LA CRÓNICA COMO ANTÍDOTO/No. 187


 

Ciudad espejo

Segundo premio

J. C. Guinto

 


Vivo en Tlatelolco y un día, por motivos de salud, decidí comenzar a correr. Nunca me imaginé que esta decisión me llevaría a descubrir lugares y personas cuya existencia desconocía. Fue un lunes por la mañana cuando me puse mis tenis viejos, un pans deslavado, una playera con hoyos y un rompevientos negro. Me impuse la meta de correr media hora y darle cuando menos veinte vueltas al Ágora. Salí de mi edificio, el Francisco Zarco, a las ocho de la mañana con las ganas a tope, haciendo pequeños y frenéticos movimientos de calentamiento mientras bajaba las escaleras. El primer obstáculo que encontré fue un pepenador hurgando en los botes de basura —que en Tlatelolco, por sus formas y colores, llamamos hongos—, abriendo bolsas, tirando lo inútil y tomando aquello que lo atrajera. Tenía en el suelo un diablo con cajas amarradas llenas de pesadas bolsas negras que me bloqueaban el paso. Le pregunté al señor si podía quitar, por favor, su cargamento. Por respuesta obtuve un gruñido, quizás no dirigido a mí sino al hongo en el que no había encontrado nada de su agrado. Hice una mueca, no me desanimé, sorteé el diablo, di la vuelta, crucé un pedazo del Jardín de la Paz, subí las escaleras y comencé a dar mi primera vuelta al Ágora. Apenas tres minutos después de salir de casa comencé a correr. Había poca gente. Mi respiración se tornó agitada y al comienzo de la tercera vuelta ya no pude más. Apenas corrí cinco minutos y ya estaba echando el bofe, traía la lengua de fuera y me estaba ahogando de calor dentro del rompevientos. Regresé a mi departamento con una molestia en la rodilla derecha, el cuerpo trémulo, la boca seca, y lo peor, decepcionado con mi rendimiento.

Al día siguiente salí temprano de nueva cuenta a correr. Esta vez calenté un poco más e hice breves estiramientos. Al llegar al Ágora me encontré con una cuadrilla de trabajadores de limpieza barriendo y pintando. El polvo levantado hizo que comenzara a estornudar, y el olor a pintura me mareó y casi me hizo vomitar mi frugal desayuno. Aun así di cuatro vueltas que superaron mi marca anterior, por lo que regresé de mejor humor a mi departamento.

El miércoles salí de casa un poco más tarde, di la vuelta por el Deportivo 5 de Mayo para entrar al Ágora por el frente. Antes de llegar, una motoneta me pegó un gran susto al sentir que venía detrás de mí a toda prisa a la mitad del andador. Un joven obeso, que traía una gorra amarilla puesta a medias, una sudadera anaranjada y un apretado y gastado pantalón de mezclilla, montaba la rauda motoneta que pasó volando y que casi me lleva de corbata de no ser porque me hice a un lado con rapidez. Llegué al Ágora sano y salvo después de sortear un carrito de tamales oaxaqueños. En medio había un grupo de señoras practicando zumba alegremente al son de una música estridente. Las señoras se esforzaban por seguir el ritmo del instructor, estaban a punto de acabar la rutina cuando comencé a correr mi primera vuelta. Al terminar la sesión, se despidieron sudorosas y tomaron el camino, casi todas, rumbo a la colonia Guerrero. Esa mañana di cinco vueltas antes de terminar echando el bofe.

El jueves me encontré a un grupo de ancianas saliendo de sus clases de yoga en el deportivo; todas vestían de blanco y se veían amables. Di ocho vueltas y habría dado otras dos más de no ser porque comenzó a dolerme mucho la rodilla derecha. Estaba entumido. Regresé a casa rengueando a untarme gel antiinflamatorio y a darme un masaje para estar en condiciones de ir al trabajo.

Dejé de correr unos días en lo que me aliviaba. Entre tanto, consulté internet en busca de consejos para mejorar mi condición física. Hallé una buena rutina de calentamiento que duraba diez minutos. Compré tenis nuevos, diseñados para corredores; también rodilleras para protegerme de futuras lesiones y un short con una bolsita con cierre para guardar mis tintineantes llaves.

Retomé el ejercicio una semana después. Mejoré mucho gracias al calentamiento. Llegué a dar veinte vueltas al Ágora y decidí comenzar a correr en el circuito del Jardín Médicos por la Paz. Este circuito mide aproximadamente quinientos metros, se interna y bifurca en la mitad de la segunda sección de la Unidad Habitacional Tlatelolco. El camino es de tierra rodeado en su mayoría por arbustos de donde, sin avisar, emergen pequeños perros peludos a los que sus amos dejan libres y sin correa. De pronto y sin razón alguna, los traía enredados en mis piernas, ladrando agudamente e intentando darme pequeñas dentelladas. Cierta vez, uno de esos perros me provocó una aparatosa caída, rodé en la tierra y me raspé las piernas. La dueña de la pequeña bestia, luego de percatarse del “siniestro”, llegó corriendo al lugar en el que me encontraba tirado, angustiada por la suerte de su divino roedor, llamándolo “pobrecito querido, ven con mamá, ya estoy aquí, mi amor”, acariciándolo, acunándolo en sus brazos y besando su húmedo hocico. La señora ni siquiera volteó a verme.

