TRADUCCIÓN/No. 187


 

Clitemnestra o el crimen, de Marguerite Yourcenar



Enrique Popoca

Facultad de Filosofía y Letras-unam
“Clytemnestre ou le crime”, en Marguerite Yourcenar, Feux, Gallimard, París, 1970.


Voy a explicarles, señores del jurado… Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; filas circulares de manos puestas sobre mis rodillas, pies descalzos posados sobre la piedra, pupilas fijas desde las que se filtra la mirada, bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí un tribunal de piedra. Maté a ese hombre con un cuchillo, en una bañera, con la ayuda de mi miserable amante, que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocen mi historia: no hay uno entre ustedes al que no se le haya repetido veinte veces al final de los largos banquetes, acompañada por el bostezo de las criadas; ni ninguna entre sus mujeres que no haya soñado una sola noche de su vida con ser Clitemnestra. Sus pensamientos criminales, sus ansias acalladas se deslizan escaleras abajo y se derraman en mí, de manera que una especie de vaivén horrible hace de ustedes mi conciencia y de mí, su grito. Se reunieron aquí para que la escena del crimen se repita ante sus ojos ligeramente más rápido que en la realidad, pues el hogar los solicita para la cena y no pueden conceder más de unas pocas horas para oírme llorar. Y justamente durante este breve tiempo no sólo mis actos, sino también los motivos han de estallar a plena luz, a pesar de que precisaron cuarenta años para consolidarse. Esperé a ese hombre desde antes de que tuviese nombre, un rostro; todo el tiempo que él no era aún mi lejana desgracia. Busqué en la turba de los vivos a ese ser necesario para mis delicias futuras: miré a los hombres como se fija la mirada sobre los transeúntes en la taquilla de una estación, para asegurarse por completo que no son lo que se está esperando. Mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre por él; yo aprendí a calcular en la pizarra de la escuela para llevar las cuentas de sus gastos de hombre rico. Para ornar el camino en el que quizás se posaría el pie de ese desconocido que haría de mí su sirvienta, yo tejí sábanas y estandartes de oro; fatigada por el esfuerzo, dejé escapar de vez en vez sobre el terso tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres lo escogieron para mí; pero aun raptada por él sin que mi familia lo advirtiera, yo habría obedecido al deseo de mi padre y mi madre, porque nuestros gustos provienen de ellos, y el hombre que amamos es siempre con el que sueñan nuestras abuelas. Le permití sacrificar el porvenir de nuestros hijos por sus ambiciones de hombre; ni siquiera lloré cuando mi hija murió. Consentí en consumirme en su destino como una fruta en la boca, para provocarle una sensación de dulzor. Señores del jurado, sólo lo conocieron henchido por la gloria, avejentado por diez años de guerra; una suerte de ídolo descomunal gastado por las caricias de mujeres asiáticas, salpicadas del fango de las trincheras. Solamente yo estuve presente en su época de dios. Me era grato llevarle en una gran bandeja de cobre el vaso de agua que diseminaría en él sus reservas de frescura; me era grato, en el calor de la cocina, preparar los platillos que saciarían su hambre y lo botarían de sangre. Me era grato, entorpecida por el peso de la simiente humana, posar las manos en mi abultado vientre, en donde fermentaban mis hijos. Por la tarde, cuando regresaba de la cacería, me abalanzaba con regocijo sobre su pecho de oro. Pero los hombres no están hechos para pasarse la vida calentando sus manos sobre fuego de un mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me abandonó, como una casa de gran tamaño vacía, en la que late un reloj inútil. El tiempo que pasé lejos de él lo desperdicié en nada, gota a gota o por oleadas, como sangre perdida; me dejó cada día más carente de futuro. En las borracheras, algunos soldados licenciados me contaban su vida en los campamentos de la retaguardia: la armada de Oriente estaba infestada de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis, cuyos ojos azules bajo la sombra de los párpados sugieren los manantiales del fondo de una gruta oscura; turcas corpulentas y empalagosas como los pasteles que se hacen con miel. Recibía cartas en los días de algún aniversario; mi vida transcurría espiando en el camino el paso cojo del cartero. De día luchaba contra la angustia; de noche, contra el deseo, y sin cejar contra el vacío, una forma cobarde de la desgracia. Los años se sucedían a lo largo de las calles desiertas, como una procesión de viudas; la plaza del pueblo se teñía del negro de las mujeres en duelo. Envidiaba a esas infortunadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. En el lugar del mío, yo vigilaba los trabajos del campo y el comercio del mar; recogía las cosechas; hacía clavar las cabezas de los bandoleros en el asta del mercado; me servía de su fusil para disparar a las cornejas; fustigaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela rojiza. Poco a poco iba sustituyendo al hombre que me hacía falta, del que estaba poseída. Terminé por ojear, con la misma mirada suya, el cuello