Diez narradores (1980-1989) / No. 200

Ciudad que termina

Tepic, Nayarit, 1981











Para Dido Almárcegui (la primera Dido),
Humberto Armas (el muchacho de la cámara)
y Valeria Zomazy (la segunda Dido).


Mi madre era comunista. O eso creía ella. Por eso no hice la primera comunión. Por eso y porque no quise. Quería hacerla porque veía que para la ocasión las niñas usaban vestidos bonitos. Se lo platiqué a mi madre. ¿Sabe qué me dijo?: “Puedes hacer la primera comunión, pero debes saber que una vez hecha, Dios ya no permite a las niñas contar mentiras”. Ella era española, doctora, pero a mí no me sale el tonito.

Se lo digo para que no se fíe de mí. Soy una niña que no hizo la primera comunión.

Nunca pude hablar por teléfono con nadie. No teníamos. Mi madre decía que por ahí nos podían espiar. Y no me quejo, eh. De hecho, hasta la entiendo.

Yo nací acá, pero unos años después mi madre quiso regresar a España. Allá pasamos tres años. Recuerdo que en la primaria española en la que estaba, yo tenía clases de ética mientras mis compañeros tomaban religión. Mis maestras se la pasaban haciendo bucles con mis cabellos, nada más para pasar el rato. Así que no aprendí ni ética ni religión.

Soy un espanto, ya sé. No debería decirlo yo. Es su trabajo, doctora. No me quiero entrometer. Usted es la que pone ahí si estoy loca o no. Seguro ya lo puso…

¿Sigo?

Lo que sea. Sobre mí.

Bueno.

Me gustaba consultar periódicos viejos. Hace mucho iba a la Biblioteca Pública, a la vieja. Antes yo era diferente, hasta fui a la universidad. Quería otras cosas. Apuesto a que no se lo imaginaba. Yo quería ser historiadora. No me titulé, pero me gradué. Me encantaban los microfilmes, y ese mueble que tenían en la biblioteca con cajoncitos llenos de tarjetas. Lástima que el lugar ése esté cayéndose. Un terremoto más y se viene abajo. ¿Ahora qué hay ahí?

Ah.

No, no he ido a la nueva biblioteca. ¿Ya para qué? Es otra vida, como le digo. A veces me acuerdo y hasta me da la impresión de estar en la cabeza de otra persona. ¿Le ha pasado? Había cosas que entonces me importaban mucho; ahora nada más me dan risa. Entonces era lesbiana. Lo soy, pues, porque eso no es como apagar o prender la luz. Lo que digo es que entonces me importaba el amor. Creo que estaba enamorada. Pero lo pienso y lo pienso y ya no me acuerdo de la sensación de enamorarse y todo eso. ¿Sabe qué es curioso? Que la conocí en la barranca de Huentitán, igual que al muchacho de la cámara. No sé si eso signifique algo, supongo que no.