Completar una sola vuelta al circuito me costó varios días, pero al conseguirlo me di cuenta de que quería y podía ir por más. Correr me resultaba una excelente terapia, una gran ayuda para olvidarme del estrés laboral, de las caras largas, del vagón del metro atascado de personas ansiosas y malhumoradas. Correr liberaba mi mente hacia paisajes tranquilos en mi interior. No me importaba que pisara heces de perro todos los días, no me importaban las matas altas, la lluvia que convertía en lodazales ciertas partes del circuito, los cientos de perros de todas las razas y tamaños, las impertinentes motonetas o las ruidosas motos; correr en Tlatelolco hacía que valiera la pena el esfuerzo de sortear obstáculos para sentirme bien. Y también me ayudaba a conocer nuevos lugares y personas agradables, extrañas o repulsivas. Como Splinter, un señor de la calle que olía a orines, enfundado en capas de chamarras y bolsas negras cochambrosas, y que había hecho su hogar en una curva del circuito, frente a la subestación eléctrica, casi a punto de llegar a Flores Magón. Cada que pasaba por sus dominios aguantaba la respiración para no ser golpeado por la vaharada inmunda que desprendía. Tiempo después desapareció sin razón aparente. A los que siempre veo es a los chicos y sus patinetas, muy cerca de la escultura de Carlos Espino, Nuevo sol de la esperanza, haciendo complicadas maniobras y resbalando de un lado a otro en las rampas.

Mi bella esposa me regaló un reproductor portátil de música que tiene la fabulosa función de medir distancias. Así me di cuenta de que ya corría dos kilómetros diarios. Quise ir por más y decidí correr por los largos y techados andadores que abundan en Tlatelolco. Salí del Francisco Zarco y me fui corriendo a un lado del Deportivo 5 de Mayo, pasé por el edificio Mariano Escobedo, llegué al cine, di la vuelta y regresé por el Zaragoza hasta el Presidente Juárez. Hice el mismo recorrido dos veces más y terminé en el circuito. Al otro día decidí irme hasta el Puente de Piedra. Cada vez quería llegar más lejos, por lo que corrí por Manuel González y fui derecho hasta Insurgentes, me metí por el Pedro Moreno y encontré, bajo la sombra de la Torre Insignia, una réplica del Tláloc, de aproximadamente dos metros, similar al monolito que está en la entrada del Museo Nacional de Antropología. El Tláloc, o la piedra de los Tecomates, es el solitario y casi secreto dios de la lluvia tlatelolca. Al seguir corriendo me hallé de pronto frente a un perrazo que más bien parecía un tiburón surcando velozmente el mar en busca de alguna presa. Su dueña lo había sacado a pasear, era un pitbull blanco, fortísimo, de ojos fríos, atentos. Al verlo, me quedé congelado. Su dueña sonrió y me dijo “no muerde”. Afortunadamente, un gato pardo atrajo su atención y el tiburón fue tras él saltando ágilmente. Salí a Flores Magón, corrí hasta el cruce con el eje de Guerrero, bajé al Jardín de la Paz y llegué a casa sano y salvo. Del susto jamás he vuelto a correr en la primera unidad.

Cierta vez encontré el andador cerrado entre los edificios Ramón Corona y Mariano Escobedo. Allí había un grupo de personas en batas blancas haciendo perforaciones en la tierra mientras un par de policías vigilaba el lugar. En un principio creí que eran trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad realizando inconclusos trabajos de cableado, mismos que dejarían el andador justo como el que está a un lado de la guardería del imss y que lleva al metro: lleno de piedras, con varillas salientes, en obra negra desde hace dos años. Cuál sería mi sorpresa al enterarme por uno de los policías, interrogado por mi esposa, quien me acompañaba, que en ese lugar habían encontrado huesos humanos. Los excavadores eran arqueólogos, personal de Instituto Nacional de Antropología e Historia. Sucedió que la bendita Comisión Federal de Electricidad sí estaba haciendo sus eternas obras en el andador cuando de pronto descubrieron una osamenta, informaron al inah y más tarde fueron hallados los restos de tres personas enterradas en tiempos prehispánicos. Cerca del cine también descubrieron una vasija con el cadáver de un niño. Todo esto nos lo contó el amable policía mientras los especialistas continuaban sus labores. Una interesante y curiosa historia que ningún arqueólogo nos confirmó. Me inquietó, sobre todo, aquello de un niño depositado hacía muchísimos años dentro de un recipiente de barro.

