LA CRÓNICA COMO ANTÍDOTO / No. 195


 

Los sobrevivientes

Primer premio


Arturo Valdez Castro

 

 

I

"Dios no está en ninguna parte. Ni siquiera en nosotros. Hay que entenderlo para detener la catástrofe.” Chuy suelta frases de este tipo, al vuelo, dardos sin sentido aparente, fuma con esos labios secos y con esos ojos como dos gotas de aceite o cerveza oscura, mira un punto que sólo él puede ver.

Son poco más de las doce. Estamos sentados en la banqueta de este domingo de tianguis, sobre la avenida Villa de Ayala. Cuidamos el puesto de Rafa, quien desde hace una media hora ha ido a buscar medicina para el ánimo y la coherencia.

Chuy parece hablar al vuelo: “Deberían detonar una bomba sobre nosotros, acabar de una vez con tanta miseria. Ira, la desesperación nos persigue; ira esa masa amorfa, esos ejércitos de millones de células en movimiento involuntario, pinches, destinos pinches, sin sentido, danza temerosa y rabiosa y pinche. Sobrevivientes de una vida desconocida, animales enfermos de una enfermedad incurable.” Está sentado a mi lado y fuma. Yo también fumo mientras pasa la gente de un lado para otro, con rostros de cansancio y odio; amorosos, inocentes.

No hemos dormido. Ayer celebramos los cuarenta de Rafa y nuestro encuentro. Chuy escupe; veo su saliva caer entre las rendijas de la alcantarilla más cercana. Tiene puntería.

 

II

Domingo lento y brumoso. Aburrido y crudo. Crudos. Bajoneados. Noreste de la ciudad, ciudadmercado de la traición y el odio. Tenía años de no venir, ¿un lustro, quizá?, más de no pisar estas calles donde nací.

Vivo en Alemania desde hace unos años, pero eso es lo de menos. He venido porque mi padre está enfermo. Una enfermedad repentina y dolorosa. Extraña. Lo ha paralizado. Ahora vive con la abuela en Ecatepec. Llegué hace un mes y en unos días regreso a Alemania.

No podía irme sin saludar a Rafa. Se puso más contento de lo que pensé. Había olvidado que era su cumpleaños, aunque esto no lo dije. Entre recuerdos, música, alcohol, droga y tabaco lo celebramos y llegamos al amanecer. Después nos vinimos en vivo a montar su puesto. Llegamos un poco tarde, pero habían respetado su espacio.

Aunque dicen que el tianguis de la San Felipe de Jesús es visitado por unas quinientas mil personas cada domingo, hemos vendido poco. Son casi las dos y Rafa no llega. Le hemos mandado mensajes, sin respuesta. La gente se acerca al puesto, miran, ven, se van. Rafa vende libros apolillados, revistas de los noventa y principios de milenio, alguna pintura o escultura (hecha con material reciclado) de su autoría.

Mientras esperamos pienso en las palabras que el otro día me dijo mi padre: “Quiero que me perdones por haberte fallado.” Lloró, atormentado, mi padre; una enfermedad extraña, una enfermedad o muchas enfermedades lo están matando. Nunca lo había visto llorar. Nunca hemos sido muy cercanos, al contrario; pero tampoco tengo nada que perdonarle. Dentro de todo, puedo decir que ha sido un buen padre. A su manera.


Un escalofrío sacude mi cuerpo, el cansancio y la cruda. El cuerpo ya no soporta lo mismo. Rafa se negó cuando le dije que se olvidara del puesto, que no lo pusiera hoy, que siguiéramos la fiesta en otro lado. Me mandó al diablo.

—Chamba es chamba y no voy a quedar mal con mi jefe —me dijo, arrogante, sosteniendo con una mano una caguama y con la otra palmeándose el pecho. Eso fue hace unas horas, cuando amanecía.

Chuy chifla una rola que parece de los Beatles. Yo pienso en mi padre y miro la avenida Villa de Ayala, la columna vertebral de este tianguis infinito, el montón de toldos, puestos, plásticos, charcos, voces arrojadas entre la basura, como si Pollock, ese pintor que tanto le gusta a Rafa, hubiera arrojado un montón de botes de pintura bajo el cielo de una ciudad olvidada. Aquí parece que nada ha cambiado, o si ha cambiado, es la ruta del destino que se encamina a la desintegración.
 
