Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Circuito cerrado

Guadalajara, Jalisco, 1983








Es difícil superarlo… Porque de eso se trata, no de dejarlo inconcluso y pasar a otra cosa ni de volver a un estadio anterior, hay que sobreponerse, trascender la situación que te está jodiendo; uno debe “recuperarse”, como se recupera el que sana de una enfermedad y también el que alguna vez se perdió a sí mismo. Es muy difícil, yo lo sé. Vaya si lo sé… Mira, todavía hasta hace poco saltaba de la cama porque en sueños escuchaba al Bombacho regañar a Vóitek por haber estacionado la motocicleta afuera de la casa… Pobre Vóitek, me enternecía hasta el grado de la angustia: balbuceaba un montón de razones pero el otro no lo escuchaba, y es que el Bombacho era el malo, y el jefe. Así se llega a la cima en las organizaciones criminales, siendo intransigente, inflexible, irracional.

“Es que en caso de emergencia…”, alegaba Vóitek. “¿Cuál emergencia?” “Si llegara la policía, si hubiera un terremoto, esta casa está cayéndose…” “No seas pendejo, Vóitek, esas cosas no pasan.”

Bastaba escuchar al Bombacho para convencerse de que jamás llegaría la policía ni se derrumbaría la casa; la voz de los malvados siempre es así, convincente por fuera y fatal por dentro.

“La cuido bien, es imposible que se me escape y huya en la moto”, decía Vóitek, como jornalero que con sombrero en mano pidiera un aumento al patrón de la hacienda.

“Ya sé que la cuidas bien”, el Bombacho aceptaba su argumento de inmediato para demostrar que ya lo sabía y que no le importaba: la motocicleta debía meterse a la casa simplemente porque él así lo había determinado, porque quería tenernos encerrados a los tres: a Vóitek, a la moto y a mí.

Ese Vóitek me simpatizó desde el principio. Me afligía pensar que aunque algún día yo estuviera lejos del Bombacho, él seguiría en ese cuarto sin ventanas, escuchando la radio o yendo y viniendo de un lado a otro.

Nunca me quiso contar su vida completa, pero con los retazos que se le escaparon en nuestras conversaciones pude hacerme un esbozo. Por su acento, yo diría que nació en el Norte, y en una familia disfuncional, ya que nunca mencionó a su padre. Seguramente era muy joven, porque muchas veces no sabía qué hacer, o más bien, no sabía cómo hacerlo, pero cuando sí lo sabía, actuaba con gusto.

“¿Por qué no consigues un trabajo más digno?”, lo increpé alguna vez. “¿Cómo qué?”, me contestó tras un sincero silencio, como si por un momento hubiera buscado otras opciones o hubiera tenido la voluntad de hacerlo. Bueno, no conocía la dignidad, mas no era indigno.

Te lo digo porque lo sé, es difícil, muy difícil. Uno es alguien feliz, relativamente; es decir, uno vive tranquilo y tiene planes para el futuro que de ninguna manera son imposibles, pero de repente las circunstancias se enlazan hacia un callejón y se hace imposible seguir. No sabría decirte cómo empezó todo porque ahora se me figura que hubo detalles premonitorios; por mero convencionalismo empezaría a contar desde la mañana de un lunes: desperté muy temprano, puedo decir que radiante, con ganas de hacer algo; me puse el iPod y la música me activó, me calcé los tenis para correr y salí a la calle que, por cierto, estaba sola, como si los vecinos se hubieran puesto de acuerdo con mi destino. La frescura de una sombra gigante me hizo mirar al cielo, vi que las nubes se alistaban para la primera lluvia de la temporada, y aunque temí una tormenta, lo tomé por buen augurio, creí que me cansaría menos, me imaginé descansando en casa al ritmo del chipichipi. Iba pensando en eso y escuchando las canciones del mes cuando un empujón me desgajó del mundo y me puso en un auto salido de la nada. El golpe no fue muy fuerte pero tardé en reacomodarme la cabeza, de repente enfundada en un saco o algo parecido. Hice las preguntas de rigor, las preguntas del instinto ante el desconcierto: qué, por qué, quién, dónde, cuándo… Era un secuestro.

Alguien dijo: “Viene el tren, agáchala.” ¿Agáchala? Tuve la esperanza de un malentendido, todo lo malo es un malentendido, y es que no puede ser que esas cosas le pasen a uno… En fin, nunca me sentí tan contento de ser hombre. Pero la mano que me hundía entre los asientos era firme, constante, real. Después comprendí que me cambiaron el género porque yo dejé de ser Edmundo Márquez para ser La Mercancía. El psicólogo me lo explicó, es una técnica que usan los secuestradores para eliminar la calidad de humano y volver a la víctima una cosa. No todo lo de la psicología me convence, mucho de ella me parece una brujería civilizada. ¿Sabes algo?, yo mismo me sentí mejor cuando dejé mi personalidad, vaya, sufrí menos… Con la cara cubierta y las manos atadas era como un objeto esférico en un bolsillo.

