Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197

Historias para la clausura

San Luis Potosí, 1980









Siempre que pasaba por St. Benedict’s Street, ya fuera hacia el centro de Norwich o de vuelta al flat, miraba las vitrinas de la librería The Scientific Anglian; era algo cercano a un compromiso con aquellas historias guardadas en los libros que no se vendieron. Le dediqué largos ratos a pensar razones para la clausura del lugar: la muerte del propietario, la quiebra, su enfermedad terminal, tristeza porque sus clientes predilectos habían fallecido y sólo él les sobrevivía; migrañas que le hacían imposible salir a la calle y ver la luz invernal de la tarde británica; la pérdida total del cabello y la vergüenza por ello; y, claro, la locura.

Tuve por costumbre al pasar frente a la finca abandonada preguntar a quien caminara a mi lado, si es que alguien compartía la banqueta conmigo, cuál podría ser la causa del terrible final de la bella librería.

Desde fuera se veían las huellas del tiempo: el color de las pastas comido por el sol, el polvo en capas gruesas, pedazos de cielo raso caído, montoncillos de sobres de correspondencia donde se podía leer que eran para Mr. Steve Ingham.

Una tarde que caminaba por la acera opuesta a la tienda de libros miré el par de ventanas en la segunda planta y, en la de la izquierda, vi que alguien me observaba, nuestras miradas se habían encontrado. Giré mi cabeza al frente, rumbo a casa, y no quise ni pude corroborar quién y cómo era, sólo conjeturé que debía ser el propietario, quien habitaba en el piso de arriba. Marché despacio y pensé que el hombre que vivía en el encierro, entre el polvo y la humedad del papel tapiz, seguía mirándome; incluso, no podía descartar que eso que se oía crujir eran sus pasos sobre el hielo, que era él caminando lento a unos metros detrás de mí.

Temí durante los días siguientes. Por un tiempo cambié la ruta para ir al mercado, hasta que lo acepté. Las siguientes ocasiones que caminé fuera de la tienda ya tenía yo una doble tarea: continuar pensando motivos para el cierre de la librería (lo que había pasado a segundo término) y gastar el tiempo de ahí a mi destino en una discusión personal sobre si aquello que vi en la ventana días atrás había sido real o sólo era alguno de mis imaginados Inghams.

Consideré desde entonces que, como una recreación del propietario original, había quedado fuera un Mr. Ingham loco por las vidas que le di, afligido por las migrañas, en bancarrota, calvo, con un cáncer avanzado, que se había asomado para saludar, quizá, al único que lo recordaba ya, aunque siempre en la desgracia; o para repudiarme por la suerte que le había dado. Incluso, lo acepté por completo, Mr. Ingham había salido y siempre lo había podido hacer; ya antes me había mirado decenas de veces cuando yo pasaba oliendo por fuera su librería clausurada, había permanecido toda la tarde en la ventana izquierda del segundo piso pensando por qué revisaba en ese orden el ejemplar de Ted Huges, uno de Walter de la Mare y el Ulysses; y una molestia le hacía apretar los puños cada vez que me descubría al espiar, a través del vidrio de la puerta, si había nueva correspondencia o algún movimiento de los objetos.

Una tarde llegué a casa y antes de entrar volteé a ver el camino, hasta donde hacía curva Heigham Road; la calle estaba vacía. Subí a mi piso y escribí una carta mientras bebía whisky, era una misiva solemne y dulce, donde ofrecía sinceramente mi compañía, la compañía de un hombre solo para otro hombre solo. Al día siguiente aventé la carta por debajo de la puerta de la tienda de libros y no volví jamás a mirar la correspondencia del negocio.

Por las noches, fumando tabaco en casa, cuando más solo me sentía, salía a caminar entre la niebla espesa, llegaba a la librería o un poco más allá, y regresaba al flat, era un acto reconfortante, una compañía que reconfortaba; le aventaba el vaho a los escaparates al decirle quedo pero con firmeza: ¡Hola, Ingham!

A veces, al pasar por el pub, encontraba a alguien bebiendo, Victor o Daniel, salían a la acera a saludar y, si me acompañaban de camino a casa, mientras charlábamos siguiendo la ruta gastada, por precaución, fuera de The Scientific Anglian yo mismo me censuraba aunque deseara saciar mi vieja curiosidad sobre el destino del propietario del negocio. No volví a preguntar al de al lado, Sussann, Patrick, Victor o Daniel, ni a ningún otro, por qué la tienda de libros había cerrado, sólo veía los copos de nieve en el abrigo de mi acompañante; guardaba silencio y pensaba en su nombre: Steve Ingham. Aun con ojos cerrados, nunca he escuchado sus pasos crujir sobre el hielo otra vez.





Del libro El fuego camina conmigo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2014).


Gerardo Cruz-Grunerth. Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas y la maestría en Literatura Mexicana en la Universidad de Guadalajara, donde ha sido profesor. Actualmente continúa el posgrado en Francia, España y Polonia como becario de la Unión Europea. Es autor de los libros Tela de araña (Ficticia, 2011), Círculo que se cierra (De lo Imposible, 2013) y El fuego camina conmigo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2014). Algunos de sus artículos y ensayos sobre literatura se han publicado en México, España y Estados Unidos. En 2009 obtuvo el Premio Manuel José Othón de Narrativa, y en 2010 una mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Joven Comala. Actualmente es becario del Fonca.