LA CRÓNICA COMO ANTÍDOTO / No. 195


 

Raúl, de lejos

Segundo premio


Saúl Sánchez Lovera

 

 

I

A media tarde, Pino Suárez es epicentro del caos: la ciudad concentra sus ánimos destructores en este pasaje subterráneo. Pero aquí estoy de nuevo, bajo el reloj de la estación, esperando a Raúl de los Santos. El tiempo pasa laxo mientras la masa llena intermitentemente los vagones. Y pienso entonces que uno, aunque quisiera, no puede evitarlo: la carne siempre choca con otra, el sudor moja el propio cuerpo y también los ajenos, los olores se entremezclan y el resultado es un tufo agrio que cala hasta la garganta. La metrópoli es una bestia que devora o sacrifica a los propios hijos. La ciudad, en este ensayo del inframundo, expresa una cosmovisión posible: el ser está condenado a deambular por la frontera que divide al caos de la razón. Aunque en este rincón se vive quizá una tregua. Somos varios quienes esperamos bajo el reloj: una enfermera que no despega la mirada de un celular viejo, un joven con bigote incipiente y uniforme de escolar, un muchacho de amplios músculos y playera sin mangas que, galante, mira taciturno hacia la nada y espera la próxima conquista. Nos hallamos en un sitio donde se avista el caos desde dentro, pero apenas somos partícipes de él. El tiempo corre distinto para aquel que espera: avanza quizá demasiado rápido, pero se mira con ánimos de contemplación. Fast-forward ralentizado. Y cientos de rostros pasan de largo, pero los nuestros permanecen. Entonces lo veo a lo lejos, avanzando con aquellos pasos torpes, la mirada que busca respuestas en el vacío, la sonrisa de quien se sabe único entre el resto, moviéndose con el vaivén de un cuerpo que no es el suyo. Siento, de súbito, el alivio de quien encuentra un rostro conocido entre una multitud de extraños. Y poco me importa que sea tarde, la desolación desaparece de pronto y esbozo una sonrisa apenas se acerca: Raúl me saluda de beso y mi barba raspa contra la suya. Vámonos, mujersh.

 

II

Es un viernes de fiesta en la calle República de Cuba. Heme en aquel momento de la noche en que el mundo se hace más nebuloso, las líneas rectas se vuelven pendientes sinuosas y la música pop hace eco en el cuerpo. Me abro el paso por un pasillo de gente a media luz: aquí la noción de individuo se desdibuja y uno se vuelve parte de una multitud que, a gritos casi profanos, corea los éxitos del momento y los baila en éxtasis. La Purísima es quizá el lugar más popular del centro de la ciudad y aglomera a cientos de almas que se entregan a la noche. Suenan aquellos beats ochenteros que dicen que “sweet dreams are made of this” y luego aseguran, categóricos, que todo mundo está buscando algo. El pasillo termina cerca de la barra adornada con cristales, imágenes de santos de cabeza y vírgenes bajo una luz rojiza. Entonces sucede el encuentro: miro a Yolanda mientras baila sobre la barra. Yolanda y el maquillaje corrido. Yolanda y el rostro cubierto de sangre falsa. Yolanda y el diente pintado de negro. Yolanda y su travestismo violento. Yolanda en ropa interior, escondiendo los genitales que pudieran delatarle. Yolanda y la música que se convierten en un mismo ente. Yolanda y lo grotesco, los labios enormes, los ojos medio bizcos, los ademanes de niña pequeña. Yolanda y la mirada de los otros: aquella mezcla de risa, sorpresa, asco. Yolanda y las nociones que abole de pronto: el género, la belleza, la transfiguración. Yolanda y la noche: su bestia.

El performance de Yolanda es único y aglutina adjetivos que se contradicen entre ellos: liberador a la vez que apabullante, transgresor y virtuoso, grotesco y cargado de ternura. Aquel baile hipnótico, compuesto de movimientos mínimos y arrítmicos, encierra dicotomías casi primitivas. Yolanda realiza un rito capaz de transformar y resacralizar el mundo: hay en su interpretación una rabia que remite a la ira de algún dios creador, como si de aquellas piernas fuera a nacer otro mundo. Yolanda baila mientras me mira a los ojos y la música lo confirma: los sueños dulces están hechos de esto, “who am I to disagree?”

