Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197

De mis bíceps y del modo en que llegué a adquirirlos

Tempoal, Veracruz, 1983









El tiempo es una puta vieja y cansada, pero todo el mundo sigue jodiendo con ella. Sucede que el tiempo es importante; el tiempo y el colon, por ejemplo, dan forma a nuestras heces. El aspecto de nuestros excrementos nos permite saber si estamos bien de salud. Luego, la salud está en el colon. Depende del tiempo en el colon.

En aquella época yo no era nadie. Sin jactarme de ello, podía decir que era nada. Tenía una clara conciencia de mi insignificancia. Sin embargo, con treinta y tres años de edad, aún conservaba un poco de esa energía que en la juventud lo empuja a uno a confiar en que se puede llegar a ser alguien.

Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que, como todos, yo también esperaba de la vida reputación y poder. Resolví que para conseguirlo iba a convertirme en un escritor, ya que ninguna otra actividad me parecía apropiada para escalar una posición. Nunca había escrito una línea, pero durante una época de mi vida leí con avidez, y eso con seguridad iba a facilitarme las cosas. Incluso llegué a imaginar mi nombre inscrito en los periódicos, en las listas de best sellers.

En aquel entonces me había dejado mi novia, me habían corrido del trabajo y estaba lleno de deudas; me pasaba toda esa clase de cosas después de las cuales la gente suele tomar decisiones importantes. Además, padecía una depresión por la que otro, con un poquito más de huevos, se hubiera pegado un tiro. En lugar de eso yo estaba pensando en la posibilidad de ir al psiquiatra. Pasaba las tardes reflexionando acerca de lo que me convendría más: los fármacos del psiquiatra o el placebo de las charlas con un psicoanalista, hasta que descubrí que la mejor solución era escribir. Los escritores se burlan a sus anchas de los psiquiatras y de quienes van al psiquiatra.

Por fin, después de muchos años, aquella noche volví a hacer planes. Me puse a soñar despierto con el futuro. Creí, puerilmente, que para fijarme bien el objetivo sería adecuado repetir diez veces en voz alta que iba a ser un escritor; y así lo hice. También juré que ya no iba a perder más el tiempo y que ninguna mujer iba a separarme ni por un segundo de mis propósitos.

Me quedé dormido esperando el amanecer para iniciar mi nueva vida. Incluso soñé que amanecía de veras. Me vi sentado en la mesa. Me vi ya viejo, frisando los sesenta años, pero mi aspecto conservaba cierta vitalidad. Tenía una mujer y tres hijas. Podía ver y verme, como suele pasar en los sueños. Mi perspectiva se ubicaba, extrañamente, en el centro, como si fuera un recipiente de comida sobre la mesa.

De pronto, el rostro difuso de una de las niñas se movió y habló desde su sitio:

—No todo lo que se acerca al fuego termina por convertirse en fuego. El humo es el resultado de una combustión incompleta —dijo, como si estuviera repasando sus lecciones. Entonces me levanté, caminé por un pasillo, tropecé, caí al piso y empecé a andar a gatas hasta perderme en la oscuridad.

Me despertaron los golpes de Brenda en la puerta.

Conozco el sosiego que proporciona la conversación con alguien, así que la había llamado la tarde anterior. Se iba de viaje y no podía dedicarme mucho tiempo; sin embargo ahí estaba, dispuesta a escucharme. Y, entendida como es ella en materia de necesidades humanas, después de referirle mis últimas tragedias, determinó que me vendría bien coger; lo cual, según calculé, me obligaba a aplazar mi nuevo proyecto de vida por lo menos dos horas.

El gemido que lanzó cuando se la metí fue tan excitante, casi sobrenatural, que me hubiera gustado venirme en ese momento, echarla de la casa y ponerme a escribir; como no podía hacerlo, dejé a mi mente vagar. Empecé por preguntarme si los objetos que había a nuestro alrededor podían captar los jadeos enervantes de Brenda. A decir verdad, ni siquiera puedo garantizar que fueran auténticos, pues mi cabeza estaba en otro lado. Sin duda le agradecería en el futuro aquella cogida, aunque al principio hubiera pensado que me quitaba un tiempo valioso.

Por un instante imaginé que podía ser uno de esos novelistas que para ejercer el oficio necesitan embrearse los dedos con todo tipo de secreciones. El público gusta de ellos. Contemplé la opción de convertirme en un escritor satírico o, más precisamente, del tipo comediante, que hoy abundan. Pero de inmediato supe que lo impediría mi propensión innata a la tragedia.

