ENSAYO / No. 198


 

Canta odiosa (Sobre el odio en literatura)



Fauna Costeña

 
Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

 

 

 

Toda perfección está en el odio
y el odio es todo lo que me une a ti

Leopoldo María Panero

 

 

La invocación inicial de La Ilíada, “canta, Oh Diosa, la cólera del pélida Aquiles”, ha prefigurado, en más de una ocasión, una respuesta veraz a la pregunta acerca de las verdaderas motivaciones para abocarse a la práctica de la escritura. Canta odiosa la cólera del escritor, es cierto, suele vislumbrarse como un juego de palabras algo simplista, pero del cual, sin embargo, resulta una imagen totalmente opuesta a la del rapsoda cándido e irresponsable que, desde Platón hasta Kant, se vería incapacitado de entregar cualquier tipo de noticia sobre las razones y trazas de su producción.

La palabra odio, pese a todo, hoy en día no goza de simpatías ni menos aún de prestigio entre los escritores. Quizá permanece sumida en el terreno fangoso de la abyección y, por tanto, admitirla abiertamente como propia convertiría a los escritores en partícipes, si no en presas, de un sentimiento oscuro, bajo, que desafina con las notas emancipatorias de la actividad artística en general. Más o menos desde que los notables escritos de Gilles Deleuze (sobre Nietzsche, primero, y sobre literatura angloamericana, después) comenzaron a circular por la academia latinoamericana como reguero de pólvora, la palabra odio, junto a la palabra resentimiento, cobró el valor de anatema para un ambiente, por cierto, lleno de especialistas con un alto nivel de odio y resentimiento a cuestas. Sin detenerse en el hecho de que la academia latinoamericana en su gran parte sigue padeciendo, y tal vez esté condenada a padecer (¿afortunadamente?) como un adolescente altamente impresionable, entonces todo aquello que, hablando de la literatura y la vida, sonaba mínimamente a culpa, mala conciencia, resentimiento, reactivo, venganza, esclavo y cuanto hallemos en el catálogo de La genealogía de la moral, caía en la zona del descrédito.

Antes de Deleuze, eso sí, Virginia Woolf reconoció en ciertas mujeres novelistas del siglo XIX, sometidas al escarnio público por el solo hecho de escribir, la presencia del obstáculo insalvable del resentimiento colérico. Leyendo a Juana Eyre, por ejemplo, comentó: “observando estas sacudidas, esta indignación, se comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez… ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?”1 El genio, tal cual sugiere Woolf, requiere entonces de una cierta dosis de calma para desplegarse “completo e intacto” en la página; de acuerdo con dicha prescripción, en reiteradas ocasiones se ha escuchado declarar que tal o cual escrito “rezuma odio” y, por ende, no vale demasiado la pena prestarle atención. Juicio al cual subyace otro, menos noble, que advierte que efectivamente algo de atención, pese al odio, ha merecido, pues, como sea, siempre vale más la pena un escrito de esta clase que uno incapaz de rezumar nada. Con todo, la misma Virginia Woolf antes ha instalado la cuestión en términos generales: “va siendo hora de que alguien mida el efecto del desaliento sobre la mente del artista”.2

¿Juega éste algún papel? Es precisamente al desembarazarse por fin de aquel efecto perturbador cuando el artista se halla realmente en condiciones de producir una obra presentable, ha dicho más o menos la misma Woolf. Sin embargo, ¿no hay en el canto resentido del desaliento un movimiento de violencia del cual nunca se logra despojar por entero porque, despojándose, precisamente no quedaría sino el vacío? A los escritores, decimos, no se les da muy bien concederle al odio aunque sea un mínimo reconocimiento a la hora de las retribuciones. Le pueden agradecer a todo, a Dios, al amigo, a las drogas o al Estado, se pueden congratular con quien sea y con lo que sea, pero no con el odio ni menos aún con el resentimiento.