Tenía casi toda la vida viviendo en Guadalajara, pero nunca había ido a la barranca. Quién sabe por qué. Mi madre y yo no salíamos de los mismos rumbos. Fue en la licenciatura que conocí la barranca, precisamente cuando dejé la casa. Me fui a vivir con unas compañeras. Vivíamos cerca del zoológico. Una de ellas tenía la costumbre de ir a correr a la barranca. La bajaba y la subía como si nada. Era saludable, no fumaba, no tomaba, tenía la cara muy lisita. Una vez la acompañé y ya me estaba muriendo nomás de bajada. No sé cómo salí de ahí. Pero la barranca me gustó, me propuse hacer ejercicio, no tanto, eso sí, no tan drástico. Empecé a irme sola al parque mirador que está al norte de la Calzada Independencia, donde la ciudad termina. Pues ahí conocí a Miriam. Ya sabe, fue amor a primera vista, como dicen. Ella usaba una sudadera naranja, casi fosforescente. No pude no notarla. Ella era investigadora. Resultó que estaba de visita, que iba a vivir una temporada en la ciudad, que daría un seminario de Transcorporalidad y Urbanismo. Yo hice la misma cara cuando lo escuché, doctora. Pero no se me olvida, era experta en eso. Nos hicimos compañeras de ejercicio y amantes, porque ella estaba casada. De verdad que estaba enamorada de ella, le digo que no me acuerdo de lo que sentía, pero sé lo que hacía. Hasta me metí a su seminario. Me gustaba cómo llegaba y se sentaba a la cabeza de una de esas mesas grandes, ovaladas. Colocaba un par de libros y fotocopias frente a ella y daba inicio a la sesión. Apenas aprendí algo ahí. Miento: sí, sí hay algo que aprendí y que nunca se me olvidó. Ella tenía una manera, un tono poco común de decir las cosas, de explicarlas. No era como los demás investigadores. De repente se podía poner, ¿cómo decir?, como metafísica. Una vez nos dijo que Guadalajara no debía existir. Que su fundación no tenía significado alguno. Ya sabe, la fundaron varias veces por varias partes; hasta en Zacatecas, creo. Miriam decía que la ciudad era un error tras otro, como cuando tumbaron todos esos edificios del centro para hacer la cruz de plazas. A pesar de todo, aunque no lo crea, ella decía que Guadalajara era su ciudad favorita de México. Precisamente por eso, porque no tenía razón de existir, decía, porque esta ciudad era, según ella, como uno de esos mundos planos, pero sin tortugas o elefantes debajo. Que eso le gustaba, que la ciudad no estaba amarrada, que no estaba definida por su pasado, que no estaba sobre capas y capas de ruinas. Que era como las personas que se hacen cirugías todo el tiempo y que ya ni se acuerdan de cómo eran o de qué querían arreglar en un principio. Guadalajara estaba acostumbrada a derrumbarse a sí misma; sí, eso decía Miriam. Que le gustaba que aquí, en el fondo, no había nada sagrado. O que lo único sagrado para Guadalajara era estar cambie y cambie. Algo así decía. ¡Ah, claro! Y que por eso le encantaba ir a la barranca. Que se le hacía muy curiosa una ciudad junto a un abismo; esa palabra usaba: abismo. A lo mejor era medio exagerada, pero es cierto que Guadalajara no es una ciudad junto a un río o a un lago, o junto al mar. Chapala no cuenta. Yo no lo había pensado, pero sí es curioso. ¿Y se fija cómo la ciudad hace como que la barranca no existe? Es como si la ciudad le hubiera dado la espalda a la barranca. Casi ni está a la vista. Por eso el parque mirador es tan bonito, es como el agujero de una cerradura. Uno puede espiar algo que no se supone que veamos.

Sí, bueno, es que usted me dijo que le contara lo que quisiera.

Okey.

Pues antes le decía que me gustaba revisar los periódicos de la Biblioteca Pública. Los revisaba en orden cronológico. No iba a investigar algo en particular. Sólo los repasaba. Creía que en algún momento daría con un tema que podría servirme para hacer la tesis. Ahí andaba yo, hojeando los periódicos uno por uno. No los leía todos, claro, pero los repasaba. Ahora me doy cuenta de que nada más perdía el tiempo, que en el fondo ya sabía que nunca iba a acabar una tesis ni a ser historiadora ni nada. Pero así fue. ¿Se fija cómo ya hablo en pasado de todo? Sé que me voy a quedar aquí hasta que me muera.

Sí, sí, voy hacia algo. Le decía que revisaba los periódicos de encabezado en encabezado. En El Informador me topé un día con una nota roja que me llamó la atención. Más que la nota, me llamó la atención la foto que la acompañaba. Una mujer había matado a su marido con un hacha. Primero le dio con un marro y luego con un hacha. La historia es buena. ¿Quiere oírla?