Los títulos para mis historias aparecían uno tras otro: “Estar cansado tiene plumas”, “Forcejeando con Daniel para llevarlo al anexo”, “Preludio de lo importante”, “After Noon, se llamaba el sitio”, “Escritura de hierba”. Incluso se me ocurrió la idea de escribir una novela breve: El fabricante de pelucas.

Mientras Brenda me la chupaba concebí la dedicatoria que llevaría el libro; sería un mensaje para mi ex novia por haberme dejado en aquella orfandad: “A Joana, que se olvidó de mí.” Estaba seguro de que ella recibiría un magnífico golpe cuando viera mi libro en los escaparates, con aquella dedicatoria culpándola de todo.

Estas y otras reflexiones pasaban por mi cabeza al tiempo que me cogía buenamente a Brenda; pensaba que era muy propio de mi naturaleza, puesto que había decidido ser un escritor, y un escritor es primeramente un hombre que reflexiona en todo momento y sobre cualquier cosa.

Cuando terminamos, y después de descansar un poco, Brenda se empeñó en llevarme a desayunar.

Las calles estrechas y las paredes de las casas estaban manchadas de lluvia. En los solares baldíos se agitaba tímidamente la hierba; reverdecían los bultos de arena en las construcciones abandonadas; el agua formaba riachuelos junto a ellos. Estoy seguro de que experimenté la misma sensación que habría tenido Jean Cocteau una vez que dejó de fumar opio: parecía que mi organismo estaba saliendo de una invernada, de esa extraña economía de las tortugas, las marmotas y los cocodrilos.

Por el contrario, el sitio al que fuimos estaba lejos de ser agradable. Gente de toda índole, gordos batallando para entrar en el reducido espacio entre las mesas y los asientos acojinados, empotrados en la pared; señoras hurgando en sus bolsos, a punto de levantarse; meseros esperando la decisión de los comensales, ejercitando una ligera inclinación en la posición de su cuerpo, síntoma del bien aprendido hábito de la servidumbre. Tuve el deseo de escribir un relato en el que los involucrados miraran complacidos una atrocidad.

Cuando regresábamos, Brenda me cuestionó acerca de lo que iba a hacer ya que estaba sin trabajo. Respondí que no tenía ningún plan. Nadie debía saber nada aún, por si fracasaba.

Una vez en casa se despidió de mí y quedé solo otra vez. El día estaba nublado y oscuro. Yo estaba en blanco. Me senté en la sala. Traté de escuchar un poco de música; era mejor el silencio.

Todo era normal. O casi normal. Primero se echó sobre mí esa impresión de que nada cambia y luego, de pronto, vino la angustia de darme cuenta de que el tiempo pasa y es inevitable que todo a nuestro alrededor continúe su transformación. El mundo es un cadáver; si uno logra subir a una cima alta es posible saber hasta dónde llega la podredumbre. O por lo menos se puede admirar a la fauna cadavérica transitando la superficie como si fueran rebaños de cabras diminutas.

Todavía era temprano, así que me senté ante la máquina a esperar que las palabras salieran de su letargo.

Mi memoria siempre ha guardado cosas irrelevantes; todo lo que a nadie le importa está ahí; inunda los ductos: me acordé de los monos fluorescentes prisioneros en cierto laboratorio japonés, vejados por un grupo de sujetos que escrutan a través de la luminiscencia de la epidermis los estragos que causan las enfermedades humanas cultivadas en sus órganos. La ciencia celebrará jubilosa el día en que un chimpancé pueda albergar durante toda su vida una enfermedad humana; quieren lograr incluso que el padecimiento se transmita hereditariamente a las nuevas generaciones para poder estudiarlo a placer. Los hombres de ciencia suelen ser gente fiel a sus principios y consideran que si puede experimentarse en simios o en roedores, debe hacerse.

Desenterré algunos datos sobre esa nueva especie de pez caracol encontrada en los mares del Pacífico. Recordé que en Brasil había nacido un perro verde; que, disfrazado de oso, un hombre dio muerte a otro en el primer día del carnaval de Barranquilla; y que el primer ministro ruso precisó cuatro disparos para hacer blanco en una ballena a la que era necesario tomarle una muestra de sangre.

Pero nada de eso me inspiraba a decir algo. Y un escritor debe tener algo que decir. Aunque la mayoría, en realidad, escriba sólo porque quiere decir algo. Me horroricé al pensar que yo encajaba perfectamente en esta segunda categoría, puesto que todo lo que pensaba era vacuo, insustancial: lo mismo que una camioneta roja cargada de coles o una pila de troncos en una azotea.