 

III

A la mañana siguiente, una búsqueda rápida en Facebook me ayuda a encontrar la identidad mortal de Yolanda: Raúl de los Santos. Le escribo un mensaje largo en el que le describo mi experiencia casi mística. Raúl responde aquella misma noche y me invita a un evento próximo en el que podré conocer a Yolanda de cerca: la celebración del Día Internacional de la Mujer en el tianguis del Chopo. Un vistazo por el perfil de Raúl me ayuda a reconstruir su historia: algunos amores y bastantes fastidios, veinteañero irreverente y soñador, bailarín de danza contemporánea en plena disidencia. Abundan las fotografías desde la soledad idílica de su cuarto: Raúl mira ligeramente por arriba de la cámara, como si se negara a verme a los ojos. Y uno siempre es la construcción de algún otro, acaso como si alguien nos recordara o soñara todo el tiempo, una mirada silenciosa que nos espía durante las noches. Yolanda y Raúl conviven en aquel espacio virtual, quizá imaginario. A una foto en la que él sonríe tímidamente se le contrapone otra de ella, en el bar de siempre, con un gesto chusco y desesperado. Cierro la computadora. Llego a la conclusión de que Raúl es un chico que, como cualquiera, está en búsqueda frenética de lo que el orden social, la academia recalcitrante y las tiendas de ropa se empeña en llamar identidad.

 

IV

El tianguis del Chopo es un oasis de disidencia en una ciudad que comienza a tolerar, pero aún se rehúsa a entender al otro. Llego temprano al mercado, cuando los puestos de música under y ropa oscura aún no terminan de armarse. La celebración consistirá en varios performances que celebran, cuestionan y replantean la concepción de lo femenino; Yolanda será quien cierre el evento.

Una monja hace un striptease que la deja con un par de cintas adhesivas formando cruces en su pecho. Una adelita utiliza una larga trenza como falo con el que finge ahogarse mientras un corrido revolucionario rememora alguna batalla sangrienta. Una banda de punk compuesta sólo por mujeres invoca a alguna diosa de la fertilidad para luego destruirla. Yolanda no aparece. Los amigos y admiradores de Yola coinciden: Raúl es imprevisible, bien podría estar encerrado en su casa, cerca del metro Refinería, porque han vuelto a romper su corazón. O tal vez la fiesta de la noche anterior continúa en algún tugurio del centro. Quizá se olvidó del evento y se encuentre en el ensayo de alguna compañía de baile en el que hará su debut próximamente. Y justo cuando el organizador del evento se dispone a anunciar que Yolanda ha cancelado su participación, se avista a lo lejos una figura torpe que se acerca al escenario. Lo sabré después de varios encuentros, de varias horas de espera: Raúl siempre va tarde, pertenece a ese grupo de gente cuyas preocupaciones son mayores a las del tiempo o las formas correctas. La multitud aclama a Yolanda: grititos de euforia, sonrisas, palmadas rápidas. Yola porta un vestido blanco, holgado, con un moño negro sobre un babero casi infantil en la línea del cuello; varias pelucas güeras con las raíces oscuras se amontonan sobre su cabeza y crean un volumen informe; un maquillaje exagerado: pestañas postizas increíblemente largas, sombra verde, una capa de polvo blanco cubre su rostro. Yola se acerca con dificultad, Raúl aún no está acostumbrado a andar por la ciudad en tacones, esta vez blancos, adornados de encaje.

La actuación de Yolanda consiste en hacer playback de dos canciones que lindan con lo blasfemo: “Voy a ser mamá”, que Almodóvar cantara en los ochenta, y “Me gusta que me pegues”, de Los Punsetes. “Sí, voy a ser mamá, voy a tener un bebé” y Yolanda arrulla con cariño a un bebé de plástico. “Sí, voy a ser mamá, voy a tener un bebé, lo vestiré de mujer, lo incrustaré en la pared” y Yolanda da vueltas al nene. “Le llamaré Lucifer, le enseñaré a criticar, le enseñaré a vivir de la prostitución, le enseñaré a matar” y Yolanda lanza el bebé a la multitud porque la emoción de la maternidad la desborda. “Me gusta que me pegues, me siento importante” y Yolanda se da puñetazos en la cara. “Y no me defiendo, por no molestarte, prefiero dejar que corra la sangre” y Yolanda se tira al piso y se convulsiona un poco. “Me gusta que me pegues sin motivo aparente” y Yolanda se quita su calzón manchado de sangre y se lo embarra en la cara, ante un público que se desvive en aplausos, risas, gritos eufóricos.

