unto en él lo que queda de la mermelada. Tengo que raspar el fondo del frasco y extenderla mucho para que la dulzura llegue a cada bocado. Él se toma los últimos tragos de leche vegetal directo del tetrabrick mientras finge leer un viejo suplemento olvidado sobre la encimera.

Se peina los cabellos hacia atrás y me pregunta si se ve bien. Digo que sí y le acomodo el cuello de la camisa. Entro al baño a lavarme los dientes con el último aliento del tubo exprimido. Veo su toalla húmeda colgada del gancho, las sandalias escurriendo en el borde, el bote de champú vacío derribado en el suelo. Orino. Ja- lo la palanca. Me lavo las manos y las restriego en su toalla.

Al salir lo veo de pie junto a la puerta con la mochila colgada del hombro y el teléfono en la mano, las llaves del coche. Abre. Nos damos un beso fugaz. Después otro. Nos deseamos suerte. Sube al asiento del conductor, enciende la marcha y baja la ventanilla. Dice adiós con la mano. Sonríe. Pone la palanca en reversa, baja la rampa, tuerce el volante y cambia de velocidad para ir hacia el frente, hacia la bocacalle, rumbo a no sé dónde. Yo espero hasta no escuchar el ruido del motor para voltear sobre mi hombro, hacia el interior de la casa, para ver por última vez nuestros restos: las sábanas en el suelo, las tazas sucias, las migajas de pan. Cierro la puerta con doble pasador y arrojo las llaves dentro, por la rendija del buzón, como acordamos con el gerente de la inmobiliaria. Me echo a andar por la acera, doy vuelta en la esquina y sigo derecho hacia ninguna parte.


Almuerzo

Nunca me había sentido tan sola como hace rato que llegué a urgencias con el apéndice a punto de reventar. La enfermera de la oficina de control preguntó con quién venía y le respondí que con nadie. Preguntó si podía llamar a algún familiar para que estuviera conmigo y le dije que no. Estaba en la calle cuando me atacó el dolor, subí a un taxi y vine directo para acá, expliqué como si con eso justificara la ausencia. Fue entonces, al ver el gesto de la enfermera, cuando entendí lo grave que era estar así de sola, sin alguien que me llevara el carnet del seguro, alguien que subiera al quinto piso para recabar sellos y firmas, que comprara en la tienda un rollo de papel de baño, pasta de dientes, una barra de jabón. Espere su turno, fue todo lo que me dijeron cuando logré completar los trámites. Aguardé agonizante y hambrienta durante horas en una silla verde pegada a otras tres sillas verdes de plástico en forma de molde de un trasero gordo. Temblaba por la fiebre. Cuando por fin dijeron mi nombre alcé la mano y un camillero me tuvo que ayudar a levantarme para pasar a urgencias, a otra silla verde, esta vez individual. Me dieron una bata y me pidieron meter todas mis cosas en una bolsa color menta. Las van a tirar, pensé, porque era el mismo tipo de bolsa que había en los botes de basura, pero no las tiraron, sino que se las entregaron a una trabajadora social que tenía facha de profesora corajuda. Todo lo demás lo recuerdo como entre sueños y no fue tan grave, ni tan doloroso, ni tan malo como lo pintan. La operación, el traslado a piso y la visita del médico sucedieron con bastante rapidez o eso me pareció. Ahora estoy bien, ya casi no duele, lo peor fue la espera. Nunca me sentí tan sola como en esa silla verde… Salvo quizá en ese momento, hace quince días, cuando viajé al pueblo de mi madre y al bajar del autobús me encontré con mis hermanos; camino a casa me rodearon con sus brazos y lloraron; entramos juntos a la sala comedor donde los muebles estaban todos arrimados contra los muros, las luces apagadas, había olor a crisantemos blancos y a cera; la niebla se asentaba entre los cerros del otro lado de la ventana; en la cocina, las señoras del pueblo preparaban arroz con frijoles de la olla y tortillas de maíz amarillo para que almorzaran las visitas; mis tíos estaban ahí, mis tías habían sacado su rebozo de domingo, los niños jugaban en el patio de tierra como si no pasara nada; la banda llegó y se quitaron el sombrero y menearon un poquito hacia abajo la cabeza y se sentaron en dos bancos largos afuera de la casa para, después del almuerzo, empezar a tocar de camino al camposanto a donde todo el pueblo llegó para despedir a mi madre y murmurar entre suspiros que había sido una buena mujer, tan joven, tan llena de vida, y sus hijos, chiquitos ellos, y la nena más grande que se fue a la capital y ya trabaja, pero pues, lejos. Nunca me sentí tan sola como cuando te llamé desde el teléfono fijo de la casa de mi tío para saber a qué hora llegarías y me dijiste que no llegabas, que estabas muy ocupado, que tenías trabajo o algo así.


