CUENTO ARGENTINO ACTUAL/No. 188


 

El árbol



El Niño C

 


I


El sol era intenso y los campos verdes hacia los confines. Sobre ellos, un árbol enorme. Delante de la casa. Los perros ladraban y se oían los chanchos gritar desde el chiquero. Ahora un sonido de cadenas y la visión se extiende siguiendo el oído: bajo el árbol, arrodillado y perdido, Juan está encadenado con un bozal al cuello y un par de esposas en las muñecas. Quiere correr, pero no puede. La sed le seca la boca y cree que el diablo lo quiere sumar a su legión de demonios. Cada tanto los oye hablar dentro de la casa, reírse con carcajadas siniestras. El cielo lo encandila y otra vez intenta arrancar la cadena del árbol. Forcejea, mientras el perro atado a la tranquera lo mira sentado y perdido. No puede zafarse, tironea, una y otra vez, y cae al suelo, exhausto. Siente un sabor extraño en la boca, tal vez azufre o incienso o… ¡Qué va! Y todo por haber pasado del Polaco y tomarse unas damajuanas. Siempre lo mismo. El diablo tienta y, después de que uno ha caído, lo castiga. Entonces, el árbol y la cadena y los golpes y este sudor ácido y helado que parece bañarlo, con esa sequía en la lengua.


II

—Te va a agarrar la Juana y te va a dar a vos —le dijo el Polaco.

—A mí no me manda nadie —respondió él y lo miró con los ojos brillosos.

Había gente en el boliche y las moscas revoloteaban sobre los vasos suspendidos en las mesas desportilladas y en el mostrador de madera podrida. El olor de la carne del chivo venía desde afuera y daban ganas, muchas ganas de comer. Llegó Francisco, después de tanto tiempo. Entró por el marco de la puerta que parecía la boca de una caldera. El vapor se veía subir afuera, detrás de su figura, que avanzaba. Cuando Juan lo vio, quiso dejar el vaso con vino, pero desistió. El otro ya lo había visto.

—Para no perder la costumbre —dijo Juan y levantó el vaso, burlándose.

—Yo no me río —respondió Francisco.

—Bueno, si sabés que me gusta. Es lo único en que todavía puedo darme el gusto.

Y se sentó a la mesa con él.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace unas horas. Dejé las cosas en el hotel y me vine para acá…

—Sabés que podés venir a casa cuando quieras…

—Es mejor así.

—No, vos me podrías dar una mano…

—Sos terco, Juan. Siempre lo fuiste.

—¿Y vos no? Nunca me hiciste caso y te quedaste allá, con los viejos, en esa ciudad de mierda, cagados de hambre…

—No nos falta nada. Estoy trabajando en la escuela y con eso alcanza. Además, el viejo necesita estar allá.

—¿Cómo está ahora?

—Como siempre.

—Loco. Es raro esto, ¿no? Cuando vos quisiste volver, él se opuso. Y ahora, encerrado en un psiquiátrico está. A los gritos con eso de volverse a Italia.

—Por eso vine. Los viejos, me parece, deberían volver. Eso le haría bien a papá.

—¡Ah, claro! Ahora quieren volver. Después de que los echaron. Plata no tengo.

—Cierto; me había olvidado. Cuando se trata de los viejos, nunca tenés plata. Uno se olvida de tantas cosas… A veces, hasta de uno mismo…

—Sería bueno que vos y ellos se olvidaran de una buena vez de la bendita Italia.

—Todos los días lo hacemos. Si recordáramos a cada rato, nos… Por eso el viejo está así. Con un único recuerdo; una sola idea.

—De acá no me muevo. Tan mal no nos fue…

—No se trata de eso, Juan. El viejo extraña hablar el piamontés, mirar los globos volando en el aire cerca de las montañas…

—¡Basta! Puras boludeces. Sos vos el que quiere volver. El viejo está loco. No sabe lo que quiere.

La negativa cortó el olor del chivo, que ahora se metía enganchado con la cuchilla sobre una tabla que trajeron dos hombres. Lo pusieron sobre el mostrador y comenzaron a cortarlo. Se hace agua la boca y la disección se efectúa, perfecta, con movimientos nerviosos y precisos de brazos, detrás de los otros dos chivos, a punto de despedazarse y clavarse los cuernos de sus diferencias.