Yolanda es una intensa emoción de lo urbano, un intento por encontrar nuevas formas de ver y vivir el mundo, de rechazar una racionalidad tramposa. Su objetivo, si acaso lo tiene, no se queda en realizar una caricatura o cuestionamiento social, sino que su propia actitud invita a que uno sea más libre, se quite las represiones de encima. Como aquella noche, me pregunto si Yolanda no es un sueño, aunque no alcanzo a comprender bien a quién pertenece: ¿será mío o de Raúl? ¿O acaso pertenece a lo colectivo, a un ideario invisible pero que construye y reinventa nuestra percepción de lo sublime, lo real, lo verdadero?

 

V

Pino Suárez, Raúl de los Santos promete una expedición que me ayude a comprender a Yolanda. Lo acompañaré mientras elige el vestuario para una interpretación próxima. Mis pláticas con Raúl devienen siempre en una incógnita: ¿pueden dos seres habitar un mismo cuerpo? Raúl es tímido, cabizbajo, risueño. Yola, en cambio, representa una fuerza destructora. Lucha interna o una reconciliación posible. Raúl no para de hablar, me cuenta ilusionado la promesa de un nuevo amor y la última interpretación de Yolanda. Salimos de la estación a la superficie, no entiendo el vericueto de calles y edificios viejos que finalmente dan con la tierra prometida, el tianguis de las Pacas. El golpe me resulta abrumador: aquello bien podría ser una ciudad dentro de ésta. Decenas de puestos de ropa se amontonan en un espacio que resulta insuficiente. Montañas de ropa usada forman cordilleras que se cubren del sol con amplias lonas de colores y láminas de aluminio. Hileras infinitas de ropa interior, uniformes militares, overoles, ropa de maternidad, chamarras de cuero, trajes de baño, camisas de hombre, pantalones de mujer en todos colores y texturas. Raúl recorre el lugar en silencio, damos juntos una vuelta que servirá como un primer encuentro con la inmensidad: aquel lugar alberga todas las posibilidades del ser. Después, me guía hacia un local especializado en vestidos: apenas los mira y toma un vestido azul marino con una banda blanca en la cintura. La etiqueta indica que se trata de un vestido Polo, pero que ahora habita un puesto de ropa sobre la avenida Fray Servando. Raúl ríe y me cuenta emocionado el chispazo que acaba de ocurrírsele: Yolanda será una torpe jugadora de tenis enfundada en un vestido de Ralph Lauren, pero tendrá una raqueta de plástico fosforescente, de aquellas que uno encuentra en las tiendas de chinos; disparará pelotas a la multitud y ellos, el público, tendrán que cubrirse del posible golpe. Raúl mira aquel vestido y la ilusión inunda su rostro: la monstruosidad de identidades, su promesa, se halla aquí. Y de súbito nos convertimos en náufragos, varados en este mar salvaje de ropa usada.



Saúl Sánchez Lovera. (Ciudad de México, 1994). Cursó estudios de Cinematografía en el CUEC-UNAM y actualmente es estudiante de Historia del Arte en la Universidad Iberoamericana. Colaboró en Dilo Mirón, suplemento para jóvenes del periódico Excélsior. Ha resultado ganador en concursos de creación literaria organizados por el FICUNAM, el ACNUR y la UIA. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana para el Curso de Creación Literaria 2014 y 2015 en la ciudad de Xalapa. Ha obtenido el segundo premio de Crónica en el concurso de Punto de Partida por dos años consecutivos, en sus ediciones 45 y 46. Participó en el Encuentro de Escritores Jóvenes Jesús Gardea 2015, en la ciudad de Chihuahua, y en el segundo Mashup de Periodismo organizado por Arca, Agencia Bengala y Los cuadros negros.