EL RESEÑARIO/No. 189


 

Yendo de aquí a allá o en círculos



Manuel de J. Jiménez

 

Antonio Calera-Grobet
Yendo
Cuadrivio
México,2014

 

Punto_de_partida_189_img_19.jpgLa escritura siempre proyectará intenciones: el elemento volitivo será central para integrar cualquier poética o, en su caso, efectuar ejercicios terapéuticos. Antonio Calera-Grobet (Ciudad de México, 1973) dirige su escritura hacia lugares ciertos, pero en vez de conservar las trayectorias o marcarlas, redirige en automático sus textos para conservar únicamente ciertos indicios, piezas anecdóticas o minucias que se cargan de emotividad y terminan por borrar el mapa. A pesar de ello, el autor se toma la molestia de indicar los destinatarios en su libro: Poemas para el número 2, Poemas para ciudadanos y Poemas para leerse a las terneras. Sin embargo, esto no ayuda mucho y quizás sólo podemos inferir que se trata de territorios (ámbitos de aplicación) en la escritura de Calera: jurisdicciones donde habitan distintas otredades.

Una situación común es que los poemas de Antonio Calera pueden ser categorizados bajo una lírica especial: poemas testimoniales. Por supuesto que la modalidad del diario personal es palpable y el tono autobiográfico se desarrolla en distintos niveles. Así el yo lírico queda, en la mayoría de los momentos, trastocado por una colectividad de hablantes que robustece las acciones del personaje principal. Yendo es un libro misceláneo que participa de varios géneros y subgéneros literarios (si el lector aún quiere comprender la literatura a través de estas herramientas conceptuales). La prosa, avisada por distintos poetas como Baudelaire o Marosa di Giorgio, permite a su autor moverse entre áreas limítrofes. En Calera hay aviso, advertencias: “Viajero: este poema fue escrito sólo para decirte que desde aquí en donde estamos pensamos en ti”. No es poema, no es crónica ni relato lo que se observa en los textos; es una escritura común y a la vez diferente a todo ello. El poeta oscila ante el texto o, mejor dicho, es la oscilación de su escritura lo que hace que él no deje de moverse.

Lo anterior no quiere decir que el poeta descuide el manejo vital del lenguaje y se entregue a una escritura ausente de metáforas y giros. Antonio Calera cree en los poderes de la poesía: “Decirte máquina y que se levante un ferrocarril de la nada, bufando con frenesí, tras una larga humareda blanca.” No son los típicos poderes del poeta como profeta o hacedor de cosmogonías, sino el poder primigenio que se produce con la fuerza del discurso y la desviación del sentido en el habla. Las situaciones sencillas dan de sobra una materia poética que Calera sabe usar a su favor. En su prosa hay una preocupación por el ritmo, por la conexión de rimas y asonancias. Quizás aquí se aproxime a una poesía del lenguaje: “aún dormita, lento, soporoso. Un oso, dormido, un oso […]”. Asimismo, cuando se hace referencia al mundo del arte, esto se agrega entre paréntesis: “(arte de atar, helarte de remate)”. Nuevamente el poeta oscila. Pero ahora son las vibraciones del lenguaje, la fonética internalizada, las que producen el movimiento en secuencias.

Volviendo al inicio, ante un poeta que reacomoda sus direcciones, resulta un reto encontrar motivos de escritura. ¿Podemos o no sospechar de una poética en el libro de Calera? La pregunta puede obviarse pues queda claro que el libro postula ciertos tránsitos que el autor está dispuesto a reconocer: el valor de lo sencillo, la nostalgia de la niñez, la micropolítica en el acto de escribir, etc. El poeta escribe y, en ese escribir, va configurando objetos y sujetos: materia que de otro modo no prosperaría. Escribe un “capote ondeado” que se refiere y no al universo de la tauromaquia; escribe “niña de mis ojos” eludiendo y abrazando la intención romántica. El poeta puede decir todas estas cosas desde la cuerda del poema. Pero en ello, se esconde una confrontación visceral con el otro, con el futuro lector (nosotros y él mismo): “O escribir desde más adentro, movido por las estrellas titilantes en la bóveda del infinito, y esa enorme bola al centro, de testigo, sostenida por el vaho de los vivos”. La otra posibilidad es meramente lúdica (no por ello menos justificatoria). “Esa, sepa, pesa: es pies, es paso, es peso, es sopa, es país, es pía, esa, oí, es así: Poesía”.

Más allá de cualquier artificio verbal, en los poemas de Antonio Calera-Grobet se siente sinceridad. Si la poesía participa necesariamente de un ardid lingüístico, el lector agudo aún distingue en esa experiencia cierta veracidad que puede o no empalmarse con la verosimilitud del poema. Esta característica, la del poema verídico, se percibe en los textos de Antonio. Por ejemplo, en “Algo sobre él”, donde alcanza mayores intensidades el drama lírico, el poeta nos obsequia una estampa hermosa de su vida íntima: “Yo amaba por supuesto mucho a mi padre, y por supuesto esto no es un poema. Mi padre lo único que tuvo fue un doctorado en cerveza. Peor, mi padre tenía un monóculo, y unos lentes, y una lupa. Mi padre a todo decía que sí”. El padre, Salvador Calera Arizmendi Álvarez del Manzano, Marqués del Pumarín, alias El Panoyo, se aprecia como una entidad brumosa pero cierta: se llena de mitologías sin perturbar su carácter simbólico. Hay un dolor sordo en el relato, un tono agridulce. El final, como consecuencia de la carga emocional, es vertical y asombroso: “Mi padre ahora ya no dice nada. Y no nos dice nada porque ahora es puro polvo, y el puto polvo no habla”.

Volviendo a la cuestión de la poética, porque en la escritura de Calera todo se trata de un volver y pisar otra vez las huellas recorridas, el lector puede atestiguar por qué el libro se llama Yendo y no se optó por los infinitivos “ir” o “caminar”. La acción se está dando, nunca se detiene. No hay descanso. La escritura se mueve y el poeta no acierta en colocar un punto final. Allí también se puede ver cómo estos poemas han sido recorridos una y otra vez: reescritos más que revisados. El poeta no somete necesariamente a examen sus textos, los escribe en un devenir heracliteano. Quizás muchos poemas perecieron en ese proceso, quizás muchos otros se escribieron casi a sí mismos. Eso sólo lo sabe el autor. Queda claro que Calera se está yendo al momento de verbalizar su pensamiento. En ese instante ya dibujó una línea punteada que va muy lejos. Sin embargo, en esa circunferencia, que puede leerse como el mundo, esa línea termina por regresar a su punto de partida.

 


Manuel de J. Jiménez (Ciudad de México, 1986). Poeta y ensayista. Ha publicado los libros Iuspoética (Cinosargo, 2012), El final del Estado (Literal, 2013), Interpretación celeste: la luz de otra estrella (UANL, 2013) e Interpretación celeste: azul trenzado (Catafixia, 2013). Compiló, junto a Gerardo Grande, Astronave (UNAM / UANL, 2013)