III

Por suerte hay sol, y este calor. Habrá buena cosecha durante el año. Los campos están verdes al costado del camino y la renoleta avanza. Es el retorno; Francisco estará durmiendo la siesta ya, piensa Juan. Y también que él no les va a dar ni un peso a los viejos, que, si quisieron irse a Rosario, por hacerse los artistas que se las aguanten. No hay retorno para ellos. Italia los expulsó con una mano atrás y otra adelante y todavía se les ocurre volver.

El vapor enturbia el parabrisas, pero se ven nítidamente el horizonte, los costados con la siembra y arriba el celeste cóncavo que brilla, intenso. Adelante, un punto que empieza a agrandarse, cambia de la abstracción geométrica a la figura humana y, luego, al Pascual, sentado sobre dos bolsas llenas. Le hace señas, como pidiendo que lo lleve, y Juan pisa la palanca de los frenos. El polvo del guadal se levanta y tapa la visión hasta dejar la renoleta como un rectangulito en el camino. Borrosa.

Enseguida, el Pascual abre la puerta y le pide que lo ayude a cargar los choclos que le sacó al Antonio para el puchero, que su hijo le había llevado el caballo y que se tuvo que venir en bicicleta; pero, cuando quiso cargar las dos bolsas, se cayó y quedó tirado de panza en el camino, que estaba esperando que pasara alguien para que lo ayudara.

—Que no te vea en mi campo porque te cago a tiros.

—Pero no… le saco a éste porque me debe un alambrado y no me lo pagó más.

—Ladrón que le roba a ladrón…

—Eso dicen. Dale, ayudame.

Y Juan baja de la renoleta. Hace más calor que antes; sobre todo, porque ya no hay viento que entre con el auto frenado. Toman las bolsas de las puntas y las meten en el baúl. Dicen algo que no se oye porque surge una bocanada de aire, ruidosa, y, ahora, suben. Pascual le mira los ojos y huele el aliento de boliche.

—Está fresco el aire, ¿no?

—Cargado, no fresco —responde Juan.

—Y, bueno… si no, la vida no se aguanta —entonces saca la petaca de whisky y le da un trago.

—No te olvides de los amigos, che.

Y tomaron. El sudor caía por los costados de la cara, recorría las orejas y bajaba dando unas vueltas por el cuello y después se deslizaba por la garganta, hasta el abdomen, donde moría absorbido por la camisa. Afuera, las cortinas de maíz cerraban el camino y, cada tanto, algún paraíso aparecía, extendiendo sus ramas en el cielo.

—¿Y Juana?

—Con los chicos. Cada vez más loca. Ahora se le ha dado por que duerma la siesta con las gallinas y todo para contrariarme.

—¿Cómo, así?

—¡Bah!, cosas de ella, que dice que no se me aguanta el aliento.

—¿Y vos no hacés nada? Mirá que, cuando empiezan así, se terminan yendo.

—Que se vaya; pero que no la encuentre…

—Callate; no te hagás; bien que la otra te agarra después y te tiene cortito…

—Cortitas las aspas; lo que es a mí, no me tiene nadie.

—¿Ni el diablo?

Juan pisa los frenos, de golpe.

—Bajate.

—Pero…

—Bajate —y lo empuja afuera del auto.

—¡Ni vos ni el diablo! —le grita mientras acelera.

Silencio. El hombre queda atrás, con las bolsas al costado del cuerpo. Desaparece del camino tras la nube de polvo. Juan bebe de la petaca y piensa en el árbol de la casa. El mediodía rompe con surcos de calor el camino. El auto se pierde en ellos. Ya no lo puedo imaginar.


IV

Hay una puerta cerrada. Es blanca, con manchas de humedad en la parte inferior, y permite la entrada en una casa de fachada modesta, perdida en la llanura con árboles. Las chicharras aturden. Adentro, una mesa. Cuatro platos, cubiertos y vasos. Una mujer camina alrededor, sirve huevos fritos y ensalada. Un bife a cada plato. Las manos comienzan a levantar los cubiertos, a cortar la carne que se llevan a la boca. Ahora vemos el rostro de Juan. Está hambriento y confuso. La mirada perdida. Los chicos lo miran. Dieciséis años cada uno, más o menos. Juan y Antonio, se llaman. Juana se sienta y empieza a comer. Los mira, también confusa, y agrega:

—Vino Francisco…

—Sí, ya sé. Lo vi en el boliche.