Hecho. Pues sucede que esta mujer, Dolores se llamaba, se casó con el señor Pérez treinta años antes de salir en el periódico. Ah, esto pasó en los sesenta. Treinta años es mucho tiempo, pero en realidad el señor Pérez sólo estuvo en casa los primeros cuatro años. Luego se fue de bracero y ya no se supo nada de él por un buen tiempo. Pero el señor Pérez regresó. Descubrió que su mujer ya tenía otros dos hijos, hijos que no eran de él. El señor Pérez fue comprensivo; después de todo, sabía que ni una carta había sido bueno para mandar desde Estados Unidos. Dolores y su esposo dijeron: “Empecemos de cero.” Y así fue. Pero el hermano de Dolores, el hermano, oiga bien, estaba muy enojado con ésta por serle infiel al señor Pérez durante su ausencia. Amenazaba con matarla. Le decía al señor Pérez que si él, como marido, no la mataba, entonces él, como su hermano, sí lo haría. Un día disparó su pistola contra Dolores. No le dio, pero casi. Dolores declaró después que las balas le pasaron cerca. Dolores empezó a temer por su vida, pues vio que la amenaza iba en serio. Para esto, el señor Pérez se la pasaba borracho. A veces se atrevía a reclamarle a su esposa su infidelidad, aunque luego se arrepentía. Pero otra vez bebía y era lo mismo. Se ponía terco, insoportable. Y así pasó todo. Él llegó borracho, pero esta vez no atacó a su mujer con puras palabras, se le fue al cuello y la quiso ahorcar. Dolores empezó a gritar y apareció una de sus hijas, Amparo. Mire, qué curioso, se llamaba Amparo. Y Amparo no encontró mejor forma de ayudar a su madre que trayéndole un marro. Y con el marro Dolores le dio un buen golpe en la cabeza al señor Pérez. El golpe fue bueno, pero no tanto. El señor Pérez seguía vivo, me lo imagino babeando, sabe por qué, pero si el golpe fue en la cabeza, por lo menos lo dejó tonto. Entonces Dolores se dio cuenta de que debía matarlo. Que si ella no lo mataba, el señor Pérez la mataría a ella. El señor Pérez o su hermano. Entonces Dolores le pidió a Amparo que le trajera el hacha. Y la pobre Amparo no quiso. Se fue a su cuarto y se metió bajo la cobija. La misma Dolores tuvo que ir por el hacha. Ya cuando la tuvo en sus manos, la dejó caer sobre su marido varias veces. Zas, zas. Hasta entonces apareció otro hijo, el más grande, un larguchón de veintiocho años. Vio la escena: su madre con el hacha ensangrentada, la cabeza del señor Pérez toda cortada, el marro en el suelo. ¿Sabe lo que hizo? Nada. Nada, nada. Ahí se quedó viendo y le dijo a su madre: “Qué bien quedaste. Sácatela como puedas. Yo me voy a dormir.” No se me olvida. Dijo eso y se fue a dormir. Porque el muchacho dormía con su esposa en el cuarto de al lado. A mí todo esto me parece muy raro, claro, pero así decía en el periódico. Y Dolores se libró de su marido y se mantuvo con vida. Ésa es la historia feliz. Su foto viene en el periódico. Usted misma puede ir a la biblioteca y ver la foto. Es cierto, doctora. Ahí salen Dolores y Amparo. Dolores con el marro, lista para golpear de nuevo a quien se deje y se lo merezca; Amparo sale con su mirada triste, la pobrecilla se hizo cómplice por ayudar a su madre. Pero ni modo de no ayudar a la madre de una, ¿verdad?

No digo que hacer algo así esté justificado. Pero el mundo es un lugar muy raro. De veras. Hay situaciones que la hacen a una lo que es. Y ya siendo de tal o cual manera es que una decide hacer las cosas que hace. Porque es cosa de una. Yo sé que maté a esas personas. Pero el asunto no empieza ahí, no sale de la nada. Hay eventos que se encadenan. Uno controla las acciones, pero no el encadenado. Así es la vida.

La pobre Dolores, básicamente, tenía un problema químico. Hace poco leí en National Geographic un artículo sobre la química del amor. Decía que hay dos sustancias que provocan que ames a alguien: la oxitocina y la dopamina. La dopamina se libera cuando estamos apasionados, cuando se dice que alguien está loco de amor. La oxitocina es la que nos mantiene unidos a pesar de lo que sea, y dicen que los viejos la liberan en mayores cantidades, por eso la costumbre es más fuerte que el amor, como dice Rocío Dúrcal. Pero bueno, ambas sustancias, la oxitocina y la dopamina, son el amor. Seguro que nadie en la policía las consideró cuando revisaban el caso de Dolores. Tal vez en ese tiempo ni siquiera los científicos sabían que esas sustancias existían. No sé. No quiero decir que todo lo que hacemos sea culpa de sustancias químicas, pero muchas cosas sí. Están dentro de uno. Como atrapadas, como escritas por alguien más. No digo que Dios o que el Diablo lo manejen a uno, pues, como si fuéramos de esos monitos guiñol.

