TRECE NARRADORES DE CHIAPAS (1978-1994)/No. 196


 

Dos cuentos



Jorge Zúñiga

Tuxtla Gutiérrez, 1988

 

 

El interruptor

Llenó ambas tazas y luego colocó la jarra sobre una pequeña base metálica. Raúl había dejado el folleto en la mesa al oírla salir de la cocina y la miraba atentamente. Ella se sentó a su lado sin devolverle la sonrisa.

—Y bueno —dijo ella, alzando un poco los hombros—, se me salió sin pensar. Ya sabes que a veces digo lo primero que me viene a la cabeza.

—Entiendo. ¿Qué dijo ella?

—Nada, eso es lo que me preocupa. ¿Dos, verdad?

Raúl asintió. Después dijo:

—Entonces tal vez todo el asunto no le importe mucho.

—Ya no sé.

—No es algo tan grave, ¿no te parece? —continuó Raúl.

—Es que no es eso.

—No le importa, ya verás.

—Sí, claro que le importa —dijo ella, y se cubrió la cara con las manos—. Y ahora ya no sé si volverá a llamarme.

Raúl levantó la taza de café y mientras soplaba la vio balancearse en la silla de madera. Por un momento trató de imaginar a la hija de la señora Bonifaz. Un par de veces la había llevado a las sesiones semanales, había visto a la señora Bonifaz en el marco de la puerta y había levantado la mano para saludarla o despedirse, pero le era imposible imaginar a la hija de aquella mujer, unir un rostro o una voz al nombre de la joven, a las pocas cosas que sabía de ella.

—Le importa, claro que le importa —repitió ella. Hizo una mueca y golpeó suavemente la mesa con los puños. Luego extendió las manos, cerró los ojos, respiró hondo. Observó de reojo al hombre y acto seguido desvió la vista.

—Tú no tienes la culpa de lo que haga su hija.

—Ya sé —dijo. Y luego, viendo a Raúl—: La señora tenía los músculos muy tensos. La sesión de hoy fue casi una tortura para ella.

—Debes tranquilizarte —dijo Raúl, lentamente, tomándola de la mano.

Ella frunció el ceño.

—Me preguntó qué pensaba. No sé, le dije. ¿Por qué crees que Tania se comporta así?, me preguntó. Primero un universitario y ahora un albañil, dijo. No sé, contesté yo, no sé. Algo podrás decirme tú que eres joven, dijo.

—¿Qué edad tiene la hija? ¿Veinte, veinticinco? —preguntó Raúl.

—Creo que veintitrés.

—Entonces es la edad.

—¿A qué te refieres?

—A que uno madura.

Ella se quedó callada un momento.

—¿Pero a qué le llamas madurar tú? ¿A conformarse con lo que tiene? ¿A aprender a aceptar? ¿A qué?

—A madurar. Uno madura.

—Sí, sí, sí —murmuró.

Aún asentía cuando tomó la jarra y regresó a la cocina. La colocó en su sitio, llenó la cafetera de agua, agregó más café. Presionó el pequeño botón y lo vio iluminarse. Entonces levantó un poco la voz para que Raúl pudiera escucharla:

—Si siempre está con gente diferente será porque ella es diferente con cada uno, eso le dije.

Raúl se puso de pie y la siguió a la cocina. Se acercó a ella por detrás, alejó el cabello de su nuca y la besó.

—Tal vez todavía no sabe quién es, le dije. Y ella se quedó callada, Raúl, no dijo nada hasta que terminé y me fui y tuvo que pagarme y despedirse.

—Habrá que esperar —dijo Raúl.

—¿Crees que me llame?

—Eres una buena masajista.

Ella sonrió. La cafetera volvió a zumbar.

—Raúl, ¿nosotros maduramos?

—Sí, claro.

—¿Y estás bien con eso?

—¿Con qué?

—Con haber madurado.

—Sí —dijo Raúl. La rodeó con los brazos. Volvió a besarle la nuca, las mejillas.

—¿Quieres más café? Es un buen café éste.

—Está bien.

—Yo no sé cómo me siento —dijo ella—. Quiero decir que a veces no sé cómo me siento. Lo de esta chica me hizo pensar muchas cosas.