Con lo que de humano me quedaba escuché la campanilla del tren y el semáforo de advertencia. Debía estar en la intersección de Inglaterra y Patria, mucha gente pasa por ahí, con suerte una patrulla honesta, con suerte alguien anotaría las placas del auto fantasma que me llevaba. Avanzamos, nos detuvimos, seguimos en línea recta, una vuelta a la izquierda me hizo caer a mi derecha, supe que estábamos saliendo de la ciudad, el auto traqueteó, se fue en zigzag lento y cuesta arriba, luego bajamos y volvimos a subir. Pensé en la montaña rusa, en la gallinita ciega, en la piñata y así hasta remontarme al primer día de mi vida.

Cuando me sacaron del auto el mundo había cambiado. Los bordes de las cosas no estaban bien delineados, hacía frío, llovía con la fuerza de agosto en pleno junio, en el mundo anterior apenas habrían pasado cuarenta o cincuenta minutos.

Pude recordar, porque me lo preguntaron, mi nombre completo, los nombres de mis padres, números telefónicos, claves bancarias. Me regresaron la vista para que revisara si habían anotado bien lo que les informé, volvieron a cegarme y me echaron a un cuarto sin aire y sin ruido, sin ventanas.

Tiempo después apareció él. “Hola”, dijo, “soy Vóitek “, y me dio de beber. Le agradecí y me preguntó si me sentía bien. Él estaba ahí para cuidarme, y mientras los otros me hacían temblar, con él sentía que yo tenía el control. El psicólogo afirma que en el fondo yo sabía que de pasarme algo malo, a Vóitek le pasaría algo peor, “relaciones de poder”, dice. Yo no sé si uno tenía poder sobre el otro, pero claro que hubo una relación entre nosotros, y esa relación necesita de un adjetivo, aunque no sé cuál le vaya bien.

Los primeros días se sentaba frente a mí, exhalando cuando yo inhalaba, delatándose con su olor a humo acre. Después tomó la costumbre de andar de un extremo a otro, como un guepardo que buscara el rastro de la estepa en su jaula.

De a poco nos hicimos casi buenos amigos. Hubo un tiempo en que mi único dolor era imaginarme la angustia de mi familia; por lo demás, me encontraba bien. Lo he repetido hasta el cansancio: yo estaba bien. ¡Imagínate!

Vóitek tomó el riesgo de desatarme y cuando rehacía el nudo no lo apretaba demasiado. Yo le correspondí no forzándolo delante de alguien más. Conoció mis gustos en comida y aprendió a cocinarla y a comerla. También me dio a elegir qué música escuchar pero, ya para entonces más lúcido, le dije que escogiera él. No quería echar a perder mis canciones, no quería que el soundtrack de mi juventud se volviera el de mi cautiverio.

Fue contraproducente, a Vóitek le gusta la música inmortal, vamos, lo inmortal de nuestro tiempo: The Beatles, The Rolling Stones, The Doors… y ahora me pasa lo que quería evitar, ahora entro a un bar y se me oprime el corazón, ahora entiendo que hay canciones de un solo verano y canciones nacidas antes que yo que me sobrevivirán. “Los maestros”, dicen los músicos que sí escucho; a lo mejor mi oído se afinó en la oscuridad, porque puedo distinguir esa esencia al fondo de casi cualquier melodía pop, está en todos lados, oculta tras el aire, como ese fantasma que me hace voltear sobre mi hombro o revisar cada calle antes de dar un paso en ella… Es lo que actualmente trabajo con el psicólogo: borrar los rastros, quitarles el significado para no interpretarlos como señalizaciones de una carretera fatal. En eso estoy de acuerdo. No sé si después salga con otra cosa, de cualquier manera, pasando esto daré por terminada la terapia, mi objetivo es dejar de creer que me están acechando; lo demás es asunto mío, y no se debe aceptar ayuda cuando se trata de solucionar cosas muy personales… Aquí me contradigo, ¿no? Sólo te cuento mi experiencia, al menos servirá para que te convenzas de que es posible morderse el corazón hasta calmarlo.

Por cuenta propia me he obligado a dormir con antifaz, a correr por las mañanas; no sé si sea cierto, me refiero a eso de “enfrentar tus miedos”, “cerrar el círculo”, “saldar las cuentas pendientes”, y es que no se sabe qué habrá después, qué hará uno cuando se haya completado el circuito, pero siempre es bueno tomar al toro por los cuernos... Este año me sorprendieron las cabañuelas en pleno jogging.