Como títeres. No somos títeres, no creo. Yo no soy creyente, doctora, pero le digo que hay cosas que una no entiende. ¿Quién soy yo, o usted, para decir que las razones de Dolores para matar a su marido son comprensibles? Que yo no haya podido enamorarme de nadie después de Miriam es algo que se explica químicamente. Oxitocina, dopamina. Pero no por eso digo que Dolores fuera como yo. A lo mejor a ella sí la poseyó el Diablo, digo, no creo, pero yo qué sé. Una no sabe.

Sé que nadie me quiere creer. ¿Pero qué quiere que le diga? Me pidió que le dijera lo que pasó. Y esto fue así: yo vi al muchacho de la cámara en el parque de la barranca. Como le dije, agarré la costumbre de ir ahí desde la licenciatura. En fin. Después de que Miriam regresó a su casa, me dieron ganas de entrar a un maratón, pero luego de un tiempo me dio flojera. “Hazlo por salud, aunque sea”, me decía a mí misma, “No siempre vas a ser joven.” Así que desde ese tiempo no había dejado de correr. Me levantaba tempranito. Me ponía mis tenis y la sudadera naranja de Miriam, que olvidó la mañana que se fue. Agarraba Avenida de los Maestros, luego Circunvalación y de ahí subía por la Calzada. Dejé de vivir por el zoológico, pero encontré un departamento no lejos de la barranca. La conoce, ¿no?, la barranca. No le pregunté hace rato.

El parque es bonito. Pasa el zoológico y el planetario, hasta donde topa la Calzada. A un lado está la Facultad de Arquitectura de la udg. Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño, como le dicen ahora. Pues ahí, a un ladito, está el parque mirador. Fue buena idea que pusieran el parque. Hay un cancel alto y desde ahí se alcanza a ver un largo camino de cemento bordeado por árboles. Al fondo no se ve nada a ciertas horas, por la niebla. ¿Ha visto una película rarísima que se llama El año pasado en Marienbad?

Es rara. Debería buscarla. Seguro se consigue en devedé o en internet. Ya ve que ahí ponen todo. Pues siempre me acordaba de esa película cuando iba a empezar a correr. Me acordaba de una imagen de la película: un jardín y un camino que lo atraviesa. Se ven algunas personas que apenas se mueven; como le digo, la película es muy rara. Aunque hace mucho que no la veo, no me crea todo. A lo mejor no me acuerdo bien. Pero recuerdo que en el camino que pasa por el jardín hay personas, unas solas, otras en parejas. Junto al camino hay arbolitos en forma de cono y esculturas blancas; lo extraño es que éstos no dan sombras, los objetos y las plantas no dan sombra, a diferencia de las personas. Es como si un sol iluminara a la gente y otro muy distinto a los arbolitos y a las esculturas. Eso me hacía pensar a veces si no estaremos todos así, como iluminados cada quien por un sol diferente. Por eso no nos podemos entender entre nosotros. Yo no podría entenderla a usted, ni usted a mí. No del todo, pues. Como a Dolores, yo nunca la pude entender completamente.

Bueno, pues por ese camino de cemento bordeado por árboles empezaba a correr todos los días. Ahí calentaba. Aunque antes de calentar me ponía a ver el camino que llegaba hasta la barranca. Esperaba a que amaneciera. En ciertas épocas del año hay mucha niebla, como le digo. Y no se ve nada. Nada más me veía yo, supongo, con mi sudadera naranja fosforescente, la sudadera de Miriam. Cuando había más niebla es cuando más me gustaba correr. Sacaba ganas de quién sabe dónde. Me gustaba ir avanzando sin saber muy bien qué había adelante. Claro que sabía, pues, pero yo hacía como si no supiera. Y entonces llegaba al primer mirador. Al principio con eso tenía para bofearme. Después llegaba a ese punto como si nada. Y me quedaba en ese mirador. Sentía que flotaba entre la niebla y que a mi alrededor, abajo, arriba, por todos lados, no había nada. Puro espacio. Todo blanco. De verdad, uno estira la mano y apenas se ven los dedos. Así de densa se pone ahí la niebla muy temprano.

Por lo general me quedaba en el mirador hasta que el sol pegaba más fuerte. Entonces la niebla se disipaba y ya podía ver mis manos. Veía la barranca y los árboles a mi alrededor. Veía a la gente que, como yo, iba a correr. Y yo seguía con lo mío.