—Siempre lo mismo, ¿no? Cuando necesitan plata, vienen.

—Por lo menos, vienen.

—Para eso, que se queden. Yo no sé para qué estudió tanto. Se quiso quedar allá y ahora están muertos de hambre. Imagino que no les vas a dar plata.

—¿Y por qué no?

Contestó enojado. Los chicos se miraron. Dejaron de comer y se quedaron expectantes, como si estuviera a punto de comenzar una obra de teatro. Las cigarras aturden más, ahora con potencia.

—Hacé lo que quieras.

—Por supuesto, ¿quién creés que soy?

—Se nota que estuviste tomando otra vez.

—Algo tengo que disfrutar en esta vida.

—Eso sí. Pero ni se te ocurra acostarte en la cama con ese olor. Te vas afuera.

Ahora los chicos se toman de la mesa, a punto de levantarse. Nadie come. Las moscas revolotean y se posan en la ensalada y en los cubiertos. Las chicharras gritan en los árboles.

—A mí nadie me manda —y se pone de pie.

Juana hace lo mismo. Él se saca el cinturón y la insulta. Le recuerda que él la sacó de la calle, mugrienta; y ahora te venís a creer con derecho a decirme qué carajo hacer. Los chicos no mueven los párpados. Aprietan la mesa. El cinturón se desprende del pantalón y se levanta en el aire, hasta llegar al delantal de Juana y chocar y hundirse en su ropa. Las chicharras confunden. Los chicos se paran y le gritan viejo borracho, otra vez lo mismo, estamos cansados. El cinturón vuelve a chocar con la mujer. Las chicharras ensordecen. Antonio sujeta a Juan de los brazos y el otro Juan, su hijo, le pega un golpe cerrado en el abdomen. Lo arrastran por la habitación. Juana llora y dice que nunca se puede comer tranquila en esta casa. Los chicos cruzan la puerta con el otro desmayado por el golpe. Las chicharras rompen tímpanos. Ellos cruzan el patio. Cuando Juan recobra la conciencia, ve el árbol con las cadenas. Se acuerda del Pascual y entiende que contra el diablo no se puede, menos con sus demonios. Los odia y quiere escaparse, pero ya no podrá y, como siempre, deberá quedarse atado hasta que le tiemble la sangre sin el vino que lo mantiene vivo. Sí, vivo en medio de una legión de diablos que lo quiere unir a sus filas, sin reconocer que él es el dios que todo lo rige. ¡Herejes! Las chicharras se imponen al vapor. Las cadenas se mueven. El bozal al cuello y las esposas en las muñecas. Antonio le dice que ahora se queda ahí, atado como un perro. Como el perro, agrega Juancito, y la Juana llora desconsolada en la puerta. Las pupilas rojas. Te quedas ahí, quietito, le dice el demonio petizo en una lengua que él ya no entiende, pero que sabe que es italiano, el italiano de su viejo, por la sofocación, el golpe, el sol fortísimo, las chicharras que, ahora, se callan. El perro lo mira. La puerta se cierra. El árbol hace sombra y las cigarras vuelven a cantar mientras Juan no puede más y se duerme, seguro de que hasta el otro día, hasta que ya no tenga ni ese sabor ácido ni esa sequía en los labios… o no, hasta que la sequía sea tan insoportable que lo despierte. Las gallinas picotean alrededor.

 

 


El Niño C (Leones, provincia de Córdoba, 1981). Vive en Rosario desde el año 2000. Ha colaborado en el suplemento Señales del diario La Capital, de Rosario, y en el sitio web Bazar Americano. Publicó, bajo diferentes heterónimos, los libros de poesía Blog (Tropofonia, 2012), Lu Ciana: Plaga xombi sodomita (Janvs Editores, 2013) y Un pequeño mundo enfermo (La Bola Editora, 2014); las novelas Morocos (Letra Cosmos, 2013) y Wachi-book (Baltasara Editora, 2014), el libro de cuentos Machos de campo (Letra Cosmos, 2012) y el libro de ensayos Relatos de mercado en el Cono Sur (Fiesta E-diciones, 2013). Es coeditor de Fiesta E-diciones, becario del Conicet y profesor adjunto de Literatura Francesa en la Universidad Nacional de Rosario. “El árbol” pertenece al libro inédito La Juanita.


Foto: Fabián de Nápoli