 

III

Recibimos un mensaje de Rafa, más bien lo recibe Chuy. Ofrece una disculpa por la demora, dice Chuy, un contratiempo, pero ya viene en camino. No dice de dónde ni cuánto tardará. Nada cambia, pienso. Rafa sigue siendo el mismo que de buenas a primeras te deja ahí. Yo tampoco he cambiado: miento, traiciono, soy infiel. Este tianguis en esencia tampoco ha cambiado. Sigue siendo el mismo sitio donde puedes encontrar todo tipo de autopartes, películas porno, máquinas del tiempo; todo. Mi padre, pese a la enfermedad, tampoco ha cambiado. La abuela y sus hermanos —yo no lo hice— le insistieron desde las primeras molestias en que visitara un médico; no hizo caso hasta que no pudo moverse más. Ahora parece más viejo que su madre. Mi padre, curtido con el orgullo de esos hombres que han crecido a punta de madrazos y se estiman invencibles y no son otra cosa que suicidas, no ha cambiado. “A los cinco años yo ya vendía chicles en las calles, periódicos, boleaba zapatos”, me repetía cuando me hablaba del coraje, la hombría, la vida. “Conozco todas las calles de esta ciudad”, presumía mi padre.

Chuy, por ejemplo, tampoco ha dejado de tener ese aliento a alcohol, tabaco y mariguana. La última vez que estuvimos juntos, antes de que me fuera del D.F., olía igual. El paso del tiempo es relativo: Chuy sigue siendo ese mismo cabrón con baba de sabio que dispara frases oscuras y repentinas, como bombas que se arrojan cuando las nubes de un cielo nublado se abren por un momento; frases surgidas de la nada, de los demonios que lo insuflan. Frases que siempre, invariablemente y sin saber por qué, me han hecho pensar en la rareza del loto.

Un sujeto de unos sesenta años se acerca al puesto. Se pone en cuclillas, husmea las revistas. Lleva un palillo en la boca, come cacahuates (un cliché en el que también cae o caía mi padre). Zapatos boleados, prominentes entradas y peinado para atrás. Toma dos revistas Playboy. Hojea una, la aprecia desde sus bifocales. El parecido con mi padre es abrumador.

Íralo —dice Chuy, con su voz de desierto y la piel pegada al hueso—. Este hombre sale cada domingo dispuesto a intentarlo, asume una posibilidad, lucha por no naufragar, pero apenas conseguirá nada.

Chuy nació aquí hace cincuenta y pico de años. Aquí se va a morir. Nació por las mismas fechas en que empezó este tianguis, a principio de los sesenta del siglo XX. Ha sido trailero y taquero; ahora maneja una camioneta local y le echa la mano a Rafa en el tianguis de vez en vez. Chuy va a morir; este tianguis vivirá mucho más pero precipitándose siempre hacia la desintegración.

Mientras tanto, él y Rafa y mi padre y yo y el tianguis de la Sanfe y todos los que estamos aquí, como dijo Chuy esta mañana cuando montábamos el puesto, seguiremos siendo sobrevivientes.

—Cuánto —pregunta el sujeto del palillo.

—Una veinte, dos por treinta —dice Chuy.

El sujeto saca su cartera, toma un billete de veinte, luego unas monedas de sus pantalones, las cuenta en su mano, desde sus bifocales, se las da a Chuy. Guarda las revistas en una bolsa donde lleva ropa y comida.

—¿No vino el güero? —pregunta antes de irse.

—Ahora vuelve —dice Chuy.

—Le pedí una donde sale la Ale Guzmán —dice,

antes de meterse otro cacahuate en la boca. —Espérelo —dice Chuy. —’Ta bien así, mano. Ai’ le dices que vengo el próximo domingo —dice y se aleja arrastrado por el tráfago de cuerpos, arrojando cáscaras de cacahuates.


IV

—¿Sabes qué día es hoy? —pregunta Chuy. Bebemos cerveza y fumamos recargados en la barda. La amenaza de lluvia es latente. Algunas gotas, nada grave.

—Rafa es del 8; hoy es 9, ¿no? —digo.

Silencio. Chuy bebe, fuma, y antes de dar el golpe inhala una espesa cascada de humo por la nariz. Corre el tumulto, el bullicio, el ir y venir se conjugan con tierra y aceite, cacas de perro y soledad, bolsas de papas, latas y colillas y risas y hastío. Parece que nadie se cansa de recorrer este laberinto interminable, el tianguis más grande de Latinoamérica, con el peso de sus dudas en el bolso: tianguis dragón de mil cabezas, cuyos tentáculos han secuestrado calles, pórticos, ventanas. Los vecinos se quejan de los comerciantes, los comerciantes se aferran a sus espacios; el desprecio es mutuo. Cláxones, mentadas de madre, riñas. Si pusieras en fila todos los puestos tendrías unos veinte kilómetros de esperanzas recicladas, pantallas de plasma, artículos de moda, electrodomésticos, artículos robados, nuevos, usados, originales, imitaciones, sucios, alucinantes. Es imposible recorrer este dragón en sólo un día. Yo jamás lo hice.