Pero un día la niebla no se quitó. Yo sabía que el sol ya estaba ahí, pero la niebla no se iba. No le voy a mentir: tuve miedo. No sé por qué, pero algo me dio miedo. Entonces vi al muchacho de la cámara. Estaba parado en las escaleras que bajan del parque a los miradores. Esas escaleras con montones de escalones, como de pirámide. Ahí estaba el muchacho. Me grababa desde arriba, donde empiezan las escaleras, o donde acaban, según se vea. Me grababa, nada más eso. Era flaco. Con el cabello muy cortito. De lejos se veía pelón, pero no, sí tenía cabello. Su cara no la vi bien. No podría reconocerlo. No, no podría. Tenía la cámara sobre la cara. Vestía normal. Ya sabe, normal: pantalón de mezclilla, una chamarra. Hacía frío. A esa hora siempre hacía frío, pero se puso más frío cuando vi al muchacho. Y pensé en reclamarle, llamarlo pervertido o algo. Pero no lo hice. Le di la espalda y me puse a mover mi mano entre la niebla. Como lela, no sé por qué lo hice, de veras no sé. Movía mi mano como si fuera un avioncito o un pájaro. Sabía que el muchacho me grababa mientras lo hacía. Como que me gustó. Que me grabara, digo, me gustó que me grabara. Y así estuve un rato, dizque haciendo volar mi mano entre la niebla. Luego me detuve. Cuando volteé, el muchacho ya no estaba.

Sí.

Sí, sí. Al día siguiente me llegó el paquete con el casete. No venía el remitente. Ningún dato. No sabía que se podían mandar paquetes sin remitente. Pero sí. Le pedí una cámara a una vecina, puse el casete y ahí estaba yo. Era la película de mi vida. Lo sé, sé cómo suena, pero así fue, doctora. La película de mi vida, desde que nací. Desde antes, desde antes. La primera escena era de mi madre en el hospital. Mi madre tenía ese amigo hippie que conoció en Chiapas cuando dejó España para unirse al EZLN. Porque mi madre era española, ¿ya le dije?, y quería unirse a los zapatistas.

Primero vi esto en la pantallita de la cámara, pero luego la conecté a la tele para ver mejor.

La fantasía sexual de mi madre era desenmascarar en la selva al subcomandante Marcos. Es cierto, ella me lo dijo. Por eso se vino a México y por eso yo nací aquí en Guadalajara. Su experimento en Chiapas no funcionó. Pero mi madre era lo que se dice una rojilla, tenía que intentarlo.

Pues ahí estaba mi madre con su amigo hippie. Mi madre toda agitada, sudando. Dar a luz debe de ser horrible, por eso yo nunca quise tener hijos. El hippie le decía a mi madre que respirara, que se calmara, que mejor pensara en Dido. En mí. Mi madre hablaba gritando. Es que ella siempre se resistió a los modos mexicanos. Pues mi madre le contestaba al hippie que no me llamaría Dido, que me llamaría Sabina, como los árboles que se dan en su pueblo. Mi madre siempre fue, ¿cómo se dice? Siempre fue chauvinista. Aunque tal vez menos de lo que ella misma pensaba: al final me puso Dido, ¿no?

De ahí, el video pasaba a un momento de mi niñez. Ya no lo recordaba. Entraba al cuarto de mi madre y la encontraba llorando. Mi madre estaba muy guapa, con un vestido azul y un peinado muy bonito, pero ya no traía aretes, no sé por qué me llamó la atención eso. Le preguntaba qué tenía. Mi madre respondía que nada. Junto a ella, sobre la cama, había una botella de vino. Dentro de la botella había una cuerda enroscada. Yo tomaba la botella en mis manos y me sentaba junto a mi madre. Le preguntaba qué era eso y mi madre me contestaba que era un regalo de mi padre. Fue la primera vez que mi madre mencionó algo sobre mi padre. Yo nunca le había preguntado nada sobre él, y de hecho nunca lo hice. Sólo le dije en ese momento que era un regalo muy feo. Mi madre sonrió, se limpió los mocos con un kleenex y me dijo que algún día, cuando fuera grande, entendería que una cuerda de contrabajo metida en una botella no era un regalo. Nunca supe nada de mi padre, ni su nombre, ni nada. Aunque años después, cuando estaba en la licenciatura, vi una expo en el Museo de las Artes: en una de las salas había, sobre muchos pedestales, botellas con cuerdas de diferentes instrumentos musicales dentro; en esa misma sala, en las paredes, uno podía ver fotografías de obras de arte arrugadas. Así como le digo, el artista arrugaba carteles de pinturas famosas, “La Mona Lisa”, no sé, o la ola del japonés ése; luego desdoblaba los carteles, les tomaba una foto y los enmarcaba. Digo, no es que sepa de arte, pero entonces sentí como pena o tristeza, me dio tristeza pensar que el autor de esas cosas pudiera ser mi padre. Nunca volví a pensar en él, o sí, pero se me quitaron las ganas de llegar a conocerlo algún día.

