Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Romam vado iterum crucifigi (o épica de la desgracia en VHS)

Monterrey, Nuevo León, 1982











—I like to remember things my own way […]
Not necessarily the way they happened.
Fred Madison en Lost Highway (David Lynch, 1997)


Este recuerdo no es la reinterpretación de un suceso concreto, sino la memoria de imágenes dadas por una película casera: horizontales líneas de ruido blanco superpuestas en el origen. Pese al deterioro de la cinta, en la pantalla se percibe un día soleado. No, no son brillantes colores los que delatan el estado climatológico, son los gestos de una muchedumbre exhausta que improvisa sombrillas con lo que tiene a la mano. Y algunos en la mano tienen vasos de coca con hielos, bolsas de papas fritas curtidas de limón y salsa, rebanadas de frutas con chile en polvo; y es probable que entre estas manos haya alguna que sostenga una furtiva cerveza envuelta en papel periódico. Es probable, pero esto no podría constatarse en el video, sólo en la conjetura que de él hace la memoria. Incluso, si el recuerdo tuviera mejor definición, podríamos especular pretensiones de huida ante el retraso del evento. La espera ha sido sólo unos minutos pero el sol sobre la piel traduce horas. La multitud está ansiosa y expectante, lentamente cocinándose en sus jugos para ver el espectáculo. Aunque ya sepan de qué va, aunque se haya repetido cada año. Cada año la rutina de aguardar pacientemente, sentados en las hieleras, en los cofres de sus carros, mientras la lixiviación del chile en polvo al contacto con la humedad de las frutas sucede.

Finalmente, el grito de un niño, invisible a cuadro, nos avisa la esperada aparición. En la pantalla, un grupo de hombres emulando a un ejército romano se abre paso ayudado por lanzas forradas de papel aluminio que hace unos días eran escobas. La gente los abuchea, los maldice, les tira cáscaras, bagazos, huesos de fruta, vasos de plástico, y los soldados contienen nerviosas risas, se cubren con escudos de cartón sin cesar en el avance. Cambia el humor del enjambre cuando al centro, en progresiva ovación, aparece un cristo mestizo sudando el exceso de maquillaje con el que pretendieron aclararlo. Una barba de peluche delinea el rostro lampiño y sus gestos efectuados por una cruz de triplay. Jadea, la multitud hace doppler, lo propagan, su sonido es una pelota que nadie deja caer. Unos pasos más atrás está la Virgen, cediendo protagonismo al que hoy ha de morir: con el hábito se cubre intentando simular congoja, la consuela uno de los apóstoles. La mancha humana, que hasta ahora ha experimentado el paroxismo de una diversidad de emociones, de pronto se torna sorprendida, recelosa, cuando María Magdalena hace su aparición. Un pedazo de cinta adhesiva contiene el bigote, puede percibirse que la peluca es una talla más chica pues se mueve a pesar de los fijadores y ese velo que no acaba por ponerla en su lugar. Los vapores de la respiración y el sudor amenazan con dejar escapar al bigote que María Magdalena detiene, aristocráticamente, poniéndose el dedo índice entre el labio y la nariz. Pero no es suficiente y se podría afirmar que, incluso, el pretendido remedio empeoró la situación. La cinta adhesiva vuela hacia la túnica y la multitud se divide, por primera vez, entre la indignación y la carcajada. Cristo curioso se vuelve sin soltar la cruz, indiferente al chicotazo producido por un látigo de estambre; la Virgen, ensimismada, no se percata del hecho y continúa su procesión en offside, hasta que el corifeo de travestidos romanos abruptamente se detiene.

Pareciera que el anónimo camarógrafo, encargado de filmar este recuerdo, no se dio cuenta de lo sucedido. O quizá sí. Quizá pensó que podría cortar el percance en la edición. O tal vez ambicioso, imaginaba que esta escena le permitiría participar en algún programa donde concursan accidentes que, según el grado de vergüenza, el público galardona. Porque la cámara persigue el clímax, situándose en una María Magdalena que se tienta las enaguas para encontrar el pedazo de cinta. Por el sonido especulamos que la multitud se homogeneiza hacia la indignación, pues los decibeles de la risa van cesando. Y lo encuentra entre un silencio colectivamente espeso. Y rápidamente se lo lleva al bigote. Pero la cinta ya no tiene pegamento: entonces la calma chicha que precede al huracán. Y cae. Cae. Calló: afásica la furia se aglutina: gravedad. Y en su terquedad vuelva a ponerla, esta vez ejerciendo una presión inútil que acaba por adherírsela a los dedos sudorosos. Slow motion del recuerdo cuando triunfante el bigote gana el ápice de su notoriedad. Y María Magdalena piensa, imaginamos que piensa, en la inminencia de las piedras.