Merienda

Ella me seguía mandando mensajes de manera constante, incluso más que cuando estábamos casados. Me mandaba foto de sus vacaciones en la playa, con el bikini de rayas rojo y blanco que le había comprado en la escapada loca que nos dimos en la moto a Acapulco cuando más enamorados estábamos; un pie moreno, enchanclado y peludo asomaba como por descuido, detrás de la tumbona. Me escribía que estaba en su sesión de depilación láser “Mira, por fin me animé”, me contaba los avatares insulsos de su día o que su hermano estaba de visita y me mandaba saludos. Me decía que Tomasito, nuestro chihuahua, había mostrado actitudes extrañas desde que se lo llevó de la casa. “Es un macho jarioso, como todos, míralo, se está cogiendo a mi bota el marrano”, tonterías así. Eso, según mi terapeuta, había causado que la separación fuera un lento desgarramiento. Las manos de la terapeuta dibujaron un gesto sobre el escritorio: los codos apoyados en el borde y los dedos entrelazados se separaron lentamente simulando fibras en tensión que se iban rompiendo progresivamente sin acabar de separarse del todo, como quien se demora mucho en partir un pan correoso para remojarlo en el café de la merienda. El gesto, no obstante, describía mal la situación. Las manos de la terapeuta dividían en dos el pan imaginario, cuando nuestro caso se parecía más al azote pendular de una bola de demolición: ella se alejaba unos días, volvía y destruía algo. Más preciso todavía sería imaginar una bola de demolición con dientes afilados que a cada golpe se encajaban bien hondo y arrancaban lo mordido en su retroceso. No hay un arma o herramienta de destrucción con esas características, pero si la hubiera, seguramente mi terapeuta se habría referido a ella para hacer el símil.

Con las primeras dentelladas me quitó la computadora de escritorio y la camioneta, “al fin que tú tienes la moto, ¿no dices que tanto te gusta?” Luego fue llevándose poco a poco los muebles y los trastes y el colchón nuevo y los libros y los lp. Se llevó toda su ropa y sus cosas, incluso sus cremas y sus botes de champú. Por accidente, según dijo, se había derramado su perfume en la alfombra del cuarto: “Lo siento, ahora te vas a tener que quedar con mi olor.” Compensaba de vez en cuando del despojo ofreciendo su cuerpo blanquísimo para una cogida repentina o un mensaje en apariencia benigno de “¡Te extraño, bebé! Nadie como tú para estas cosas”, acompañado de una selfie rodeada de tubos y piezas de un librero desarmado. Mi colección de Star Wars, la cuenta de Netflix y el contrato de servicio de cable e internet se sumaron al saqueo. Iba y venía, y con cada arremetida arrancaba un fragmento del mundo que juntos habíamos edificado, como quien pellizca un pan para merendar sin hambre, nomás por el puro gusto de ver las migas regadas sobre la mesa.

“¿Por qué tanta saña, carajo?”, le pregunté desesperado la tarde que la vi tomar en brazos a mi perro para llevárselo. Me había interpuesto a mitad del pasillo para detenerla, pero ella se abalanzó con Tomasito anidado en el pecho; sus ojillos estaban muy abiertos, temblaba y asomaba los dientes frontales. Preferí no tocarla por temor a que se sintiera agredida. O tal vez porque Tomasito estaba en sus brazos y sus huesos eran demasiado frágiles para intentar un forcejeo. Me sentí impotente y me limité a lanzar aquella pregunta a modo de estertor. ¿Por qué? Ella se acercó a la puerta dando taconazos firmes y una vez con la mano en el cerrojo contestó: “Porque sí, porque puedo, pendejo.” Al día siguiente me mandó la foto de Tomasito cogiéndose a la bota, y una semana después la foto de mi chihuahua en la mesa del veterinario, sedado, con una gasa teñida de rojo entre las patas traseras.


Cena

Un par de días después de la boda fuimos al Palacio de Hierro a elegir los regalos. Era extraño habernos quitado el traje y seguir siendo los novios. Era extraño haber pasado de un estado al otro sin que el cambio fuera visible, palpable. No había nada, además del papel firmado, los anillos y las fotos, que probara que habíamos contraído matrimonio. Me refiero a que no había en nosotros algún cambio físico visible; desde hacía rato éramos pareja y vivíamos juntos, sin embargo, algo muy en lo profundo había cambiado. No podía decir exactamente qué.

Recorrimos los pasillos del departamento de blancos para ver qué regalos conservaríamos: la cafetera de expresso, el juego de ensaladeras de bambú, la aspiradora. Y los que no: la máquina de hacer palomitas, la olla boba, el horno eléctrico y el tostador de pan. El cambio nos daría un buen saldo a favor en monedero electrónico que podíamos hacer válido en la adquisición de otros enseres. Ella eligió para el reemplazo un juego de sábanas de mil quinientos hilos, otro juego de cubiertos de diseño menos clásico, más minimalista y tremendamente impráctico. Yo elegí un florero de vidrio soplado y un cuchillo santoku de acero japonés con oquedades a lo largo de la hoja para que las lajas de verdura o carne no se adhirieran al ser rebanadas con perfección de samurái.