“Si se ha de escribir correctamente poesía”, escribió Enrique Lihn, “en cualquier caso hay que tomarlo con calma. / Lo primero de todo: sentarse y madurar. / El odio prematuro a la literatura / puede ser de utilidad para no pasar en el ejército / por maricón, pero el mismo Rimbaud / que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca, / y esa náusea gloriosa le vino de roerla.”3

Sentarse y madurar (o tener aseguradas una habitación propia y quinientas libras al año, como reclamaba Virginia Woolf) es condición indispensable para escribir poemas como es debido. Los mordaces versos de Lihn tienen en cualquier caso un blanco preciso: se dirigen contra las muestras arrebatadas de quienes “confunden la poesía con el baile…/ o la confunden con el sexo o la confunden con la muerte”,4 es decir, contra aquel poeta para el cual sólo el ejercicio de cierto exaltado vitalismo, a desmedro de la tradición literaria y especialmente olvidando el trabajo con el lenguaje, basta y sobra para declararse un falso Rimbaud. Recomendaciones de la madurez que se condicen con esta famosa advertencia de Maurice Blanchot: “La literatura no es una morada con pisos donde cada cual escoge su lugar y quien quiera habitar en lo alto nunca tiene que utilizar la escalera de servicio. El escritor no puede salir del apuro. Desde el momento en que escribe, está en la literatura y está en ella por completo.”5

Pero queda esto: el hecho de que el mismo odio hacia la literatura, o la mentada ceguera nefasta ante la escalera de servicio, se considere “prematuro”, es decir, precipitado, adelantado, demasiado pronto, no impide sino que, por el contrario, abre las puertas a la restitución de los derechos plenos de ese odio en una etapa ya madura de la creación. El odio no se suprime, en absoluto; antes bien, se diría que para odiar, para odiar mucho mejor, se debe necesariamente permanecer sentado y madurar en esa casa oscura, recibiendo los golpes correspondientes.

Es posible hablar entonces, en lo referente a la práctica de la escritura, de una suerte de economía del odio que es preciso administrar. No es recomendable soltar todo el rencor acumulado en la morada de una sola vez; la escritura, al menos ella, agradecería la gentileza de un gasto razonado en la distribución. Tomar del néctar, sí, pero a sorbos, como lo advirtió y tuvo a bien legarlo Charles Baudelaire en sus “Consejos a los jóvenes literatos”, de 1846: “En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está fabricado con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño y los dos tercios de nuestro amor. ¡Hay que economizarlo!6

Tal manera de plantear las cosas ubica el tema del odio en literatura mucho más allá del arrebato virulento propio del berrinche pasajero que se olvida. Y si, por lo demás, recordamos que quien nos entrega este consejo se proponía poner en contra suya “a toda la raza humana”, entonces el trabajo debe ser prolijo y alcanzar para todos.7 ¿Cómo distribuirlo para no dejar a nadie sin su dosis correspondiente? ¿Y cómo hacer para que el reparto minucioso no implique una degradación del licor? ¿Atendiendo quizá a las formas predilectas donde su espesura se mantiene y hasta se densifica aún más?

Sobre la narrativa se cierne, desde un inicio, el riesgo permanente de suavizarlo, hasta el punto de hacerlo perder su efecto mortífero, gracias a la presencia de la figura interpósita, siempre tan oblicua, del narrador. Principalmente la novelística tiene en el narrador, aunque éste nos resulte excelente odiador, un agente presto a echarle agua al veneno en todo momento con sus digresiones, sus malabarismos para justificarse, su urgencia por presentarse verosímil y pulcro, pero sobre todo por el carácter pretendidamente alegórico que aún conserva la narrativa de ficción, carácter cuyo dominio no se ha conseguido desterrar tanto en términos de recepción como de manufactura. Grandes novelas del odio ven así disminuido parte de su poder letal al ser escritas y leídas bajo el sagrado mandato del efecto de distanciamiento, aun si en ellas interviene el odio cáustico, de dientes apretados, de los personajes, como cuando en Los siete locos Erdosain entra al bar Japonés y, al ver a un parroquiano despiojándose los sobacos, empieza a pensar en Barsut.

“Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos ensueños y peores posibilidades… encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y desearle muertes atroces.”8

El lector, que siempre tendrá sus razones para odiar a Barsut (y quizá también a Erdosain), sin embargo se dice: bueno, después de todo, se trata de personajes, y puede ser que el narrador por algo lo disponga así, con lo cual el odio, el odio de Erdosain y el del lector, se adormecen.

¿No hay aquí, pues, un buen motivo para odiar todas las novelas? “Pensó”, “dijo”, “creí”, “odiaba”: ¿por qué esa condescendencia pactada en otro lugar? ¿Por qué alguien debe decirme, mostrarme, explicarme? La novela, desde luego, puede haber nacido, entre muchas razones, del odio, pero es en su mismo despliegue, y en el pacto convencional con la lectura, donde el licor acaba por diluirse. Y así, borrada de un plumazo gran parte del consumo y producción literaria actual, nos quedan entonces dos formas en las que todavía canta odiosa la cólera, dos formas que bien o mal se pueden mezclar entre sí y donde el narrador, por suerte, y aunque exista, no gravita: el poema y la crónica.

En cuanto al primero, algo se ha adelantado más arriba. Atendiendo a las advertencias, el poema del odio madura y persevera, más que como un grito, como una murmuración sombría y directa, sin mediaciones ni miramientos hacia la coherencia o cohesión del texto. El poema del odio, en ese aspecto, linda con el libelo, el panfleto, la declaración o el manifiesto, formas apelativas del discurso de escasa reputación entre los cultos, pero de las cuales el texto poético extrae su aspereza, su espíritu pendenciero y su destemplada arbitrariedad a fin de distribuirlas cara a cara con el lector. En español, lengua hosca, más o menos desde las diatribas de Quevedo contra Góngora se han escrito muchos buenos poemas en esa veta; “El canto del macho anciano”, “La ovación internacional” y “U”, por sólo referir a unos pocos de Pablo de Rokha; “La escuela” y “El amigo ido”, de Salvador Novo; “Declaración de odio”, de Efraín Huerta; “La víbora”, de Nicanor Parra; varios poemas de Un libro levemente odioso y de La ventana en el rostro, de Roque Dalton; “Derrota”, de Rafael Cadenas; Date por muerto que sois hombre perdido, de Blas Perozo Naveda; Amanecí de bala de Víctor Valera Mora (“¡Odien! ¡Hártense de poesía!”, es el epígrafe); Un par de vueltas por la realidad, de Juan Ramírez Ruiz; “Sala de psicopatología”, de Alejandra Pizarnik; bastantes poemas de Esquizofrénicas, de Leopoldo María Panero; otros tantos del mismo Enrique Lihn (entre ellos, “Nunca salí del horroroso Chile”, “Cámara de tortura”, “Voy por las calles de un Madrid secreto”, “Seis soledades”); en fin, la lista donde se escanden las secreciones es inagotable como el mismo reguero de las glándulas, y las motivaciones suelen ser de toda índole: política, amorosa, social, sexual, urbana, psiquiátrica o literaria, pero en todos estos poemas se advierten los ademanes frontales del odio, la risa oscura del poeta contra sí mismo, contra el lector y contra la dudosa expresividad del poema mismo, doblemente odioso porque no (se) alcanza, porque nunca ha alcanzado con escribir para colmarlo: el tonel del Odio de Las flores del mal no tiene fondo.9

La factura de la crónica, por su parte, admite muy bien la incorporación de la invectiva poética. Y no sólo de ella: a menos que sea un hipócrita total, el cronista, hipócrita parcial, se ve nadando en lenguajes agresivos de toda índole y se reconoce y se moldea en ellos con sarcasmo. En particular la crónica urbana, dando por muerto el mero registro costumbrista, bonachón, sin atisbo alguno de malevolencia descriptiva, incurre por el contrario en la acumulación —en las mejores ocasiones: descontrolada— de epítetos como perorata directa contra la ciudad. El caso de Lima la horrible de Sebastián Salazar Bondy, con un pie en la crónica y otro en la historiografía, con una mano en la calle y la otra en el estoque de la lucha de clases, aún hoy constituye un severo ajuste de cuentas donde, cantando odioso, el cronista se descubre perteneciente a la estafadora historia social y cultural de la ciudad que abomina sin distancia, “la Lima de hoy, ahíta de patéticas contradicciones, hormiguero de pompas vanas y desgarradoras miserias, panal de recónditas mieles, insuficientes, sin embargo, para tantas ganas de dicha como hay.”10 Frente a frente al pasado convenientemente mitificado de la ciudad, dispuesto con el claro propósito de justificar las humillaciones del presente, el cronista no puede sino ponerlo (y ponerse) en entredicho para, junto a Mariátegui, votar en contra y sentenciar de una vez: “Vivir ahora es decir que no”.11