Y todas estas especulaciones se estaban moviendo lentamente en mi cabeza mientras miraba el patio: tampoco había nada ahí, basura pequeña y polvo levantado por el aire frío, dorado por el sol inocuo del invierno; sólo una pequeña pila de tabiques en la superficie estéril de concreto a la que nadie habría prestado mayor atención. Dos escarabajos se apareaban en uno de sus bordes.

Se estaba haciendo tarde. Aun así volví al sofá y me quedé quieto; esperando.

Todo lo inundaba ese ruido sordo, de borrasca lejana, que hay en las ciudades. El tedio me dominaba de nuevo. La sensación iba cambiando lentamente de forma: ira, desasosiego…

El escritor es memoria o es nada, dicen. En ese caso, yo hubiera querido ser aquel tipo en Canadá a quien después de diversos tratamientos y varias opiniones médicas le dijeron que para que bajara de peso no quedaba otra opción que intervenir quirúrgicamente cierta zona del hipotálamo con el fin de reducirle el apetito. Y ahí estaban los doctores, estimulándole el hipotálamo, cuando de pronto, los recuerdos empezaron a agolparse en la cabeza del hombre y luego a escurrir sin freno, nítidos como en una película. La charla con una amiga suya. Un parque. Cosas de hacía veinte años. Y poco menos. Bastaba seguir un recuerdo para que éste cobrara su orden. El único problema fue que no alcanzó a entender muy bien de lo que hablaban —el sonido era como el de una cinta magnética vieja o algo así.

Definitivamente no iba a ser fácil. Mis comienzos como escritor estaban lejos de ser promisorios. Es más, eran malos. No se me ocurría nada. Estaba bloqueado.

Entonces, como en aquel cuento en el que hay un tipo pasando la aspiradora —y como en muchas otras historias—, sonó el teléfono.

—¿Dedo? —se escuchó del otro lado de la línea—, ¿estás ahí?

De inmediato me vino a la cabeza que ahí estaba mi primer relato. Detrás de esa llamada. Sólo tenía que ir a buscarlo.

—¡Dedo! —suplicó la voz—. ¿Por qué no me contestas?… Si no dices nada voy a colgar… ¿No vas venir a mi casa? Ya habíamos quedado. Estoy sola…

—No soy Dedo… —dije.

—¿Que no eres Dedo? No empieces. ¿Y quién ibas a ser entonces?

—No sé… —respondí—. Pero si quieres puedo ir a tu casa y lo averiguamos.

—… Mmmh. ¿Quieres jugar, Dedo?

—No me gusta jugar.

—¿Ya ves? Entonces sí eres Dedo.

—¿Cómo te llamas?

—… Clarisa… —dijo.

—Dame la dirección. —Tomé nota y colgué.




Llegué con tiempo. Ahí me sobraba, qué curioso. Me dispuse a esperar. Después de un rato bajé del auto y fui hasta una tienda cercana a comprar el periódico. Un incendio forestal en el norte de Colorado había dejado intacta la cancha de tenis de un parque; en mi ciudad de origen una familia se quedó sin hogar cuando la casa que habitaba fue alcanzada por el fuego originado en una fábrica de colchones. Parecía temporada de incendios: en Bolivia habían aprehendido a un menonita mexicano por darle candela a un pastizal.

Cuando regresé al sitio había una chica sentada en la puerta de la casa. Subí al auto y pasé de largo. Di una vuelta a la cuadra y me estacioné en un lugar desde donde podría observar mejor sus movimientos. Ella miraba el reloj y volteaba hacia la derecha. Luego llegó un tipo. Cruzaron algunas palabras y entraron. Supuse que era Dedo.

Yo no tenía nada que hacer, así que seguí esperando a ver si pasaba algo. Un carro se estacionó delante de la casa. Se apeó una pareja. “Los papás”, pensé. Eran viejos y gordos; empezaron a bajar paquetes, bolsas; hablaban.

Me acerqué a ellos. Guardaron silencio.

—Buenas tardes —les dije.

El hombre me miró con desconfianza. Tal vez pensó que escondía un arma, pues yo llevaba el periódico doblado en la mano izquierda. La vieja terminó de acomodar los paquetes en la entrada.

—Estoy buscando una calle.

—Pues por nosotros no se detenga —dijo la señora, cuyo rostro, hasta entonces, me había parecido amigable.

Me encendí.

—¿Sabe usted que su hija está allá adentro cogiendo con su novio, Dedo, y que yo trato de entretenerla para evitarle el espectáculo de verlos revolcándose en su sala?