blanco de las criadas. Egisto galopaba a mi lado en los páramos; su juventud coincidía con mi viudez, tenía casi la edad suficiente para ir a enrolarse al ejército. Me transportaba al tiempo del intercambio de besos entre primos, en un bosque, durante las vacaciones largas. Lo miraba menos como amante que como un niño que hubiera concebido en mí la ausencia: pagaba sus deudas con los talabarteros y sus negocios de caballos. Seguía imitando a ese hombre, aún siéndole infiel: Egisto era para mí el equivalente de las mujeres asiáticas o de la abyecta Arginia. Señores del jurado, sólo existe un hombre en todo el mundo; el resto, para toda mujer, no pasa de ser un error o un remedo triste. El adulterio resulta ser una forma desesperada de fidelidad. Si engañé a alguien, no cabe duda de que fue al desdichado Egisto. Lo necesitaba para poder saber hasta qué punto aquel que yo amaba era irremplazable. Hastiada de acariciarlo, subía a la torre a compartir el insomnio del vigía. Una noche, el horizonte del Este se encendió tres horas antes del alba. Troya ardía: el viento que viene de Asia traía consigo, por encima del mar, pavesas y nubes de ceniza; el regocijo de los centinelas se resolvió en llamaradas sobre las cimas: el monte Athos y el Olimpo, el Pindo y el Erimanto ardían como hogueras; la última lengua de fuego creció frente a mí, sobre la pequeña colina que, desde hacía veinticinco años, me escondía el horizonte. Veía que el casco, sobre la frente del vigía, se inclinaba para recibir el cuchicheo de las ráfagas: en algún punto en el mar, un hombre recargado de oro se apoyaba en la proa; dejaba, a cada vuelta de hélice, que su mujer y el hogar ausente se aproximaran a él. Al bajar de la torre me hice de un cuchillo. Quería matar a Egisto; quería mandar lavar la madera del lecho y el piso de la habitación; quería sacar del fondo de un baúl el vestido que llevaba el día del adiós; quería, pues, suprimir los diez años como un simple cero en la cuenta de mis días. Me detuve para sonreír al pasar frente al espejo; no me esperaba que el súbito reflejo me hiciera recordar el gris de mi cabello. Señores del jurado, diez años no son poca cosa: son más extensos que la distancia entre Troya y el palacio de Micenas. La cúspide del pasado es más elevada que el lugar en el que ahora nos encontramos, puesto que sólo es posible bajar del tiempo, y no escalarlo. Tal como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja de la meta, en vez de acercarnos. Donde había dejado a su joven mujer, el rey encontraría a la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y las despensas: únicamente cabía esperar un puñado de besos fríos. Si hubiera tenido el coraje para ello, me habría matado antes de su regreso, para no leer en su rostro la decepción de descubrirme marchita. Pero quería, por lo menos, volver a verlo antes de morir. Egisto estaba llorando en mi lecho, asustado como un niño culpable que ya siente venir el castigo de su padre. Me acerqué a él; fingí mi voz más acariciante y mentirosa para decirle que nada se había difundido de nuestras citas nocturnas, que su tío no tenía razones para dejar de quererlo. Pero más bien yo esperaba que él supiera todo ya y que la cólera y el placer de la venganza me otorgaran un lugar en su mente. No dejé ningún cabo suelto: hice que se agregara al correo que recibiría a bordo una carta anónima que exageraba mis errores: afilaba el cuchillo que había de hundirse en mi corazón. Preví que quizás me estrangularía con ambas manos, las que yo había besado tanto; al menos moriría en esa suerte de abrazo. Llegó el día en el que el barco de guerra atracó por fin en el puerto de Nauplia, en medio de la alharaca de vivas y fanfarrias. Los terraplenes, cubiertos de amapolas rojas, parecían tapizados por orden del verano; el maestro había concedido un día de asueto a los niños del pueblo; tañían las campanas de la iglesia. Aguardaba en el umbral de la Puerta de los Leones; una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Las ruedas del carro chirriaban sobre la pendiente; los aldeanos se engancharon a los varales para aligerar el peso a los caballos. En un recodo del camino, avisté por fin lo alto de la calesa por encima de un seto vivo; pude percatarme de que mi hombre no venía solo. Junto a él se tenía una hechicera turca que había tomado como botín, a pesar de que estaba un poco ajada por los juegos de los soldados. Era casi una niña; tenía unos bellos ojos oscuros, encajados en un rostro amarillento tatuado de cardenales. Él le acariciaba el brazo para que no se deshiciera en lágrimas. La ayudó a bajar del carro; a mí me besó con frialdad y me dijo que estaba seguro de la generosidad que mostraría con la muchacha, cuyos padres habían muerto. Le tendió la mano a Egisto; también él estaba cambiado. Caminaba resoplando; su grueso cuello enrojecido se desbordaba del borde de la camisa; su barba teñida de rojo iba a perderse en el pecho. Era hermoso, pero hermoso como un toro, no como un dios. Subió a nuestro lado las escaleras del vestíbulo, que mandé cubrir con una alfombra púrpura, como el día de mi boda, para que no se notara mi sangre. Apenas me dirigía