A partir de la mirada hacia la ciudad latinoamericana, espacio paradigmático de la inmadurez, sometida a las concesiones del desfalco, a la inasumible destrucción permanente, el lenguaje del cronista negocia su incursión a cambio de devolverle una imagen exagerada y atroz. En Buenos Aires, las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt marcaron ese influjo del escritor instalado en una “cultura puerca” que a pesar de ella necesita y necesitamos, a tal punto que para el lector argentino de la primera mitad del siglo veinte, Arlt no fue para nada el reputado novelista que es hoy, sino, mucho más, algo así como aquel amigo atorrante y vago que, vaya cosa, compartía su bronca contra la “alta cultura” semana a semana en el periódico. No es asunto menor, por cierto, el hecho de que el contacto entre lector y crónica ocurra a nivel de calle y no necesariamente bajo el protocolo solemne del libro; el alcance político de la crónica urbana, su aparición malintencionada en las esquinas, hiere más cuanto quien la lee va también con el ojo atento a los muy probables ataques a mansalva, a los cambios de luces, al toqueteo sensual y vejatorio, al bolsillo propio y ajeno. En esa línea peligrosa, Pedro Lemebel manoseó cuanto y como quiso a Santiago de Chile, publicando en revistas pero también diciendo sus crónicas, “homoeróticas urbanas (o apuntes prófugos de un pétalo coliflor)”, desde una estación de radio. Ahí, en la emisión de esa voz travesti, en esa “su ronca risa loca”, se escuchó con estupor el metálico resentimiento acumulado en años de dictadura, el odio locuaz que se sigue acumulando en años de posdictadura, el engolamiento de la piel citadina erizada por la consumada traición, ahí donde la loca rencorosa, “ciudad-ano” de la pobla, cantó odiosa y sin recato salpicó de mierda al país entero, a la sociedad completa, incluyendo en ella al gay fashion del “circuito hipócrita que se desclasa para configurar otra órbita más en torno al poder”,12 junto a aquella “izquierda” flemática que “transa su culo lacio en el parlamento”.13

Entonces, “Vivir ahora es decir que no”: ¿acaso pondrán los latin’deleuzianos, afirmativos, alegres, creativos, el grito en el cielo? Guarecidos tras el escritorio, sepultados bajo la biblioteca, será difícil que tanto escritores como críticos presten atención a estas voces resentidas del odio. Pero, mal que les pese, las necesitan tanto como lo necesitan a él. Cruzar la línea, el puente tendido entre oído y odio forma, a pulso, un juego inevitable si se quiere escribir algo más que exégesis o artículos por encargo para llegar a fin de mes; si hoy, con sólo poner la oreja en la calle, en la televisión o en el radio, basta para organizar y verter el oído del odio en la escritura, ¿por qué pues se teme, dejando por favor a Deleuze a un lado, reconocer en él una motivación creativa? ¿Es muy anti-literario referir a las causas mundanas por las que se escribe? ¿No resulta mucho más fácil, así las cosas, atribuirle a la escritura causas inefables? Aquí, en un principio, se mencionó a la pasada a Platón y a Kant como quienes dieron por inválida cualquier elucubración de los poetas acerca del itinerario de su producción; “no son ellos, privados de razón como están —dice Sócrates en el Ion—, los que dicen cosas tan excelentes, sino que es la divinidad misma quien las dice y quien, a través de ellos, nos habla”;14 “de ahí que —señala Kant, ¡más de dos mil años después!— el propio autor de un producto, que debe éste a su genio, no sepa cómo se encuentran en él las ideas para ello, y tampoco tenga en su poder pensar algo así a discreción o conforme a un plan”.15 El primer poeta moderno que se rebeló contra esta coja concepción del artista fue Edgar Allan Poe, quien el mismo año de publicados los citados “Consejos” de Baudelaire intentó demostrar que la producción artística (la elaboración de un poema) no tiene nada de inefable, ni menos aún es el curioso resultado de una misteriosa inspiración, pues “la obra —escribió el jactancioso Poe— se desenvolvió paso a paso hasta quedar completa, con la precisión y el rigor de un problema matemático”.16 Hablando en nuestros términos, no estaría demás, para rebelarse contra el rayo divino de Sócrates y reírse de la completa ingenuidad adjudicada por Kant al artista, responder con la precisión y el rigor del precioso veneno en literatura. Ninguna diosa canta la cólera; gruñe el oído, el odio hecho carne del escritor.

