No. 140/NARRATIVA

 

 Pablo Rodríguez Balbontín
(Sevilla, 1977)

 


Inspiraciones

Entre sus inspiraciones podríamos destacar la influencia de autores latinoamericanos, sobre todo la de Gabriel García Márquez (se leyó Cien años de soledad en cuarenta y ocho horas ininterrumpidas porque no podía separar los ojos del libro). Dice que cuando lo acabó se dijo a sí mismo que quería ser escritor y escribió su primer relato cor­to en serio. Tendría unos catorce o quince años. Mario Vargas Llosa también le gusta, cada vez admira más su ca­pa­cidad para viajar de un estilo a otro sin complicaciones, y piensa que es el autor que mejor trata el humor dentro de la literatura hispanoamericana. Desde su punto de vista, la figura de Jorge Luis Borges es fundamental para toda la teoría narrativa del siglo XX, y cree que obras como El libro de arena o El aleph deberían estar en todas las casas de este mundo. Admira la imaginación e ironía de Julio Cortázar, así como su magnífica forma de en­granar la infinitud de piezas de sus relatos. Otras de sus influencias literarias son Kazuo Ishiguro, Franz Kaf­ka y Antonio Tabucchi, al que considera un verdadero paisajista literario, y el único autor que, desde Pessoa, sabe transmitir la saudade portuguesa. Deja para el final destacar la figura de Juan Rulfo por una razón espe­cial: se sintió tan maravillado al leer Pedro Páramo y El llano en llamas, tan influido por la soledad y la se­quedad de su estilo y sus ambientaciones (tan cercanos para él a los paisajes metafísicos de Giorgio de Chirico) que, bajo su influjo, escribió el relato que podemos leer a continuación.

 

punto de partida 140



Pájaro, mujer y yermo


El sol cayó a la tierra en una vaharada de fue­go que la peló hasta dejarla en los mismos huesos, que aquel yermo duro era una palma infinita de cuarzo y carbón, cenizas, azufre. Pero con todo, en el centro estaría lo que fueron a buscar. Y así en esa hora calurosa emprendieron de nuevo la mar­cha porque ya no les quedarían sombras donde cobi­jarse.

—Aquí podrían llegarse todos los cuervos del mun­do, y poblarlo todo como las palomas las plazas de los pueblos, que no me extrañaría nada y hasta me corta­ría los dedos y se los echaría para que comieran algo —dijo, pero ella callaba y seguía muriéndose—. Di­cen que los cuervos de aquí no son negros, sino azu­les, de un azul muy profundo, y que tienen los ojos amarillos. También que dentro del pico llevan dientes, como los hombres, y lengua, una lengua como la nuestra.

—¿Y quién te habló a ti de estos cuervos? —pre­guntó ella al fin, agarrándose la barriga tan inflada que llevaba.

—Pues tu hermana, que me dijo que antes vivie­rais por ahí por el borde de esta tierra y que una no­che los vio, que hasta uno se entró por tu ventana.

—Entonces ella lo sabía.

—Sí lo sabía, ¿por?

—Nada, que nunca me lo contó, pero ya da igual —dijo, y estuvieron andando todavía un rato largo en silencio mientras ella consideraba qué podía decirle “la verdad, a estas alturas qué le vas a decir”, y así lo hizo—. Pues es verdad, Miguel.

—¿Qué?

—Lo de los cuervos. Es verdad, son así, como te los describió mi hermana, que ahora me estará llorando seguro y no se habrá creído que veníamos aquí para al­canzar la casa vieja y que allí pudiera parir en la ca­ma de la familia, ahora que ya ha muerto el viejo se­guro.

—¿Eso le dijiste?

—Sí.

—¿Y dónde vamos entonces?

—Vamos al centro de todo esto Miguel, al medio del páramo, quiero parir allí y no en mi casa, lo de la casa no era nada, sólo lo que había que decir para no preo­cupar a nadie—. Y volvieron a callar.