Giré sobre mí mismo defendiéndome del fantasma, corrí a toda velocidad hacia mi casa, pero logré detenerme, y me esforcé por regresar..., quién sabe si al convencerme de que hacia atrás no había camino en realidad no estaba cayendo a lo más profundo de mi trauma oscuro, de cualquier manera paré un taxi y lo abordé con los ojos cerrados.

“¿Adónde…?” “Siga derecho…” Ante la vía del tren le pedí que se parara y me cubrí el rostro con la capucha de la sudadera. “¿Se siente bien?”, me preguntó. Seguro que fui su pasajero extraño del día. Todos los taxistas tienen uno.

Sonó la campanilla del tren y la advertencia del semáforo. Le pedí que continuara derecho, después una vuelta a la izquierda. “Estas calles están horribles”, dijo, enojado porque el camino evidenciaba el mal estado del auto. “¿Por dónde le sigo?” Le indiqué un camino de terracería que entreví por un hueco de la sudadera y los matorrales. De momento se negó, pero si por dinero se mata y se muere, por dinero se puede meter a la maleza un coche que a final de cuentas ni siquiera es tuyo. Derecha, izquierda, derecha, arriba, abajo, arriba. Llegamos a una comunidad rural, con caballos y fincas espaciadas. Pagué la cuenta, salí del taxi y me mordí la lengua para no gritarle que volviera. Estuve recorriendo la zona el resto de la mañana. Cuando vi mi celular para saber la hora me di cuenta de que la batería se agotaba y de que no había señal, me pareció estar consultando una brújula moribunda, estar entrando al país de los recuerdos.

En la tarde di con una motocicleta estacionada afuera de una casa inofensiva. Crucé un pequeño jardín cuidado por la naturaleza y abrí una puerta sin llave. Entre la humedad reconcentrada del lugar se percibía un olor a humo acre, desde el otro lado de la casa llegaban los acordes iniciales de “In my life”. Me acerqué al compás de las cuerdas, como tocando la guitarra con los pies. Por un resquicio entre la puerta y la pared vi la silueta de un joven de espaldas y el bulto de otro, sentado de frente a mí, éste tenía los ojos vendados y las manos libres para tamborilear; ambos cantaban en la penumbra.

Es difícil. Es lo más difícil. No grité pero tampoco me cuidé de no hacer ruido. Bajé a la ciudad sin mirar atrás…, eso es fundamental, todo lo que te trato de explicar se resume en no mirar atrás después de haberse decidido; cuando sientas una chispa de odio, cuando entreveas algo decepcionante, aférrate a ello, hazlo crecer, toma la decisión y no la sueltes aunque te queme la mano, y corre. El primer paso es el más difícil, a los muchos kilómetros ya no te pesan los pies, pero no te confíes, muchos pierden cuando creen que ya ganaron. Corre hasta que le hayas dado la vuelta al mundo, hasta que estés en el mismo lugar pero en distinto tiempo y seas otro.

Eran las siete de la noche, había vuelto la señal telefónica y el indicador de la batería titilaba como un semáforo a punto de ponerse en rojo. Pude estrellar el aparato contra el piso, cual niño enojado, pero llamé a las policías: a la municipal, a la estatal, a la federal, exageré algunos detalles, inventé otros, fingí llorar y después lloré de verdad. Llamé a la radio comunitaria para decir que acababa de escapar de mis secuestradores, que otra persona seguía cautiva. Creo que salí al aire, y también que mi teléfono murió en el momento preciso, en el de más tensión, cuando los escuchas estaban preocupados y querían saber más y hacer algo al respecto.

Yo estaba alterado, pero todo debió pasar tal y como lo percibí: como una bola de nieve, como un alud que a través de los senderos se divide y se multiplica y se vuelve a unir.

Llegaron las policías. Sin su permiso, contra sus indicaciones volví a subir la cuesta y alcancé a ver cómo dos agentes reconfortaban al rescatado que no paraba de sollozar, que no dejaba que lo protegieran de las luces y miraba a todos lados como un niño perdido. También vi a un joven esposado, temblando. Entre las intermitencias rojas y azules la cara de Vóitek no era muy distinta de como la imaginaba, me refiero a que iba bien con su voz y con todas mis suposiciones. Diría que era exactamente como debía ser.

Fue difícil, doloroso, pero bien plantado pude decirme con convicción: “que se lo lleven, que lo encierren, que se pudra”.





Óscar Guillermo Solano. Es escritor y egresado de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Universidad de Guadalajara. En 2009 ganó el primer lugar en el certamen nacional “Tinta y whisky”, convocado por Ediciones Urano, Whisky Dewar’s y la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, con el cuento “¡Digan whisky!”. En 2010, su cuento “La última” mereció el primer lugar en el Premio Nacional al Estudiante Universitario “Sergio Pitol” en la categoría Relato. Es autor del libro Los echamos de menos (XIV Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola; Editorial Universitaria, 2015).