Raúl suspiró, se alejó poco a poco y regresó a la sala. Ella tuvo que levantar la voz nuevamente:

—Raúl, ¿tú te conformaste conmigo?

“No”, lo escuchó decir.

—¿Estás conmigo porque me quieres? Quiero decir, ¿estás conmigo porque quieres estar conmigo?

Silencio.

—Yo creo que comprendo a la chica —continuó. Tenía la bolsa de café en las manos e intentaba leer las pequeñas letras blancas de la parte de atrás—. Y no porque yo sea joven. Comprendo que esté buscando algo.

La cafetera comenzó a hacer ruido. Ella inclinó el cuerpo y asomó la cabeza al comedor. Observó a Raúl, se había puesto los lentes y tenía el folleto en las manos.

—¿Raúl?

—¿Qué pasa?

—Raúl, ¿tú sabes con cuántas personas estuve antes de decidir quedarme contigo?

Raúl no respondió.

—¿Raúl?

—No me importa —dijo Raúl.

—No lo digo para que te molestes.

—Yo tampoco.

Volvió a su lugar y se quedó callada. Miró la luz roja de la cafetera, trató de concentrarse en el zumbido del aparato. Entonces escuchó una taza golpear la pared y hacerse pedazos. Presionó nuevamente el botón antes de salir.

Sobre la mesa vio el folleto hecho jirones. Raúl no estaba. Entró al cuarto y lo encontró quitándose la ropa, preparándose para dormir.

—Ha sido un accidente —dijo Raúl por encima del hombro.

—No te preocupes —respondió ella.

—¿Necesitarás que te lleve a algún sitio mañana?

—Raúl, ya no pudimos hablar del viaje.

—Lo pensé bien y no tenemos dinero para eso. Fue una tontería de mi parte proponerlo —dijo Raúl. Levantó el cobertor y se metió en la cama.

—¿Raúl?

—Realmente fue una tontería proponerlo.

Ella buscó una blusa cómoda entre la pila de ropa limpia que había en una silla, se sentó en la cama y comenzó a desvestirse.

—Raúl, ¿tú eres feliz? —preguntó.

—Sí.

—¿De verdad?

—Sí.

—Está bien.

Raúl se limpió la garganta, giró el cuerpo. Preguntó:

—¿Y tú?

El interruptor estaba junto a la puerta y ella tuvo que dar pequeños saltos para evitar el piso frío. Miró una última vez a Raúl antes de apagar la luz.

—Un poco —dijo.
 



Inédito.

 



Un par de horas


Claudia se puso delante de Luis y llamó a la puerta. Era medianoche. Mientras esperaban se volvió para mirarlo. “Muchas gracias por acompañarme”, dijo. Al poco rato un hombre en camiseta apareció. Luis sabía que su nombre era Alan, lo sabía desde hace mucho, los niños se lo habían contado.

—¿Otra vez? —dijo Alan. Miraba fijamente a Claudia, como si él no estuviese ahí, detrás de ella.

Alan era un hombre alto, mucho más alto que ellos. Hizo un gesto con la mano para que Claudia se alejara de la puerta y dio un paso adelante.

—Ya no sigas con esto, Claudia, ahorita no quiero verte.

—Alan, no me iré a ningún lado sin los niños, son mis hijos.

—¿Y tú quién eres? ¿Tú eres el del teléfono?

—¿Teléfono? —dijo Luis—. No sé nada de eso. Yo sólo vine por mis hijos. No quiero problemas.

Alan sonrió, bajó la vista y sacudió la cabeza. Luego lo miró a los ojos. Dijo:

—¿Qué problemas? ¿Yo voy a dar problemas?

—Alan, ya no jodas. Me voy a llevar a los niños —dijo Claudia.

—¿Joder de qué? Mira nada más cómo vienes. ¿Yo te jodo? No, Claudia. Estás mal.

Y luego, mirando a Luis:

—Mira, yo los he tratado bien.

—Yo en esas cosas no me meto —lo interrumpió Luis—. Sólo vine por mis hijos. Nada más.

—Pues se van a quedar aquí hasta mañana —respondió Alan.

