EL RESEÑARIO / No. 199


 

Retrato de un testigo innecesario



Laury Leite

 

Felipe Polleri
El pincel y el cuchillo
HUM, 2011, 112 pp.

En su prólogo para la edición de Irrupciones, una recopilación de las columnas que Mario Levrero había escrito para la revista Postdata, puesta en circulación por la editorial uruguaya Criatura, Felipe Polleri, autor de la excelente novela El pincel y el cuchillo, declara que “un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa de la razón, al sentido común, etcétera”. Si la racionalidad del capitalismo contemporáneo ha organizado nuestras relaciones sociales siguiendo el principio universal de la competencia generalizada, la productividad y el máximo beneficio propios de las empresas, es la inutilidad del arte en sí misma, así como la vagancia, la pereza y otras formas de disidencia radical, lo que atenta contra el modelo empresarial que hoy rige nuestra forma de existencia. Al presentar una visión autónoma del mundo, las obras de arte que no atienden a imperativos comerciales pueden producir una ruptura radical con la lógica contemporánea, o el sentido común, y ser en sí mismas un pequeño acto de resistencia.

El universo narrativo que Felipe Polleri ha ido construyendo desde hace más de dos décadas funciona como ejemplo de la radicalidad con que el arte puede operar sobre la realidad establecida. Estamos frente a un autor insólito que no hace concesiones a nada que no sea su propia visión del mundo; un artista de lo monstruoso que construye su literatura desde la marginalidad. Incluso se podría decir que las decisiones estilísticas con que organiza sus novelas las empujan hacia los mismos márgenes del género. Ciertamente, lo que suele escribir son novelas; pero son novelas que en determinados momentos parecen transformarse en libros de aforismos, luego en pequeños ensayos que a su vez parecen transformarse en poemas camuflados. Cada volumen que publica da la impresión de sumar un capítulo más a ese gran libro alucinado que es la totalidad de su obra. Del mismo modo que ocurre en gran parte de su narrativa; El pincel y el chuchillo, una novela de 2011 que publica el sello uruguayo hum, se adentra en un espacio donde la deformación, la locura y el humor ácido se disputan el territorio de cada página. Si bien toda su obra dialoga consigo misma y hay un parentesco que relaciona todos sus libros, me parece que la mayor afinidad se establece entre El pincel y el chuchillo y Gran ensayo sobre Baudelaire (una novela histórica), publicada también por hum en 2007. En ambas se incorpora la figura de un artista que, desde su odio salvaje, su exclusión social y su locura, batalla contra la civilización occidental. Aunque el procedimiento de deformar la biografía de un artista ya aparece plenamente desarrollado en el Gran ensayo sobre Baudelaire, en El pincel y el cuchillo alcanza una libertad que provoca vértigo. En estas memorias (¿póstumas?), la frontera entre los hechos reales y los inventados estalla en medio de las carcajadas burlonas del narrador, que en realidad son siete narradores, que luego se atomizan en trece (o más) narradores, que finalmente descubrimos que se trata de uno solo, porque el narrador tiene múltiples personalidades. Raúl, un artista mentiroso y rebelde con apariencia de mendigo, se pasea por Montevideo armado con un pincel y un cuchillo, relatándonos los horrores que atestigua y atentando, tanto con sus obras como con su estilo de vida, contra la lógica que gobierna a su sociedad.

Una muestra de la rebeldía con que se conduce y que expone su ruptura con la racionalidad contemporánea se produce casi al inicio de la novela. Tras rechazar una invitación para “cacarear” en un programa de radio en el que quieren hacerle un reportaje en vivo, declara: “De cualquier modo, ya me consolé: mi negativa insultó a la civilización occidental y cristiana, a sus valores más caros. Insulté al éxito, sin duda. Creo […] que insulté a la fama y a la fortuna. Ojalá.”