Le decía: salían más cosas en el casete. Muchas cosas de mi vida. Era uno de esos casetes que duran ciento veinte minutos. El muchacho de la cámara no se había terminado la cinta. Entendí que el resto de la cinta era mi futuro.

Eso pensé, sí. Me quedé viendo un buen rato la pantalla negra. En silencio. En la pantalla negra vi lo que tenía que hacer. No, no lo que tenía que hacer, sino lo que haría. Lo demás, ya lo sabe todo el mundo, ¿no?

¿Ya se va?

Sí. Ya es hora. ¿Qué va a comer?

Tiene suerte de no ser árabe. No lo digo por racista. La gente siempre piensa que soy racista. Pero no, es que los árabes no comen patas de cerdo. Si fuera árabe, doctora, tendría prohibido comer patas de cerdo por una razón muy buena: los pies son la parte más cercana al suelo, ¿no? Y el suelo es la parte más cercana al infierno, que está abajo. Así que los pies son la parte del cuerpo más cercana al infierno. Es curioso, ¿verdad? A veces los pies no sirven para llevarnos a lugares mejores. Hay veces que nos acercan al infierno. Si esto nos hacen los pies a nosotros, imagínese lo que le hacen sus patas a los pobres cerdos. Para los árabes no hay cosa más abominable. Bueno, no sé si para los árabes o para los musulmanes, ya ve que no son lo mismo. Pero así me lo contó un viejo al que le compraba chácharas en la Colonia Americana. No sé qué habrá sido de él.

No se vaya todavía, doctora. Quiero decirle algo. Le voy a contar, es importante.

Ese viejo al que le compraba chácharas se llamaba Joaquín, o se llama Joaquín, no sé. Una vez Joaquín me dijo que también había visto al muchacho de la cámara. Él no estaba al tanto de lo que vi cuando la pantalla se puso negra. Él no tuvo nada que ver con lo que hice. De verdad. No le conté nada de esto. Pero a él también le había llegado su propio casete, el casete de su pasado y su futuro. Bueno, pues Joaquín me dijo lo que vio en su futuro. ¿Sabe lo que vio?

Vio el mundo quemándose. Como una bola de tela bañada en gasolina, consumiéndose lentamente. Eso vio.

No me cree. Está bien, está bien. Lo veo en su cara. No hay problema. A fin de cuentas no tiene por qué creerle a una niña que no hizo la primera comunión, ¿verdad?

¿Le puedo pedir un favor?

Cuando me muera, quiero que lancen mi cuerpo al mar. Quiero seguir moviéndome un rato más, ya sabe, antes de que el mundo arda. Puede apuntarlo, si quiere.



Rafael Villegas. Es narrador, historiador y doctor en Historiografía por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Es autor, entre otros libros, de Juan Peregrino no salva al mundo (Paraíso Perdido, 2011) y Monstruos de laboratorio. La ciencia imaginada por el cine mexicano (Instituto Mexiquense de Cultura, 2014). Coantologó Festín de muertos. Relatos mexicanos de zombis (Océano, 2015). Textos suyos aparecen en antologías como Los viajeros. 25 años de ciencia ficción mexicana (SM, 2010) y Hic Svnt Dracones. Antología crítica de la literatura fantástica mexicana (FETA, 2013), entre otras. Ha obtenido los premios Nacional de Poesía Amado Nervo 2005, de Ensayo Literario Agustín Yáñez 2005, Julio Verne 2007 y 2009, y Nacional de Cuento José Agustín 2009. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2010-2011). Actualmente es profesor en la Universidad de Guadalajara. Su página de autor es: <www.apocrifa.net>. “Ciudad que termina” fue publicado en Río entre las piedras (Paraíso Perdido, 2015).