Claudia detuvo la puerta con un brazo para evitar que la cerrara. Intentó empujar un par de veces. Entonces Alan levantó la mano hacia ella y Luis la tomó por la cintura y la alejó del hombre. Dijo:

—Alan, ya cálmate.

—Solamente quiero que me deje tranquilo esta noche. Mañana puede venir por los niños cuando yo no esté. ¿Es tan difícil eso?

—¡Son mis hijos! —gimió Claudia. Pateó la puerta e intentó atacarlo, se abalanzó hacia él con las manos abiertas.

Alan la empujó y volvió adentro. Claudia comenzó a llorar. Lo llamó a gritos, pateó la puerta un par de veces más. No hubo respuesta. Siguió pateando hasta cansarse y luego apoyó la espalda contra la puerta y se deslizó hasta el suelo. Luis la levantó por las axilas y la llevó al auto. “Tranquila”, dijo, “por favor, tranquila”.

De la guantera sacó una cajetilla de cigarros sin abrir y un encendedor y se los dio a Claudia. “Espérame aquí”, dijo.

Alan había hecho a un lado la cortina y lo observó caminar de vuelta hasta la puerta. Abrió.

—Alan, Claudia está muy nerviosa.

—Muy borracha también —dijo Alan, cruzándose de brazos.

—Deberías dejar que nos llevemos a los niños. Dijo que llamaría a la policía.

Alan miró hacia el coche. Claudia había encendido un cigarrillo; apoyaba el codo en la puerta y fumaba y se daba golpecitos en la sien con la misma mano. Luis se volvió para verla. Claudia movió los labios, señaló a Luis y luego a Alan.

—¿Vas a pasar? —dijo Alan—. Pasa. Ven a ver a los niños.

Luis mantuvo la vista en Claudia. Seguía haciéndole señas.

—Sí —respondió, y entraron a la casa.

Alan corrió nuevamente la cortina y observó el auto.

—Le quité la llave mientras dormía —dijo—. Revisé su bolso y le quité la llave. Yo ya sabía que me engañaba. No estaba seguro pero algo dentro de mí lo intuía, ¿sabes cómo es?

—¿Qué cosa?

—Sentir. Sentir ese tipo de cosas.

—No.

Luis sólo había visto la casa desde afuera. Dos o tres veces al mes iba por los niños y pasaban un fin de semana juntos. Jamás había visto a Alan, y Alan jamás lo había visto a él.

—¿Quieres algo de tomar? Claudia tiene algunas botellas en la cocina.

—Está bien.

—Siéntate —dijo Alan, señalando uno de los sillones.

—¿Dónde están los niños?

—En el cuarto, por allá.

Los niños dormían. Luis se inclinó y les besó la frente. Entonces Alan apareció con dos vasos y le ofreció uno.

—Son buenos niños —dijo.

Volvieron a la sala.

—Cuando yo contestaba el teléfono, colgaban —dijo Alan. Había traído una botella de la cocina, tenía los pies sobre la mesita de centro—. ¿Comprendes?

—¿Qué?

—Eso. Cuando alguien cuelga el teléfono al escuchar tu voz. Es obvio, ¿no?

Luis le pasó su vaso.

—Sí, supongo que he oído algo así —dijo.

—Primero pensé que eras tú —continuó Alan. Dobló el cuerpo hacia un lado y tomó hielos de la cubeta que tenía junto al sillón—. Pero una vez llamaron justo cuando Claudia acababa de salir a entregarte a los niños.

Luis escuchaba en silencio.

—Yo no quise reclamarle nada en ese momento, no quería que los niños sufrieran —dijo Alan mientras le devolvía el vaso lleno—. Yo no soy una persona conflictiva, ¿sabes? Pero no aguanté más. Primero era una llamada al día, luego comenzaron a llamar también de madrugada o por las mañanas. Yo duermo durante el día. Yo necesito dormir.

—Alan, yo no sé nada de eso.

—Sí, sé que es mi problema —dijo Alan, y cruzó las piernas a la altura de los tobillos—. Pero escucha: cuando le dije que las llamadas estaban comenzando a molestarme, dejaron de llamar.

Luis no respondió.

Un momento después Alan dijo:

—Decidí llevar las cuentas de la casa. Dejé de darle dinero a Claudia, comencé a hacer todas las compras yo.