El suelo duro, rojo, se apretaba como una brasa y su calor temblaba en el aire desfigurando el horizonte. Miguel no quería pensar qué pasó aquella noche en la que un cuervo entrara en la habitación de la que lue­go sería su mujer, pero sí sabía que no se casó virgen y si nunca se lo recriminó ni lo supo nadie fue porque la amaba.

Aquella inocencia que su mujer ya trajo perdida ha­bía sido siempre un silencio entre los dos y un dolor en ella que la hacía llorar sola cada noche que queda­ra en la casa una ventana abierta.

Miguel nunca le había preguntado por qué llega­ron las dos tan jóvenes al pueblo y de dónde venían, cómo habían cruzado por el llano de cuarzo sin arreos ni co­mida, sin agua. A lo mejor ahora debía hacerlo.

—Luz…

—¿Qué, Miguel?

—¿Qué pasó la noche del cuervo?—. Y ella toda­vía callaría un poco antes de contestarle.

—No es lo que estás pensando, aquel cuervo vino porque yo le recé.

—¿Cómo?

—Mi hermana no te lo contó todo —y aquí las pa­labras se ahogaban de calor o se arrastraban como me­la­za de los labios al mundo y había que paladearlas para saber qué podían decir—. A Blanca la tomaba el viejo cada noche, para castigarla decía, porque mató a nuestra madre en el parto, pero era mentira, que yo sa­lí con la cara de ella y si alguna vez me tomó, cuando Blanca no pudiera por estar sangrante, siempre lo hi­zo mimosamente y luego se retiraba llorando de pura culpa. Y así pude rezar cada noche mientras él em­pu­jaba a Blanca del otro lado de la pared, hasta derro­tarse y volver a su jergón. Luego ella daría golpecitos en el muro para que yo supiera que esa noche tam­po­co la había matado.

—…

—Y la noche que tanto te interesa casi la mató. Yo me quedé esperando los golpes en el muro y ella es­taba muriéndose en el suelo, descoyuntada entera por las arremetidas del otro. Ahí llegaron miles de ellos, cuervos, y se fueron posando en la tierra como ídolos, en un batir silencioso de alas, sin algarabía ni revue­lo, fueron llegando como llegan las primeras gotas de una tormenta que será el azote de la tierra. El último de ellos entró por mi ventana y fue a posarse a los pies de la cama “una vida por otra, me darás tu primer hijo y ahora mismo podréis huir las dos lejos, al otro lado del páramo ¿qué dices, mi niña?” y acepté el trato y de un pellizco con su pico me arrebató la inocencia “tu primer hijo” y se marcharon. En ese mismo momento sonaron los golpes en la pared y luego ya la voz de Blan­ca “Luz, Luz, vámonos de aquí, vámonos lejos” y esa misma noche, como prometiera el cuervo, nos fuimos y en la veintena de días que anduvimos por el yermo no nos cansamos ni nos vino la sed o el hambre y así es que llegamos al pueblo finalmente y ya pudimos ser tan corrientes que hasta nos casamos al poco, pero eso ya lo sabes tú mejor que nadie.

—Entonces este niño…

—Este niño es mío Miguel, y tú su padre —y ahí acabaron las explicaciones, pero Miguel ya estaba sa­tisfecho y orgulloso de saberse padre y tan padre, que Luz lo amaba verdaderamente y aquel dolor que ella había llevado siempre no era por él, porque a lo mejor a veces fuera tan torpe, tan descuidado, porque algu­na noche llegara borracho. No era por eso, aquel do­lor venía de antes.

Y por lo demás se estuvieron callados durante tres días más con sus noches, hasta que llegaron al centro del páramo, y allí esperaron y verían al sol darle la vuelta al mundo otra vez, los dos tumbados esperando encontrar en el cielo la forma de los cuervos.

