CUENTO/No. 191


 

La vida conyugal de Eugenia del Campo



Marco Antonio Larios Quirino

 

 

En los años finales de su adolescencia, Eugenia del Campo intercalaba sus estudios de contabilidad con los de canto. Alguien, en una fiesta familiar, le había dicho que podía llegar a cantar en grandes escenarios, que su voz era casi perfecta. Así que, mientras terminaba la universidad, entró al coro de la institución, donde ha pasado veinte años de su vida.

Los fines de semana, luego de salir de su despacho, va a los ensayos del coro; por lo menos una vez al mes hay una presentación en público. Esta noche su esposo, Guillermo del Campo, pasa por ella y sugiere cenar en el restaurante francés recién inaugurado. Guillermo, editor del diario principal del estado, comenta que a la sección de cultura han llegado nuevos libros y que el encargado le ha pedido una reseña. Eugenia advierte, entre el cansancio y el fastidio, que se alegra de la noticia. Sabe que su esposo le pedirá, otra vez, escribir el texto y que ella aceptará gustosa. La oportunidad de retomar la escritura le reconforta el resto del día. Buscará sus manuales de redacción (si acaso los necesito, piensa), guardados en el pequeño librero, donde los cuarenta y tantos libros se apilan en el rincón y que Eugenia llama unas veces estudio y otras veces biblioteca.

Y ahí está a la noche siguiente, sentada en un sillón pidiendo a su esposo no molestarla. Toma el libro, lo mira. Es delgado, piensa que lo habrá de terminar pronto. Lee los datos del autor y hace cuentas. Setenta años aproximadamente. Lee en la contraportada que la nove-la es parte del Tríptico del carnaval que incluye otras dos obras. Para entonces, ha pensado en iniciar con la frase “La vida es un carnaval”, y se alegra de lo ingenioso de ella. Sabe que el lector seguirá leyendo, que alguien que comience con una conclusión como la suya y firme como “Eugenia del Campo” tiene buenas ideas y una lectura crítica.


 

 

Pasadas las páginas, siente admiración por la protagonista y su causa libertaria. Se le ocurre decir que la novela habla sobre el feminismo y a continuación escribe, en un papel doblado que marca la pausa de la lectura: “Jaqueline Cascorró —ha llegado a la parte en que el narrador describe cómo Jaqueline pronuncia su nombre a la francesa. Duda unos momentos, detiene su mano, y completa su frase: “Jaqueline Cascorró: nuestra feminista contemporánea”. Se felicita: tiene ahora unas líneas y el título de la reseña. Está segura de que son suficientes para atrapar al lector. Imagina la expresión de sus lectores, los comentarios que harán los interesados en la lectura, quienes conozcan al autor y su obra. Piensa en poner su dirección electrónica al final de la reseña e imagina los posibles mails que habrá de recibir durante los siguientes días. “Estimada Eugenia: he leído su reseña y me parece una de las mejores escritas sobre la última obra de…”

A media novela, Eugenia del Campo se pregunta cómo será la vida con un amante. Piensa en los hombres que estarían dispuestos a acostarse con ella y apenas logra recuperar dos: un compañero del coro y uno de los empleados nuevos que se ha insinuado un par de veces. Piensa en Valentina, su vecina de cubículo. Sin duda, se ve más contenta desde que sale con Julio, a quien conoció apenas dos semanas atrás. Sabe que Madame Bovary es una novela que habla de la infidelidad y recuerda la escena de una película, Little Children, donde Kate Winslet opina en su círculo de lectura sobre la novela de Flaubert. Ella, Eugenia, encajaría perfectamente en ese club de lectura. Imagina una escena donde conversa con Kate e intercambia puntos de vista sobre la novela; imagina a sus compañeras sorprendidas por la pasión con que ella, Eugenia del Campo, defiende las relaciones peligrosas. De ser parte de un club de lectura, sus comentarios serían tomados muy en cuenta entre sus amigas. Es la única que ha publicado en periódicos de provincia y revistas estudiantiles, y la única a quien todos conocen como lectora.

Llena media cuartilla con las referencias a Flaubert y a la película que ha recordado. Se le ocurren unas líneas más, pero no las escribe; se queda dormida unos minutos sobre el teclado. Cuando despierta, intenta recuperar la idea, pero pierde el ánimo ante las consonantes que se repiten sin sentido en la pantalla. Decide ir a la cama. Su marido duerme bocabajo, tiene una sábana encima que apenas cubre su espalda. Ella mira su ropa interior; algo que podría causarle gracia o deseo le produce asco. ¿En qué momento tomó la avenida equivocada pensando que iba hacia la felicidad? ¿Qué ciudad llamada felicidad pensó habría de recibirla? Once de la noche apenas, Valentina está con su amante a estas horas, seguramente, y ella lo único que puede tener es la quietud de su cama.