la mirada. En la cena, no se dio cuenta de que había hecho preparar todos sus platillos favoritos; bebió dos o tres copas de alcohol. El sobre roto de la carta anónima asomaba de uno de sus bolsillos. Guiñó el ojo hacia donde se encontraba Egisto; para el postre, masculló las consabidas bromas de borracho sobre las mujeres que se buscan un consuelo. La interminablemente larga velada se prolongó en la terraza, infestada de mosquitos. Él hablaba en turco con su acompañante; ella era, según parecía, hija de algún jefe tribal. Por un movimiento que hizo, me percaté de que gestaba un niño. Quizás era de él, o de uno de los soldados que la habían arrastrado entre risas fuera del campamento de su padre y la habían azotado hasta llegar a nuestras trincheras. Aparentaba tener el don de la adivinación: para distraernos, nos leyó la mano; de pronto palideció, sus dientes castañearon. Yo también, señores del jurado, conocía el porvenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre suponen que todo terminará mal. Él tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a la cama. Me retiré para disponerlo todo: el ruido del agua que corría disimulaba mi llanto. La madera calentaba el baño. Un hacha, que servía para cortar los leños, yacía en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Por un momento me apeteció disponerlo todo para fingir un accidente sin cabos sueltos: la única inculpada sería la lámpara de petróleo. Pero quería que, cuando estuviera muriendo, al menos me viera a la cara: era lo único por lo que iba a matarlo, para forzarlo a caer en cuenta de que yo no era una baratija que se puede dejar caer, o regalarse a cualquiera. Llamé dulcemente a Egisto; se puso pálido desde que abrí la boca: le ordené esperarme en el rellano. El otro subía pesadamente los escalones; se quitó la camisa; su piel se amorató en el agua caliente. Le enjaboné la nuca; temblaba tanto que el jabón resbalaba una y otra vez de mis manos. Empezó a jadear un poco; me mandó con brusquedad a abrir la ventana, demasiado alta para mí. Con un grito llamé a Egisto para que viniera a ayudarme. Una vez que entró, cerré la puerta con llave. El otro no me vio, estaba de espaldas. Ensayé torpemente un primer golpe: apenas le hice un corte en el hombro. Se irguió por completo; su rostro congestionado empezó a salpicarse de manchas negras. Mugió como un buey; y Egisto, presa del terror, rodeó sus rodillas; quizás imploraba perdón. Trastabilló sobre el fondo resbaladizo de la bañera y cayó como un fardo, el rostro dentro del agua, carraspeando como si se ahogara. Fue entonces cuando le di el segundo golpe, cuando le hendí la frente. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un harapo inerte y cálido. Algo se dijo de olas rojas; en realidad, sangró muy poco. Yo sangré más pariendo a su hijo. Ya muerto, asesinamos a su amante: si de verdad lo amaba, ¡qué generosos fuimos! Los aldeanos se sumaron a nuestra causa y guardaron silencio. Mi hijo era demasiado niño para sentir odio contra Egisto. Pasaron algunas semanas: habría debido sentirme en calma, pero, ustedes saben, señores del jurado, que se le da vueltas siempre y regresamos al principio. Volví a esperarlo, y regresó. No sacudan la cabeza: les aseguro que regresó. Él, que en diez años no se tomó ocho días para volver de Troya, ha regresado de la muerte. En vano me tomé el trabajo de cortarle los pies para que no abandonara el cementerio: eso no le impedía introducirse en mis aposentos, en la noche, llevándolos bajo los brazos, como los ladrones hacen con sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su sombra; no parecía haber notado que Egisto estaba allí. Tiempo después, mi hijo me denunció con la policía; pero mi hijo también es su fantasma, su espectro encarnado. Creí que en prisión estaría tranquila; pero él regresa de cualquier manera: juraría que prefiere mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza rodará en la plaza del pueblo y que la de Egisto será cortada por la misma hoja. Es extraño, señores del jurado: pareciera que ustedes ya me habían condenado en otras ocasiones. Pero he aprendido bien que los muertos no descansan en paz: resurgiré y traeré a Egisto a mis pies, como un lebrel triste. Por la noche recorreré las calles en busca de la Justicia de Dios. Volveré a encontrar a ese hombre en una esquina de mi infierno; de nuevo gritaré de alegría con los primeros besos. Después me abandonará: marchará a conquistar una provincia de la Muerte. Porque la sangre de los vivos es el Tiempo, y la Eternidad debe ser sangre de sombra. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso: pronto seré el más desvaído de los fantasmas. Entonces él regresará para burlarse de mí. Acariciará ante mis ojos a su amarillenta hechicera turca, acostumbrada a jugar con los huesos de las tumbas. Pero, ¿qué hacer? No se puede matar a un muerto.

 

 

 


Enrique Popoca (Pachuca, Hidalgo, 1993). Estudia Letras Clásicas en la UNAM. Algunos textos suyos han sido publicados en las antologías del Festival Universitario de Día de Muertos (2010, 2011 y 2013). Es colaborador en Trama Magazine <trama-mag.mx>, publicación de arte y moda.