Entonces llegó uno para posarse junto a ellos y Mi­guel le vio sus ojos amarillos, el pico con los dientes del hombre y la lengua, una lengua como la suya. Era un cuervo azul, efectivamente, y por nada del mundo le echaría sus dedos para que se entretuviera co­mién­dolos.

Por lo demás se quedó ahí frente a ellos.

—Tu hijo está aquí dentro, cuervo, ven a sacarlo —y el otro dio dos saltos hacia Luz—. ¿Cómo lo lla­marás? Es tu hijo —y dio dos saltos más, ahora es­ta­ba muy cerca ya del vientre y ladeaba la cabeza, co­mo queriendo ver al niño.

Fue lo último que vería y hasta Miguel se so­bre­sal­tó por la velocidad con la que Luz se abalanzó sobre el cuervo y le partió el cuello, luego la otra se echó de nuevo en tierra y se quedó allí riéndose un poco, a lo mejor llorando, en todo caso exhausta de repente por tanto como habían marchado sobre el llano, igual que él, tanto que no podían ni moverse y sólo querían dor­mir, dormir en ese aliento caluroso de la tierra que los acogía como otro vientre.

Allí Miguel se dejó llevar por la modorra y apenas sentía que la otra se moviera, se estaban muriendo los dos y se confundían el sueño y la vigilia.

—Miguel.

—…

—Miguel… que el niño me está mordiendo —pero Miguel se decía que soñaba y le daba la espalda a to­do. Ella sin embargo lloraba y ya no le quedaba fuelle para chillar siquiera—. …Miguel —y la criatura den­tro suya siguió masticándola hasta desencajarle la man­díbula de dolor, que empezó a hacer un ruido sordo, cloc toclotoc cloc cloc.

Pero Miguel se dijo que estaba soñando y que aque­llo era una pesadilla. Entreabrió los ojos, estaba el mundo cubierto de cuervos que abrían y cerraban los picos chocando sus dientes, haciendo aquel sonido una y otra vez, cloc toclotoc cloc cloc, cloc toclotoc cloc cloc. Y volvió a cerrarlos para dormirse.

—Miguel…

Se despertó y estaba Luz muriéndose, desencajada de dolor, y en el último brillo de sus ojos un pico azul se abrió paso en su vientre y de allí salió un tucán de­rrumbándose al suelo, los ojos de un hombre, los dien­­tes, la lengua, y empezaron a llegar los cuervos para adorar el milagro, ahora de manera ensordecedora, mi­llares de cuervos surgiendo del horizonte en una pa­red infinita que tapara el sol cubriendo al mundo, todo chillidos, graznidos, y aquel horror salido de la muer­ta mirándolo ya, que ya tenía donde seguir co­miendo.
 





Pablo Rodríguez Balbontín. Es li­cen­ciado en filosofía por la Uni­ver­sidad de Se­vi­lla y cursa teo­ría de la literatura y literatura comparada en la Universidad de Grana­da. Su interés por los medios audio­visuales lo ha llevado a cur­sar un máster de creación de guión de ci­ne y televisión en la Universidad Autónoma de Barcelona. Cabe destacar su expe­rien­cia do­cente, siendo profesor adjunto en los talle­res de creación literaria que Jo­sé Carlos Carmo­na imparte en la Uni­ver­sidad de Sevilla y que compagina con la labor de profesor adjunto en la Es­cue­­la de Cinema­to­grafía de Sevilla. Ha tra­ba­jado como téc­ni­co de imagen y so­ni­do para el grupo de teatro La Nave, co­mo co­rrec­tor de estilo y como creativo para la empresa de video­jue­gos Mo­bi­lity Ga­mes. Entre sus publicaciones es­tá el re­lato “3ª plan­ta 2º izq.”, publicado en el periódico El Co­lec­tivo y el conjunto de re­latos “Seis cuentos que escribí de­pri­sa, pron­to y mal, para que se ca­llara mi madre”, in­clui­do en el libro Yo so­bre la tierra.