—Hace setenta años arrojaron la tercera bomba atómica, en Nagasaki —dice Chuy—. La llamaban Hombre Gordo o Fat Man —mueve la cabeza negativamente y ríe, una risa parecida a una calle donde llueve y hay casas abandonadas. Con sus ojos como dos gotas de aceite o cerveza oscura mira un punto que sólo él puede ver. Un incendio, pienso, una bomba. El cigarro entre sus manos sucias, siempre sucias; siempre un cigarro. Siempre un punto.

No muy lejos suena una canción ranchera, “bonita finca de adobe / puertas de encino y mezquite / cuídame bien mis amores / no dejes que me los quiten”, se mezcla con la voz de quien ofrece a través de un micrófono curas milagrosas. Aquí se vierte todo lo que no puede dejar de ser el mundo.


V

Cuando se puso más grave, mi abuela convenció a mi padre de ir con un curandero. No funcionó. “Ay, hijo”, me dijo la abuela cuando llegué, comíamos, mi padre dormía, “lo único que pido a Dios es que no sufra, rezo y le pido que mejor se lo lleve, que no lo deje sufrir”. Me lo dijo tranquila, como si me hablara de hierbas para la diabetes. Mi padre alguna vez fue ateo, ahora reza con la abuela a los santos, a la Virgen, a Dios.


VI

Son casi las cinco de la tarde y Rafa no llega. Chuy consiguió algo de medicina, no muy buena. Náuseas. La última vez que estuve aquí, en este tianguis, tenía ¿veinte, veintitrés? Lo sé por el coraje y las ganas rotas. Mi padre no estaba enfermo, no como ahora; mi madre no lo había dejado. Los paisajes eran carreteras. La última vez que estuve aquí fue también con Rafa. Vendimos ropa, zapatos que habíamos conseguido con parientes. Lo hicimos dos o tres domingos. Queríamos sacar lana para la playa. No la sacamos, pero sí nos largamos a la playa. Al regreso de ese viaje fue cuando Rafa y yo nos alejamos. El tianguis sigue igual, desde hace años se hablaba de treinta mil comerciantes, lo que empezó con diecisiete o cincuenta. En el fondo nada cambia. Aunque ahora hay un ambiente más ácido. Olor a muerte.

—La Sanfe, la 25 de Julio, la Provi, la gam, ya no es igual —decía anoche en casa de Rafa uno de sus amigos—. Me cae, ahora ya descuartizan, les vale madres, balacean y chingan a inocentes. Hace un tiempo una bala perdida le dio a un niño; hace poco a un güey lo destriparon allá por la iglesia. Me cae, ’ta cabrón el pedo, carnal. Venden armas.

El puesto está entre la Baja California Norte y la Sonora, bajo un cielo que no se decide si volverse lluvia

o arrancarse esas nubes de una vez.

—El 9 de agosto de 1945 el oficial Charles W. Sweeney, veinticinco años, piloteaba el bombardero B29 de la fuerza aérea de Estados Unidos. A las once de la mañana con un minuto, en un momento en que las nubes se abrieron, dejó caer a Hombre Gordo sobre Nagasaki —dice Chuy, moviendo sus manos para dibujar en el vacío algo que cae desde un cielo que está a la altura de sus ojos—. Murieron setenta y cinco mil personas al instante. El gran hongo.


VII

Anoche la cosa estuvo tranquila en comparación con el pasado. De aquello, sólo secuelas. Rafa sigue queriendo largarse del D.F., no lo ha hecho y creo que no lo hará. Ahora tiene dos hijos (cuatro y tres años) y cada semana debe darle mínimo 500 pesos a su ex mujer para la manutención de los niños. Por eso, dice, no puede faltar al tianguis. Además de Jackson Pollock le gustan Picasso y Daniel Lezama. Además del tianguis, hace chambas eventuales y algunos sábados se monta también en el del Chopo. Anoche me aseguró que esta vez sí se largaría de la ciudad.

—Te caeré en Alemania —dijo.

En unos años, pienso, corroboraré lo que por lo general ocurre: los planes siempre fracasan. Rafa no saldrá jamás de esta ciudad. Nunca me visitará en Alemania.