[Pero hay de piedras a piedras, y entre piedras cerebrales siempre existe una angular.]

Si estuviésemos en el presente de esta escena de textura granulosa, tal vez percibiríamos mayor drama en el sonido de lumbre oxigenada que hace una bolsa de celofán cuando, motivada por distintas emociones, una mano va arrugándola. Esa bolsa cuyo charco de jugo es la única prueba de que algo más alguna vez: el líquido mestizaje tiene un poco en lo que ahora la presencia que ya no. Pero esos minúsculos datos no son posibles en la memoria de la reproducción. Posible es avizorar la articulación de la palabra hombre emitida por una diversidad de bocas. Pese a que ya lo sabían, pese a que el signo del bigote arrastraba consigo la invisible semántica determinada por su órgano sexual, el hombre no terminaba de ser hombre hasta que la palabra lo nombró. Es un hombre es un hombre es un hombre su nombre es un hombre es su nombre su nombre es. Sucede inédito el cauce cuando el error es obviado para que la idea fluya en favor de la corriente. El plano secuencial de esta memoria da la ilusión de cortarse donde la mancha humana comienza primeros vapores: aisladas burbujas de ira se inflaman y revientan salpicando un horizonte que está a punto de bullir. Esta ilusión de fisura en la secuencia es producida por la exabrupta coreografía de los cuerpos que valsean su promesa de caos. No, no, esto es pura conjetura de interpretación, en realidad, la ilusión de corte en el plano secuencial es efectuada por una mano invisible entre la muchedumbre; o más bien un vaso: un vaso invisible sostenido por una mano invisible que lanza un visible chorro dorado y la inaudible sentencia ahí va el agua de riñón.

Atendiendo a la ilógica lógica de los recuerdos (más de los recuerdos no vividos, de los que nos son implantados por footage), en la memoria, la turba puede ser asociada con un ingrávido enjambre de abejas en el cielo de una caricatura: sus emociones devienen una flecha pixeleada que perpetuamente flota para domesticar la inminencia. La inminencia: esa membrana vulnerada por el grito que la estría:

Crucifícala
Crucifícalo
Crucifícaloa
Crucifícalao
Crucíficale

Verduga zarabanda para gestionar la herida. El pueblo decide. El pueblo ha decidido. Alea iacta est.

No hay aroma. En el recuerdo no vivido no hay aroma. Pero existe la posibilidad de interpretar o especular la información del sahumerio de mirra que sale del incensario que un monaguillo columpia a pesar del alboroto. Entonces, a partir de la breve aparición a cuadro de ese doncel en sotana, el recuerdo no vivido huele a mirra; pero si acaso esa señora espontánea1 que, a efecto de las aglutinaciones, habitualmente aparece arrastrando una hielera con rueditas (cangurera a la cintura), hubiese sido capturada por la cámara, el recuerdo no vivido quizá también olería a tortillas de harina tibias que protegen con lealtad no humana los guisados de su dentro. Y probablemente este aroma suavizaría la incertidumbre del recuerdo o tal vez a la ansiedad de la memoria amainaría.

Pero no:

Vuvuzelas y matracas contrapuntean la euforia de un deseo milenario. Es un grito instalado en la información de cada uno, es una desconocida urgencia, una defensa inoculada en nuestros primeros años muy dispuesta a aparecer cuando se atentan cosmogonías. No el ritual de treinta y nueve latigazos, sino un grito que efectúa lo prematuro. Aquí la paciencia es un niño que jala la mano de su abuela, apura el paso y da un brinquito cada vez que escucha el doppler de los que a unas cuadras el castigo exigen. Se vuelve intermitente y molesto, casi a punto de soltarla para ir corriendo hacia la multitud, quiere ya ser parte de lo que no sabe. Llegan a la escena y la muchedumbre abre espacio para privilegiar la mirada de esos dos que fugazmente suceden frente a la cámara. Los curiosos eran dos que a los minutos se volvieron fibonacci: ahora resulta imposible recordar los bordes de una multitud que fue ensanchándose a la velocidad del rumor.

Catalizador de este mosaico ecuménico es un bigote cuya dueña permanece estática, una fotografía que suda y parpadea apelmazadas las pestañas por la sal y el rímel. Su silueta es nuclear, le brinda cierto orden al derrame furibundo que la acota: área y perímetro; sin embargo es turista en su contexto (un incendio provocado y contenido por la brisa salivosa de los gritos), pantocrátor travestida en una justa futbolera sin balón. La calidad de la imagen pardea colores y da la impresión de ralentizar movimientos, aún más ajeno se vuelve su presente, más pasado, más interpretativo, no lo que ocurre en la escena sino lo que la memoria reproduce. En la memoria del recuerdo no vivido, es esta extranjería la que suscita decoraciones sagradas, evoca un halo de santidad, artificia lo imposible: querubines como fénix que emergen de un charco de lodo y orgullosos aletean la desgracia junto a ella.