Se acuesta al lado de su esposo. Tiene la luz prendida. A él le importa un comino que alguien se esté muriendo a su lado. Eugenia puede hablar por teléfono con voz alta y Guillermo no despertará, ningún movimiento habrá de verse mientras Valentina le cuenta desde el baño su noche maravillosa. Mi esposo, cuenta su amiga, me da pena, dice, ésta es la segunda vez que lo engaño. Lo bueno que no está en la casa, añade, salió por negocios, dos días, imagínate, le dice, lo que se puede hacer en dos días. Ah, están tocando a la puerta, te dejo. Alcanza a escuchar que le bajan a la taza del baño, luego se corta la comunicación.

Va al baño. Pasa de medianoche y ella está sin sueño, sentada en la taza, imaginando lo que debe estar pasando Valentina justo ahora. Pasa de medianoche, hora de los amantes. Quiere imaginarse con uno, y ante ese pensamiento, se menea sobre la taza de baño y gime hasta que un ruido procedente de la cama la pone alerta: su esposo ronca. Después de que Jaqueline, la protagonista de la novela, se reconcilió con su esposo, tuvieron sexo apasionado. ¿Cuándo Guillermo ha sido así? Comienza a recordar. Una vez, dos años atrás. Ella lo encaró ante sus engaños y ya al siguiente día estaban en la cama, como en los primeros días. Ah, los primeros días también, recuerda. Un día antes de casarse, él había llegado a su casa por sorpresa, la metió a su cuarto. Al día siguiente, en la boda, los dos se sonreían cómplices. Cuando terminó la ceremonia y festejaban bailando, él quiso abrazarla y ella se echó hacia un lado, como un juego, hasta que comenzó a alejarse caminando, primero, luego trotando, levantando su vestido para evitar caer, hasta que él la alcanzó.

Eres veloz, le dijo, deberías competir como deportista. Esa noche, Eugenia cantó y fue aplaudida por sus hermanos y tíos, y por la familia de su entonces reciente esposo. Era joven, se dice, apenas treinta años. Abre los ojos y mira el piso con la cabeza sobre sus brazos; se levanta de la taza, somnolienta, avergonzada de su posición.

En la misma posición se encuentra al siguiente día, cuando es despertada por el golpe de una puerta. Frente a ella aparece Valentina, con la cara de felicidad. Ojerosas las dos. Al parecer, le dice, tú tampoco dormiste. Quisiera decirle que su esposo ha salido de su letargo de monje, que estuvieron despiertos hasta la mañana, pero no tiene ánimos para mentir. Busca un café, Valentina la sigue. Eugenia se arrepiente de su desvelo. Tanto para nada. No es que espere algo. Debería volver a las pastillas, dormirse y pensar que Guillermo la mira impávido, con el deseo bajo la sábana. Ahora piensa que debería volver a la universidad, a su segundo novio, con el que terminó porque Guillermo apareció como una promesa, como algo seguro que flotaría entre el tormento de la vida diaria. ¿Qué pensó al ver a Guillermo? Le asustaba su novio de entonces, la disparidad de su comportamiento, su coquetería, todo eso que seguramente lo hacía un excelente amante, asunto que apenas inquietaba a Eugenia en ese entonces cuando sus amigas hablaban de sus múltiples experiencias sexuales, muchas quizá exageradas o leídas en revistas para mujeres. No era nada de lo que en esos días ella habría deseado. Sí, el placer de compartir la cama de entonces, pero no la incertidumbre de los que llegan a cualquier hora de la tarde y hacen el amor por toda la casa. Nada de eso pasaba por su cabeza; por eso, cuando Guillermo apareció y le preguntó algo sobre un salón de clase, y la invitó a salir días después en su segundo o tercer encuentro, apenas dudó. Le llamaba la atención esa indiferencia de Guillermo, su mirada huidiza, nada directo como el amante-novio que compartía con diversas compañeras de la facultad.