—¿Y qué pasó después?

Alan sonreía.

—Las llamadas volvieron. Todo el día, todos los días. Los niños se quejaban. Claudia comenzó a beber en serio. Finalmente, ayer apareció —dijo Alan, poniéndose de pie—. Ayer el hombre vino a mi casa, los niños me dijeron.

Dicen que intentó golpearla.

Alan caminaba de aquí para allá, Luis lo seguía con la mirada.

—¿Qué debí hacer? ¿Tú qué hubieras hecho?

Entonces el claxon sonó un par de veces. Alan resopló.

—Perdón por hablar demasiado.

—Está bien —dijo Luis.

Se quedaron callados un momento.

—Cuando Tito estuvo en el hospital fue idea de Claudia que no te dejaran pasar, ¿sabes? —dijo Alan—. No quería verte.

—No lo recordaba.

—Lo mismo el cumpleaños pasado. Fue hace poco, eso seguro lo recuerdas. Lo de la salida fue un invento. Estuvimos en casa. Pedí permiso en el trabajo y compré un pastel. Fue algo sencillo, pero la pasamos bien.

—Está bien, no importa.

Alan lo observó, como si no entendiera.

—Aquí tienes, si quieres servirte —dijo, y colocó la botella en la mesa—. Yo tengo que ir al baño, dame un momento.

Volvió a escucharse el claxon.

Luis se acercó a la puerta y corrió la cortina para hacerle una seña a Claudia. Después volvió a la sala y se agachó para tomar algunos hielos.

—Alan, ¿sigues en la empresa de vigilancia? —gritó.

Podía escuchar a Claudia tocando el claxon, pero Alan no contestó.

Entonces vio el teléfono sobre la televisión. Imaginó a Alan contestando las llamadas, pidiéndole a quien estuviese del otro lado de la línea, tal vez molesto, tal vez sólo cansado, harto, que dejara de llamar.

Dejó su vaso sobre la mesa y miró atentamente el aparato. Claudia le había pedido ayuda. Algo de vida o muerte, eso había dicho. Los niños estaban en peligro, también había dicho eso. Pero los niños no estaban en peligro. Nada estaba en peligro. Por lo menos nada digno de salvarse estaba en peligro.

Alan volvió a la sala, tomó la botella y rellenó su vaso.

—Alan, ¿tú crees en el destino?

Alan sonrió.

—¿En horóscopos y esas cosas?

—No. En el destino.

—No —dijo Alan, y bebió.

—Está bien —dijo Luis, y se puso de pie.

Alan permaneció sentado.

—¿Tú me entiendes, Luis? —dijo, sin mirarlo.

—¿Entender?

—Sí. ¿Qué debí hacer?

—Claudia tiene problemas, pero no son tus problemas.

Alan guardó silencio. Había cruzado los brazos y miraba al suelo.

Se despidieron en la puerta. Alan buscó a Claudia con la vista pero no pudo encontrarla. En ese momento el teléfono comenzó a sonar. Se miraron. Alan volvió adentro.

—Eres un inútil —dijo Claudia.

—Creo que podemos darle un par de horas al hombre.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—Siempre fuiste un inútil, Luis. Es impresionante.

Luis sonrió.

—Creo que podemos darle un par de horas al hombre —repitió.

Después de dos calles pequeñas llegaron a la avenida principal, una recta que parecía extenderse hasta el horizonte. Luis aceleró, cerró los ojos. Las llantas del automóvil dejaron atrás una estela de humo.

—¿A dónde vamos? —preguntó Claudia.

No hubo respuesta.

—Luis, no seas idiota. Luis, llévame a casa, tengo que ver a mis hijos.

—Creo que podemos darle un par de horas al hombre —dijo Luis, y presionó a fondo el acelerador.
 

 

 

Inédito.
 

Jorge Zúñiga. Es traductor, ensayista y cuentista. Fue becario del Festival literario Interfaz 2015 (con sede en Oaxaca). Ha publicado en medios locales y participado en eventos literarios nacionales e internacionales. Actualmente estudia la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la UNACH y trabaja en su primer libro de cuentos. Recientemente obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Filey 2016.