Como Baudelaire, Rimbaud, Genet o Thomas Bernhard, Raúl pertenece a esa estirpe de artistas radicales que operan como testigos indeseados de un mundo en descomposición. Figuras incómodas que por medio de sus obras despojan a las personas de las máscaras con que suelen cubrirse y exponen el ridículo espectáculo escenificado por la sociedad. En uno de los pasajes más divertidos de la novela, Raúl se remonta a cuando trabajaba como pintor de brocha gorda (“miseria obliga”) y relata cómo, al ser contratado para pintar las paredes de una casa, acabó “inmortalizando” a los dueños debajo de la capa de pintura con que revistió las paredes: “¡Ay! Bastaría con rascar la capa de pintura que eligió la señora de la casa para que esos hijos de puta se vieran retratados como el Diablo los hizo.”

A lo largo de la novela, vemos a Raúl pintando el día entero como un poseso para olvidarse de que está solo. Cuando no está encerrado dentro de su galpón pintando uno de sus famosos autorretratos o retratando mendigos, sale a la calle en busca de modelos y ve “cosas horribles”. Pero no las rehúye ni las rodea sino que, fiel a su convicción de que la vida no es bella, las mira de frente, y con el material que reúne construye una recreación de la realidad apartada del discurso hegemónico. Para Raúl, el trabajo (y el deber) del artista consiste en atestiguar tres cosas: “1) la crueldad del mundo, 2) la crueldad del mundo, 3) la crueldad del mundo.”

Y luego retratarlas. Claro que atreverse a atestiguar las “cosas horribles” que abundan en el mundo para luego representarlas lo condena a establecer una relación conflictiva con su sociedad. La rebeldía tiene su precio. En el caso de Baudelaire, presentar su visión del mundo le atrajo el repudio de su sociedad y fue procesado por atentar contra la moral pública y las buenas costumbres. En el caso de Raúl, la consecuencia es la soledad. Pero aun así, como él mismo presume, no hay nada que lo pueda detener. Ya no le importa granjearse el aplauso de su comunidad, ni obtener fama ni dinero, ni “triunfar” o “fracasar”. Lo único que lo pone en movimiento es la compulsión por presentar su visión del mundo. Y si no lo puede hacer por medio del pincel, recurre a su cuchillo. Cuando su esposa y su hija lo abandonan porque es un “cadáver” que “odia la vida”, en un gesto desesperado que recuerda a la quemadura que se hizo el poeta Raúl Zurita en la cara, Raúl intercambia el pincel por el cuchillo y, como si quisiera retratar la herida que la ruptura deja en su vida, se raja la mejilla. De este modo, la línea que separa la vida del arte, el lienzo del cuerpo y el pincel del cuchillo desaparece, y Raúl pinta sobre su propia cara la crueldad del mundo.

Raúl parece no poder tolerar lo real. Vive una escisión interior que lo empuja a rechazar la realidad al mismo tiempo que no puede dejar de apropiársela mediante la representación. Es un testigo indeseado que al consagrar su vida a una actividad tan improductiva como vagabundear por la ciudad para luego retratarla sin otra finalidad que presentar su visión del mundo, se aparta de la lógica contemporánea y atenta contra ese modelo empresarial que rige nuestra forma de existencia actual. En una de las clases de pintura que Raúl imparte en la novela, Felipe Polleri incluye un fragmento de El sentido de la vista, de John Berger, que me parece resume bastante bien su idea sobre el trabajo de los artistas: “Los artistas no pueden cambiar o hacer la historia. Lo más que pueden hacer es despojarla de sus pretensiones. Y hay diferentes modos de hacerlo, entre los que se incluye el de mostrar la crueldad existente.”

Y esto es, precisamente, lo que hace El pincel y el cuchillo.


Laury Leite (Ciudad de México, 1984). Estudió Dramaturgia en Madrid, España. Ha realizado traducciones y adaptaciones de obras de Frank Wedekind y Antón Chéjov, entre otros. Ha publicado artículos, ensayos y crónicas en diversas revistas literarias. Recientemente terminó En la soledad de un cielo muerto, su primera novela. Vive en Toronto, Canadá.