¿Cómo terminarán nuestros días? Eso quiere preguntarle a Valentina, que está a su lado, mirándola. En lugar de ello, pregunta ¿Qué vas a hacer? Con tu vida, quiere añadir, pero su boca se queda en silencio. Valentina levanta una taza y choca contra ella una cuchara. Sonriente: coqueta: tomar café, trabajar y aprovechar el día sin mi esposo. Eugenia piensa en los días en que su esposo ha salido de casa. Cinco días, una semana, acaso, tiempo durante el cual ella se dedicó a su trabajo, recibió la visita de algún vecino y sin embargo, no tuvo la audacia, ella, para ir más allá. ¿A quién habría llamado? Ante su escritorio, hojas de balance, y bajo ellas, el libro que tiene que reseñar. No hay tiempo para lectura, así que lo mete en un cajón. Y de ahí lo saca al siguiente día, ya casi llegada la noche, cuando resta casi la mitad del libro y le quedan apenas unas horas para entregarla.

Su esposo está en línea. Hay un sonido, Eugenia mira la pantalla: su esposo pregunta cómo va con la reseña. Cierra la ventana de conversación. A los pocos segundos aparece de nuevo el mismo mensaje. El teléfono de su compañera suena. Valentina la mira emocionada y hace gestos en los que enseña una sonrisa enorme. Eugenia entiende: su amante la llama para citarla y tener otra noche de sexo cuya descripción tendrá que oír al siguiente día. Su celular timbra, es un mensaje. Guillermo pregunta si terminó ya la reseña. Eugenia mira la pantalla. Su compañera cuelga y, antes de salir, mira el libro sobre el escritorio y dice con voz queda: se ve buenísimo, está por tomarlo cuando Eugenia atrapa su mano y dice no terminarlo aún. Valentina le hace prometer que se lo prestará.


Vuelve a su documento, tiene tres cuartos de páginas a doble espacio, como se lo pidieron. Su esposo ha escrito nuevamente un mensaje en el msn. Su celular comienza a iluminarse y vibrar, y ella evita el timbre presionando cualquier tecla a tiempo. El nombre de su esposo parpadea en la pantalla. Corta la llamada y apenas unos segundos después vibra de nuevo. Contesta: “Soy Lucía, la secretaria, Eugenia no puede responder.”

Con que ahora te llamas Lucía, escribe Guillermo en el chat.

Setecientas palabras cuenta el documento de Word. Escribe que es la novela que más le ha gustado y la recomienda ampliamente antes de enumerar otras obras del autor localizadas en internet. Le echa una ojeada al final: la pareja protagonista celebra un aniversario más de bodas: ella, con un párpado caído, transportada en silla de ruedas, tiene el aspecto de quien ha sufrido muchas crisis nerviosas. Quince años han transcurrido juntos, ella, Eugenia, y su esposo, Guillermo. Mañana habrá de olvidar la fecha de aniversario; en unos años, alguien se les acercará para darles una felicitación, y los dos escucharán las palabras que vienen inevitablemente con una sonrisa forzada. Valentina se alejará de su amante y terminará sus días igual, al lado de su actual esposo, quien debe estar ahora mismo con una amante en el hotel donde se hospedan todas esas personas de negocios que lo acompañan.

Guarda el documento, lo adjunta en un mensaje, está por enviarlo cuando su esposo llama de nuevo. “Habla Jaqueline Cascorro y esta noche será mi primer intento por asesinarte.” Deja el teléfono a un lado, escucha la voz de su esposo, lo imagina pequeño, metido en la bocina, el tono de voz justo para ser aplastado. Quiere sentirse la reina de la noche al menos por esta noche, clamar a los dioses de la venganza, pedir que castiguen a Guillermo, gritar el juramento de una esposa dejada de lado. El celular se ha quedado en silencio, mira el protector de pantalla: un hombre simula caminar por ella, primero despacio, luego acelera hasta caer. Es la primera vez que Eugenia se detiene a mirar la animación. Eres veloz, deberías competir como deportista, le dijo su esposo en su boda. Su novio de universidad le dijo lo mismo una noche en que desabrochó su sostén y ella se apresuró a cubrirse. Soy veloz, se dice, lo había olvidado. Cuando el último compañero de la oficina sale, Eugenia comienza a cantar el aria de una ópera cuyo nombre no se molesta en recordar.

 

 


Marco Antonio Larios Quirino (Ciudad de México, 1988). Estudió Letras Españolas en la Universidad Veracruzana, donde cursa la maestría en Literatura Mexicana. Participó en los cursos de creación literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en las categorías de cuento y ensayo (2009-2012).