Por último, sería posible, y nos encantaría, agregar entre estas formas literarias predilectas del odio a otras como el aforismo, el diario o el ensayo; mas, salvo excepciones notables, aún coquetean mucho éstas con cierta reflexividad grandilocuente, el registro autocompasivo, o, simplemente, con la falsa incertidumbre pedagógica de la cátedra universitaria. Demasiado cerca del Estado y del mercado para odiar como se debe.

 


1 Virginia Woolf, Una habitación propia (1929), Seix Barral, Barcelona, 1983, p. 96. Traducción de Laura Pujol.
2 Ibid., p. 75.
3 Enrique Lihn, “Si se ha de escribir correctamente poesía”, en Porque escribí, fce, México, 1995, p.220.
4 Ibidem.
5 Maurice Blanchot, “Kafka y la literatura”, en De Kafka a Kafka, fce, México, p. 101. Traducción de Jorge Ferreiro.
6 Charles Baudelaire, “Consejo a los jóvenes literatos”, en El arte romántico, Ediciones Felmar, Madrid, 1977, p. 26. Traducción de Carlos Wert.
7 “Si vuelvo a hallar la fuerza de tensión y la energía que he poseído algunas veces, haré que mi cólera respire por libros que provoquen horror. Quiero poner en contra mía a toda la raza humana. Sería esto un placer tan grande que me resarciría de todo.” (Baudelaire en carta a su madre, fechada el 23 de diciembre de 1865. Cit. por Walter Benjamin, en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1998, p. 27).
8 Roberto Arlt, “El odio”, en Los siete locos-Los lanzallamas, Biblioteca Ayacucho, Buenos Aires, 1986, pp.15-16.
9 Cfr. Charles Baudelaire, “El tonel del odio” (“Le tonneau de la haine”), en Las flores del mal, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 294-295.
10 Sebastián Salazar Bondy, Lima la horrible, era, México, 1964, pp. 110-111.
11 Ibid., p. 133.
12 Pedro Lemebel, “Loco afán”, en Poco hombre. Crónicas escogidas, udp, Santiago, 2013, p. 167.
13 Pedro Lemebel, “Manifiesto (hablo por mi diferencia)”, en op. cit., p. 38.
14 Platón, Diálogos I, Gredos, Madrid, 1981, pp. 257-258. Traducción de Emilio Lledó.
15 Emmanuel Kant, §. 46 “El arte bello es arte del genio”, Deducción de los juicios estéticos puros, en Crítica de la facultad de juzgar, Monte Ávila Editores, Caracas, 1992, p.217. Traducción de Pablo Oyarzún.
16 Edgar Allan Poe, “Filosofía de la composición” (1846), en Ensayos y críticas, Alianza, Madrid, 1973, p. 67. Traducción de Julio Cortázar.



Fauna Costeña es un seudónimo de Draupadí de Mora (Ciudad de México, 1984). Es traductora y licenciada en Letras Hispánicas por la UNAM, donde también cursa la maestría en Literatura Comparada. Ha publicado El jardín de los violadores amables/Yoya (GoEdiciones, 2016) con Martín Cinzano. Es coeditora de la revista cartonera Puf!