NUEVE POETAS DE EL SALVADOR (1979-1986) /No. 195

 

Vladimir Amaya



San Salvador, 1985

 
 

11-amaya.jpgLas niñas


Las niñas y sus cajas musicales.
Las niñas y sus gatitos muertos.
Las escucho reír
si coloco mi corazón junto a la lluvia.

Tan sedientas ellas, y son de agua.
Tan incendio en el torbellino, y son de espuma.

Ellas saben cantar de grietas en el rostro.
Conocen el peso legendario de la lágrima
y extraen de la piedra la pluma verde del tiempo.

No saben de puertas, pero sí de puertos
donde han dicho adiós a sus pálidos enamorados,
y viven tanto frío de violines
y mueren tanto de lodo en los inviernos.

Las niñas, sus calles minúsculas
tan manos que caben en otras manos.
Sus basílicas de dientes puros.
Niñas cabello marrón como el eucalipto del día.
Mastican la hoja tardía de la marea.
Su paladar se quiebra. Nadie se percata.

Abrazadas a su naufragio de ternura
reconstruyen a golpes de muslo
el sueño del más triste.

 

                                                                                 (De La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas, DPI, 2015.)

 


El titán menor

Mi padre, héroe de guerra con problemas de hemorroides,
pide al cielo por primera vez morirse en serio.

Él estuvo en medio de las granadas,
del ruido a tren descarrilado de los proyectiles.
Perdió a su mejor amigo
(La Guardia lo golpeó hasta reventarlo en el 85)
y a una novia suya la decapitaron en el 89.

Ahora a sus manos se las ha comido la vergüenza de no matarse.

Padre no soporta las luces de las pantallas electrónicas de la ciudad.
Han deformado, dice,
su vecindario de niño
para convertirlo en centros comerciales.

Mi padre no puede con esta guerra de la paz ensangrentada,
con estos días digitales que escapan de sus dedos.
No puede, dice, y duerme por horas soñando que se muere.

Si despierta, come yogurt light —único consuelo,
y maldice a los traidores que ahora son personajes públicos.

Hijo perdido, mi pobre padre.

“¿A dónde está el valor de la vida?,
¿por qué se ha de luchar ahora?”,
me pregunta muchas veces
mientras sostiene la bolsa de papitas fritas en oferta.

Miserable mi papá,
con dos hijos, una esposa, un perro
y sin nadie a quien dispararle.

Sentado en la acera de la casa,
aún me habla de esa lágrima que un día lo lloró en las montañas.

 

                                                                                 (De Sentado al revés, inédito.)

 




Melodía sorda

La niña no quiere sentirse hermosa.
Nos habla del gusano porque ha estado en su agujero,
y fatigada ha caído con la lluvia
para entender, de rodillas, las perversas luces de este mundo.
Las luces le han tirado de los cabellos,
le han rasgado los brazos,
y podemos oler esas heridas en nuestras lágrimas.

Ha conocido lo atroz.
Ahora es un pedazo de pan en la insaciable hambre de su ausencia.
Habla, y arañas bajan de sus palabras a envolver en telas nuestro silencio;
arañas bajan de sus palabras,
y sus palabras no dicen, y sí estrujan.

Sus labios
pudieron haber sido otro cielo, haber dicho otras distancias.
Su cuerpo habría asumido fecha y hora para encender la vida,
pero en sus años, los siglos de Dios se detuvieron.

Ahora el nombre de la niña es una plegaria.

Una plegaria y nada ha pasado,
como si nada se hubiera dicho en la plegaria.


La niña se queda con nosotros.
Se queda:
lento fantasma ardiendo de frío.

 

                                                                                 (De La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas, dip, 2015.)

 

Límpidos

 

                                                                                 ¡Oh, la paciencia de las almas nobles!
                                                                                 Oswaldo Escobar Velado

 

Hombres y mujeres emergen de la basura
a limpiar las mugres de la ciudad.

Los has visto
irreconocibles bajo las capas de sudor y grasas fétidas;
recogen las porquerías,
lo que sobró, lo que no volverá, lo que no hizo falta.

Y mientras dura la calle
peinan el pus de esta región salvaje:
limpias antes las aceras de San Salvador
que las manos de sus hijos a la hora de la comida.

Los has visto cargando camiones con los desechos de nuestras cotidianidades,
levantando animales muertos de los excrementos de los indigentes.

Los has visto al final de los desfiles, limpiando,
maquillando los genitales de concreto de la capital.

Los has escuchado maldecir la roña y la suerte
al llevarse, junto con las legumbres podridas del mercado,
algo de nuestra alma echada a perder.

Y lo sabes,
los has encontrado hasta muy tarde
barriendo las cunetas,
arrancando las costras de la inmundicia
y la de su propia esperanza;
los conoces son mujeres y hombres,
de hígados, de riñones, de intestinos
acechados por bacterias alienígenas.

En nuestras plazas
lavan la sangre de los atracadores y la de sus víctimas;
los orines, los vómitos
de los alcohólicos,
para que el alcalde aún pueda sonreír ante las cámaras de televisión. 

 

                                                                                 (De Sentado al revés, inédito.)

 

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Vladimir Amaya. Licenciado en Letras. Fundador del extinto taller literario El Perro Muerto. Ha publicado los poemarios Los ángeles anémicos (Equizzero, 2010), Agua inhóspita (Colección Revuelta, 2010), La ceremonia de estar solo (Leyes de Fuga Ediciones, 2013), El entierro de todas las novias (Editorial Universitaria, 2013), Tufo (Laberinto Editorial, 2014) y La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas (DPI, 2015). Además, las antologías Una madrugada del siglo XXI (Edición de autor, 2010), Perdidos y delirantes. 3634 poetas salvadoreños olvidados (Zeugma Editores, 2012), Segundo índice antológico de la poesía salvadoreña (Editorial Kalina / Índole Editores, 2014) y Torre de Babel. Antología de la poesía salvadoreña de antaño (Equizzero, 2015). Se dedica a la docencia.