“¿Y eso para qué lo quieres?”, me preguntó con un claro dejo de irritación en la voz. “Tenemos como veinte cuchillos en la casa”. Tenía razón y el santoku no era nada barato, pero siempre había querido tener uno. “No sé, me gusta”, le dije y la vi voltear los ojos hacia las cuencas. Quería llevarse la máquina de hacer pan o reservar el saldo restante para completar después la compra de un lavavajillas, pero insistí y acabamos llevándonos el cuchillo santoku y un juego de tacitas blancas de cerámica Haus.

Llegamos a la casa y nos pusimos a acomodar todo para después preparar la cena, porque vendrían sus compañeros del doctorado, la jefa de departamento y no sé quién más. La cocina estaba impecable cuando saqué las verduras y puse a hervir el agua para el cuscús. Ella abrió la primera botella y empezó a beber y a chismosear en la sala con su amiga que llegó dos horas antes de la cita. Yo lavé las verduras y me puse a afilar el santoku nuevo. Me gusta afilar bien los cuchillos, en eso puedo decir que soy un experto. Aprendí los procedimientos rudimentarios de la piedra y la tarazana cuando ayudaba a mi madre a vender pollos en el mercado, luego me obsesioné con el tema y me dio por buscar métodos de amolado más precisos como la lija de grano fino y la cinta de gamuza para asentar el filo. Mi mano aprendió los movimientos precisos, el trazo de una materia granulosa, menos fría y menos sólida que el acero, que a fuerza de metódicas pasadas va peinando las partículas que componen la hoja para lograr un borde uniforme y finísimo, un canto limpio cuyo ángulo pueda verse perfectamente liso a través del objetivo de un microscopio.

La piel de los tomates cedía con el solo peso del cuchillo. Las zanahorias y las papas no requerían alzar los hombros para apoyar el peso del cuerpo, aunque eso sí, había que tener cuidado con los dedos, engarruñados siempre detrás del corte como hacen los verdaderos chefs. Llegaron los invitados y cenamos. Ella había bebido una copa tras otra y al final de la noche cayó rendida en el sofá. Me puse a lavar los platos, las ollas, limpié la encimera y saqué la basura al patio. Durante la cena, alguno de sus amigos cometió la estupidez de ir a la cocina y cortar rebanadas de queso con el santoku. Las densas partículas de grasa habían mellado el filo, por lo que tuve que pulirlo un poco antes de colgarlo de la cinta magnética adherida al muro. Me sequé las manos y fui a despertarla para que nos fuéramos al cuarto. Iba a mecer su hombro cuando se iluminó la pantalla de su celular, abandonado sobre su regazo. No pude evitar leer la serie de mensajes que había recibido. Mi ojo atrapó cada palabra en los dos segundos que tardó la pantalla en oscurecerse de nuevo. No pude evitar la rabia.

Me encerré en el baño para no despertarla todavía y lloré lo que tenía que llorar. Me mojé la cara y me sequé con una de las toallas nuevas. Aspiré el olor del paquete recién abierto de popurrí de manzana. Fui a la recámara y empecé a llenar con mi ropa la maleta Chloé que llevamos en nuestro último viaje. Guardé las cosas del trabajo en mi mochila, algunos libros, los cargadores y la memoria de respaldo. Entonces decidí despertarla y decirle que me iba. Ella hizo a un lado la manta de alpaca y se talló el desconcierto de los ojos. Le repetí que me iba y le entregué su celular a modo de explicación. Ella dio un vistazo a la pantalla y una turbulencia de palabras comenzó a batir el aire, cada vez más aguda y más feroz. Los gritos retumbaban en las persianas que recién había instalado el fin de semana. Sus talones golpearon el tapete rojo. Traté de calmarla, pero se soltó de mis brazos y fue a la cocina, me arrojó a la cabeza una de las tazas del juego de porcelana Haus. Se estrelló contra el borde de la puerta que yo estaba por abrir. Volví sobre mis pasos para pedir cuentas, que me mostrara los mensajes, que hablara al menos por una vez con la verdad. Mientras tanto, el cuchillo santoku aguardaba, frío y paciente como la pistola de Pushkin, el momento de representar su papel en la obra.





Ave Barrera. Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y la maestría en Letras Modernas Portuguesas en la UNAM. Obtuvo la beca Jóvenes Creadores en la disciplina de Novela en las ediciones 2010 y 2014. Es autora de la novela Puertas demasiado pequeñas (Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo 2013, de la Universidad Veracruzana; Alianza, 2013; Bogotá, Laguna Libros, 2016), de la novela infantil Una noche en el laberinto (Edebé, 2014) y de los libros para niños Nezahualcóyotl, coyote hambriento (CACCIANI, 2015) y Piedra de agua (CACCIANI, 2016). Actualmente imparte clases de Narrativa en la Universidad Iberoamericana.