Quizás el lugar más desagradable para correr en Tlatelolco sea justo entre los edificios Juan Álvarez y José María Chávez, espacio en el que recientemente se encontraron, en las jardineras y en el pasillo, partes del cuerpo de una chica asesinada y descuartizada supuestamente —así lo dijeron los periódicos— por un joven promesa de la Física. Hoy en día el crimen sigue impune. Y me dan escalofríos cuando corro por esa zona, que siempre trato de evitar, pero mis pasos, en su afán de dejar de correr por los mismos lugares, me conducen de nueva cuenta a la escena macabra. Me da pánico pensar que tal vez me haya cruzado con el asesino cuando corría por las noches bajo el Presidente Juárez (edificio en el que se supone ocurrió el asesinato). Sin embargo, me sacudo el miedo y continúo corriendo con la esperanza de que algún día encuentren al culpable y se haga justicia.*

En mis correrías por la Unidad me ha tocado ver últimamente la lenta demolición del cine abandonado. No se sabe lo que van a poner en su lugar y hoy en día las obras están paradas. Fui testigo de la demolición, ésa sí veloz, del hospital del imss, antes la Vocacional 7, a la que mi suegro asistió en tiempos del nefando Díaz Ordaz. Tampoco se sabe la razón de la demolición ni lo que se va a poner en su lugar. Esto lo vi una noche que decidí correr en el Parque de la Pera. De allí me seguí hasta el Pórtico Antonio Caso y llegué a la Plaza de las Tres Culturas. Los obstáculos para el corredor eran los mismos: perros, heces fecales, motocicletas y motonetas. Aun así, la explanada era un buen territorio para ejercitarse. Había una atmósfera especial. Mientras corría podía ver los reflejos del agua en las fuentes, el memorial a oscuras, la luz en los vitrales azules de la iglesia y el bello faro del Xipe Tótec, instalación de Thomas Glassford, en lo que fue el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Corro por las noches en la Plaza de las Tres Culturas, bajo la lluvia o sin ella, a oscuras y rodeado de quietud. Lo malo de correr por las noches es encontrarte a gente desagradable, niños de secundaria que monean en los rincones más oscuros. Preferiría topármelos jugando futbol o subidos en patinetas, y no con el chemo, aletargados y violentos, acechando entre las sombras.

El Jardín Santiago, copia del Jardín de San Marcos que está en Aguascalientes, me ha regalado varias sorpresas cuando he corrido por su trazado. En la parte más cercana a Reforma están el busto del grabador mexicano José Guadalupe Posada, autor de la memorable Catrina, y el de Samuel Hahnemann, fundador de la homeopatía. El Jardín también me ha dejado el recuerdo de dos jóvenes, uno sentado frente a su batería y el otro con su guitarra eléctrica, en medio del Monóptero (pequeño edificio redondo cuyas columnas sostienen el techo, que algunos llaman quiosco), que tocaban mientras el sol caía y el Jardín se inundaba con las notas y la oscuridad.

A veces, por las tardes, paso corriendo por el Tecpan y recuerdo el fascinante mural de David Alfaro Siqueiros, Cuauhtémoc contra el mito. Siempre que algún amigo nos visita lo llevamos al Tecpan para que lo conozca, se maraville con los arbustos podados en forma de animales y mencione, invariablemente, lo curiosos y llamativos que son los hongos en los que se tira la basura de los edificios chicos.

Cada vez he ido mejorando las distancias y los tiempos. He llegado a correr más de diez kilómetros seguidos. A veces me lesiono la rodilla, dejo de correr por un rato, me recupero y cuando me encuentro listo me pongo los tenis, los audífonos y vuelvo a correr por los andadores y pasillos de Tlatelolco. Lidio con los perros y sus heces; lidio con los pésimos conductores de bicicletas, triciclos, motocicletas y motonetas; lidio con los pepenadores y sus bultos. Pero cuando dejo todo eso atrás, sólo queda mi cuerpo en movimiento, la música, mi respiración acompasada, mi mente arropada por una dulce soledad. No compito con nadie, no me presiono de ninguna manera, sólo disfruto y sé que no hay metas más allá de igualar o superar mis tiempos. Únicamente me pongo en movimiento, veo pasar los edificios, el Jardín de la Paz, el Ágora, el Puente de Piedra, el cine abandonado, la Plaza de las Tres Culturas y su silencio, la oscuridad cayendo en el Jardín Santiago, las luces del dios desollado Xipe Tótec, las ruinas tlatelolcas, la iglesia, y allá al fondo de Flores Magón, la Torre Insignia. Corro por los trazos que imaginó y concretó Mario Pani al interior de Tlatelolco, en su glorioso, sangriento y trémulo pasado, en su decadente presente y en su probable fulgor futuro; me adentro en su cuerpo, en sus venas, y encuentro la paz en los andadores de esta compleja y antigua ciudad espejo de Tenochtitlan.

 

 


J. C. Guinto (Coyuca de Benítez, Guerrero, 1979). Estudió Comunicación Social en la UAM Xochimilco. Ha participado en los talleres de Novela de Isaí Moreno y Humberto Guzmán, Crónica Literaria con Ignacio Trejo Fuentes, Guión Literario con Héctor Manjarrez, Literatura y Arte ante la Vida Cotidiana con Luigi Amara, Laboratorio de Escritura Expandida con Vivian Abenshushan y de Libro Experimental con Germán Fraustro. Copublicó el libro Buñuel y las fronteras del deseo (UAM-X, 2004). Escribe en el blog <milgarzas.blogspot.mx>.