Aunque todo esto ocurre en la bisagra de una década pasada, probablemente cercana, la memoria añade ingredientes históricos, impactantes detalles de recortes medievales alguna vez visualizados en enciclopedias, fingidas emociones de talk show, genuinas, orgánicas reacciones colectivas en un estadio de futbol (trasmitidas por televisión), adjetivos aprendidos en los titulares del periódico y/o la experiencia de una lesión propia, o su idea al menos, más si del souvenir de ese dolor hay cicatriz. El recuerdo no vivido es un collage, es el implante de un vía crucis donde es posible que María Magdalena haya sido un hombre, es posible que todos los intentos del sacerdote en turno por persuadir a la muchedumbre fueran en vano, son posibles los clavos, las flores de tétano que más maduran y se pudren bajo el insolente sol, es posible el aroma del salitre que perpetuamente se sublima para formar nubes de sequía (sobre un paisaje de mezquites, gobernadora y sahuaros), el jugo de limón al contacto con el chile, el sahumerio de mirra, el guisado de frijol con queso y su calor contenido por las tortillas de harina, es posible la cruz de triplay que se astilla por un peso incontenible y de inmediato se quiebra y sobre el comal de concreto deja caer el ominoso cuerpo de un hombre que pretendió ser mujer y ser puta. En el recuerdo no vivido, las líneas de ruido blanco superpuestas en el origen de la película casera son también protagonistas, son manchas añosas en las pupilas, son una persiana para atestiguar otro tiempo que sigue siendo presente y sigue siendo posible porque posible es la reproducción. Y en este aluvión de especulaciones, también es posible que quien recuerde lo no vivido tienda a identificarse con María Magdalena, con Jesús, con el ejército romano, con la amorfa muchedumbre, el sacerdote en turno, la abuela, o el niño, o ambos, aunque en realidad su percepción, su postura, su recuerdo, suceda a través de lo que captura la lente, es decir, desde un instante atestiguado por una persona que es el camarógrafo, de sus decisiones acorde a las capacidades de la cámara o de lo que consideró importante grabar, almacenar análogamente en una cinta magnética para llevar a cabo la posteridad.

En este recordar lo no vivido es igualmente posible que María Magdalena haya recibido el indulto, que la democrática intención de la muchedumbre haya sido aleccionadora, que su hostigamiento no deseara llevar un hombre a la cruz sino asustarlo simplemente, inaugurar un ejemplo, levantar la voz, decir que sí se puede y revirar previo al primer golpe para mostrar compasión y aplaudirse la misericordia de todos. Del cielo cae el confeti imaginario de una epifanía cuando se regocijan de la bondad propia, se celebran, suben el volumen de sus estéreos para que el ruido matice la pluralidad de sus gustos musicales en todas las calles. Que, tras la posibilidad de esa decisión, se haya instaurado el día de la benevolencia y la libertad de expresión (juntas) en el barrio, que se celebre cada año, que cada año haya un simulacro, que la gente se vista como se vestía la gente en esa época en que el video.

En el recuerdo no vivido todo es posible pues la prótesis de la memoria no alcanza a mostrar si María Magdalena fue crucificada o no. Cuando más alebrestada la muchedumbre, el tripié de la cámara hace un bamboleo que la memoria recuerda como un vaivén de la mirada, un temblor, trastabillar de los ojos, súbito zoom in al pavimento y los pares de zapatos que lo pisan. Entonces las paralelas líneas se ensanchan, ineludibles se buscan hasta encontrarse en la totalidad del ruido blanco que es muchas abejas sobre el cielo encapotado de una caricatura o un palimpsesto de pixeles 8 bits o la secuencia de planos arquitectónicos para llevar a cabo un abismo o la microscópica visión de una enfermedad imaginaria o el itinerario radiográfico del silencio o tal vez un dios que con su tecnología observa a la multitud en time-lapse. Es un hiss que gorjea ahí donde el olvido, es un sonido de azogue que sucede en los que intentan especular el rostro del camarógrafo al caer la cámara.



1 Igual que la flora que sólo es posible tras los incendios, existe una fauna (humanos incluidos) que sólo es posible saberla por los percances.


Gabriela Torres Olivares. Ha publicado los libros de cuentos Están muertos (Harakiri, 2003), Incompletario (Ediciones Intempestivas, 2007) y Enfermario (FETA, 2010); este último será publicado en inglés por la editorial angelina Les Figues Press.