VIII

El puesto de Rafa está junto a uno de fierros viejos, motores oxidados, partes que parecen inservibles pero que pueden dar un pulso más. Al otro lado, una mujer con mirada chamánica vende hierbas, menjurjes, milagros: “Este maravilloso producto fortalece los ojos, limpia las arterias, los riñones, combate cataratas, carnosidad, ceguera”, recita su voz lenta. Frente a nosotros, un puesto con tapetes y gabanes michoacanos, ropa, almohadones, artesanía purépecha. Las voces se persiguen, los colores, voces fritas, envidiosas, aduladoras, “bara” y el arrastre de pasos y sombras con murmullo abrupto, escandaloso, murmullo grito, petición y orden, chiflidos pulposos: “qué transa, hijo; pásele, mamacita; levántelo sin compromiso; aquí tengo lo que estaba buscando; qué va a querer, reinita; usted dígame cómo se lo sirvo”, y la gente se acerca, se aleja en una danza placentera, desesperada.

He tratado de comunicarme con Rafa, pero nada. La medicina me ha quitado el hambre y me ha inyectado

Los sueños blancos, 8 (detalle)


las ganas de ir a alguna cantina del centro. Solo. Chuy y yo empezamos a levantar.

—Hace setenta años, cabrón —dice Chuy, mientras acomodamos cosas en cajas—, Nagasaki fue sumida en el terror y ya no podemos salir de él. Era jueves y ahora nosotros estamos aquí, colocados, haciendo esto pero con ganas de largarnos sin saber a dónde ni por qué.

Terminamos de empaquetar todo y lo montamos en el triciclo. Chuy dice que él se encargará de llevar las cosas a casa de Rafa. Le digo que también voy, pero se niega. Los perros husmean la basura, lamen el suelo, los charcos del día nublado. Son poco más de las cinco de la tarde y, pese a todo, la luz gris es agradable. Hay niños que corren entre el plástico. Gritos. Sonidos de fierros y maderas. Puertas que se abren y se cierran.

—En estos días iré a ver a tu padre —dice Chuy. Callar o hablar son formas de intervenir en el futuro, escribió Javier Marías. Yo callo. Nos damos otro abrazo y me encamino por Villa de Ayala, entre puestos todavía montados y otros que se desarticulan.


IX

Antes de llegar a Camino de la Voluntad, un par de monjas me interceptan. Si la piedad es el cansancio, ellas son la piedad. Algo se dicen entre sí y me extienden un flyer. Me niego, pero insisten. Tomo el papel: una imagen a todo color de un fraile crucificado, atravesado por dos lanzas y, al fondo, un edificio oriental.

—San Felipito de Jesús —dice una de las mujeres.

—Crucificado en Nagasaki, en 1597 —dice la otra mujer—, tenía veinticinco años; es nuestro primer santo y patrono de la ciudad. Atrás hay una oración.

Les doy una moneda y sigo mi camino. No sé cuándo vuelva a ver a Rafa, pero le hablaré antes de volver a Alemania. ¿Por qué no volvió? Sólo espero que esté bien.

Se oyen fierros y maderas de la gente que recoge. Basura por todos lados. Me meto por Camino de la Voluntad. Voy en dirección al deportivo Los Galeana, sobreviviente entre sobrevivientes. Tomaré un taxi que me lleve a una cantina del Centro.

El caos se prolonga en todas direcciones. Pienso en mi padre y en la soledad de su cuerpo, en su tristeza. Mi madre ya no lo quiere ver. Tenía veinticinco años cuando me abrazó por primera vez. No hicimos muchas cosas juntos y ya no las haremos. Siento pena o cansancio o tristeza. Quisiera abrazarlo.

Un breve instante en el que se abran las nubes para un hombre gordo o un niño pequeño, algo breve, devastador, masivo, dijo Chuy. Mi padre le habría dado un madrazo. Camino por la banqueta cuarteada, herida. Vinaterías, talleres, refaccionaras. Nada duerme. Sobre la lámina de un auto averiado alcanzo a ver el último destello de la tarde. Por un breve instante, las nubes se abren.



Arturo Valdez Castro. (Ciudad de México, 1978). Ha publicado los libros de poesía La capital de los fantasmas (edición de autor, 2005), Hasta las últimas consecuencias (Fondo Editorial del H. Ayuntamiento de Solidaridad, 2008) y Dame otro Jack doble, por favor (Premio de Poesía Editorial Praxis, 2011).