No creí que hubiera sido capaz de decir aquello, era absurdo, yo ni siquiera sabía lo que Dedo y Clarisa estaban haciendo; pero ya lo había dicho. La señora trastabilló. El viejo me miró extrañado.

—Llamaré a la policía —dijo, y entró en la casa con la mujer tras él.

Quise detenerla, hablarle, pero en lugar de eso la seguí. Al abrir la puerta vimos a Clarisa recostada en el sofá con las piernas abiertas, lista para recibir a Dedo. Entonces la señora giró sobre mí; yo cerré la puerta y me llevé la mano atrás como si fuera a sacar un arma. La vieja retrocedió, se recargó en su marido y apretó contra la barriga el jarrón que había tomado con la intención de golpearme.

—Pásele, señora. Siéntese, cálmese —le dije.

Avanzó con temor, al lado de su marido. Dedo y Clarisa ya estaban parados, desnudos, muy juntos en medio de la sala. No supe cómo pasó. De pronto el viejo tenía un arma de verdad y me apuntaba. Me arrojé sobre él y mientras forcejeábamos la vieja aprovechó para golpearme con el jarrón en la cabeza.

Cuando desperté me tenían atado a una silla. Dedo y Clarisa se miraban avergonzados en uno de los sofás de la sala.

—Ya vienen para acá —dijo la vieja colgando el teléfono. Quería decir algo, pero las palabras eran obesos poliedros chocando entre sí en mi garganta. Tenían el televisor encendido: diez enanos rodaban por el escenario; parecían perros amaestrados. En cierto momento se colocaron en fila, muy juntos, y se dejaron caer hacia atrás; una vez sentados dieron un medio giro hasta quedar encaramados uno sobre otro, simulando un enorme gusano. Las nalgas de cada uno semejaban protuberancias en el lomo de la bestia. Dieron varias vueltas alrededor de un gordo que hacía malabares.

Cuando llegó la policía, la vieja les dijo que me había metido a la fuerza a su casa con el propósito de matar a su marido, y que de no ser por ella, quién sabe cuál hubiera sido el desenlace de aquel episodio.

Su elocuencia me heló. El viejo me miraba con rabia, mientras pasaba un pedazo de hielo alrededor de su ojo inflamado.

—Allanamiento de morada y tentativa de homicidio —dijo uno de los policías, orgulloso de usar la terminología jurídica, mientras tomaba la pistola como evidencia—. Ya te cargó la chingada.

No respondí. Seguía ofuscado. Además, no había nada que responder. Me desataron y me condujeron afuera de la casa. Los viejos salieron detrás de nosotros, constataron que me subieran a la patrulla y se quedaron ahí parados hasta que arrancamos, perdiendo un poco de tiempo antes de ir a presentar los cargos. Nada más faltó que nos dijeran adiós.

En la patrulla los policías siguieron interrogándome. Al ver que no reaccionaba, el que tenía el papel de buen poli volvió a preguntarme:

—¿Andas borracho o drogado?

Respondí que sí, y con eso se callaron. Minutos después se metieron en sus asuntos.

En la delegación, el médico se cercioró de que el golpe de la vieja no me había causado ninguna herida. En su escritorio tenía la fotografía de un gato. Como en cualquier felino, había algo de hipnótico en el animal.

El tipo sonrió.

—Se llama Humo —dijo—. Bájate los pantalones.

Me barrió con la mirada y apuntó en un formulario.

Entonces todavía pensaba que el encierro y la vida de la prisión serían los detonantes de mis mejores historias. Pero ha pasado el tiempo y ya no tengo ninguna gana de escribir. Definitivamente no soy de esa clase de tipos que si estuvieran en una isla desierta escribirían aunque fuera en la arena con una vara. O de aquellos que, hallándose tras las rejas, usaron las paredes valiéndose de la sangre o de su propia mierda a manera de tinta. Yo no. Yo necesito que me dejen en paz. Necesito libertad. Pero quizá ni aunque la tuviera volvería a sentarme frente a una computadora o a tomar una pluma. Prefiero pasar el tiempo en el gimnasio. ¿Para qué escribir? Mejor les hablo de mis bíceps y del modo en que llegué a adquirirlos. Después de todo, la vida te da golpes. Golpes. Y puedes extender las manos para recibir un poco más.


Del libro Peces muertos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014).

Jesús Navarrete Lezama. Es autor de los libros Estados de sitio (Ediciones sin Nombre, 2008) y Peces muertos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014). Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.