LA CRÓNICA COMO ANTÍDOTO/No. 187


 

Silencio en Tlatelolco

Primer premio

Jonathan Jesús García Palma

 


Jorge llegó a las siete a la escuela secundaria en la que estudiaba desde hacía casi tres años. Era una mañana de viernes y todo indicaba que sería un día completamente soleado. Por eso, aquel adolescente de quince años había decidido no llevar su chamarra de la suerte. Las puertas ya estaban abiertas y el conserje lo recibió, como era su costumbre, con una sonrisa y un apretón de manos. “¿Qué pasó, mi estimado Jorge? A darle con todo y a echarle muchas ganas”, dijo don Miguel, hombre ya mayor pero que aún se hacía cargo del plantel escolar. El estudiante le respondió con una sonrisa, un cálido saludo y su agradecimiento.

Después de la bienvenida, el muchacho se dirigió al salón de clases y encontró a algunos de sus compañeros platicando, como era usual antes de iniciar las actividades. Por un momento los miró con la intención de hablarles, pero se contuvo; después pronunció un escueto “Hola”. No recibió respuesta. Luego de tomar asiento, volteó hacia la entrada del aula y vio llegar a Emma y a Roberto, sus amigos, quienes se presentaban tomados de la mano pues recién comenzaban a salir como novios. El rostro de Jorge se entristeció un poco, situación que Emma percibió.

“Ya te va a tocar, ya verás. Pero cambia esa cara, porque si no lo haces ninguna chava te va a pelar en la escuela”, dijo ella mientras le daba una palmada en la espalda. Unos segundos después, Roberto y Jorge chocaron las manos y luego el profesor de Matemáticas, primera clase del día, inició la jornada escolar. En ese preciso momento también llegaron Ricardo, Manuel y Osvaldo, tarde como siempre, y empujando a quien se encontrara en su camino.

Antes de comenzar, el maestro decidió recoger las tareas de acuerdo al orden de la lista de asistencia. Como se trataba de unos cuantos problemas, optó por revisar cada trabajo y calificarlo de inmediato. Su atención se distrajo. Aprovechando la oportunidad, Ricardo se levantó de su banca y golpeó el hombro de Jorge con el puño cerrado. Después le preguntó si había traído la tarea que le había encargado. “¿Cuál tarea?”, dijo el alumno. “No te hagas pendejo, te dije que te tocaba hacer mi tarea del día de hoy, así que dámela”, repuso Ricardo en voz baja, casi al oído.

“Ve a hacer tu tarea tú mismo, pinche Ricardo”, intervino Roberto. “Tú no te metas, puto, no vengas a defender a la Jorgita del salón”, dijo aquel. Roberto se levantó de su asiento y estuvo a punto de iniciar un pleito con Ricardo, pero el profesor se percató del asunto y regañó a ambos. Enseguida, pidió al estudiante conflictivo que entregara su trabajo y él argumentó que lo había olvidado en casa. El resultado fue un punto menos en el bimestre que, de por sí, tenía casi perdido. Después de quejarse, el muchacho volteó a ver a Jorge. “Vas a ver, puto”, dijo mientras le dirigía una furiosa mirada.

Jorge sabía a lo que se refería su compañero de clase puesto que tenía experiencia recibiendo sus golpes y quejándose por ello en la dirección del plantel sin que la directora atendiera sus reclamos. En casa, su padre le había dicho que era un bueno para nada al no poder defenderse y su madre, enferma de cáncer, no tenía la energía suficiente para apoyarlo, por lo que casi debía enfrentar el problema solo, de no ser porque contaba con el apoyo de don Miguel y de sus amigos Emma y Roberto, quienes siempre lo acompañaban a levantar los reportes. Gracias a ellos las cosas no se habían agravado, pero no era posible ayudar al joven en todo momento.

Jorge era una víctima de violencia escolar, eso que hoy se conoce como bullying, pero que en 1997 se denominaba de otra forma en México y que, en ambos momentos, ha sido visto como un “juego de niños” o “travesuras de muchachos”, cuando, en realidad, no es así.

“No le hagas caso, Jorge”, dijo Roberto a su amigo. “Yo no sé por qué la directora no lo expulsa, ya ni siquiera tiene la edad para estar aquí”, intervino Emma. Jorge mantuvo la mirada en sus amigos y sonrió levemente. En realidad, la responsable del plantel no tomaba cartas en el asunto porque el padre de Ricardo conocía detalles nada honrosos de su pasado y ella estaba dispuesta a ocultarlos de cualquier forma, aún a costa de la integridad de uno, o varios, de los estudiantes.

Después de la clase de Matemáticas vinieron Biología, Geografía e Historia. Al término de esta última, empezó el receso de veinte minutos y Jorge creyó que ahí sería cuando Ricardo lo golpearía por lo sucedido en la mañana. Cuando bajó al patio, aquel bravucón le ensució el suéter y el pantalón con yogurt y le echó un poco de refresco en la cara. “Eres un tarado, Jorge”, decía mientras agredía a su compañero ante las burlas de Osvaldo y Manuel, cómplices de todas sus fechorías.

Al igual que en otras ocasiones, Emma y Roberto llegaron a tiempo para impedir que continuara el tormento y don Miguel le llevó una toalla para que se limpiara. “Pinches metiches”, decía Ricardo, pero no se atrevía a enfrentar a Roberto, claramente más fuerte que él. “Ya te dije que no te metas con mi amigo, si te metes con él, te metes conmigo”, le advirtió Roberto.

Concluido el receso siguieron las clases de Inglés y de Educación Física, en la cual Jorge recibió más de un balonazo y Roberto y Ricardo terminaron por empujarse mutuamente y estuvieron a punto de llegar a los golpes. La última clase fue la de Civismo y Ricardo se mantuvo tranquilo.

Al término del día, cerca de las dos de la tarde, Emma y Roberto le dijeron a su amigo que irían a pasear a Santa María la Ribera y le pidieron que los acompañara. No obstante, el muchacho no aceptó para no hacer mal tercio. “Ándale, nos vamos al Kiosco Morisco”, expresó Roberto. “No, vayan ustedes, mejor nos vemos otro día”, repuso Jorge. Así fue como los tres, después de caminar un rato, se despidieron en la banqueta aledaña a la avenida Ricardo Flores Magón y los novios vieron cómo su amigo se marchaba rumbo a casa, en el edificio Tamaulipas, al otro lado de la Plaza de las Tres Culturas, en la Unidad Nonoalco-Tlatelolco.

En una esquina, cerca de una tienda, escondida, en silencio, se encontraba Brenda, vecina de Jorge y alumna de la misma escuela, quien estaba enamorada de él desde tiempo atrás. Cuando observó que el muchacho se retiraba solo, pensó que era el momento ideal para acercarse y entregarle la carta en la que confesaba sus sentimientos y que había escrito casi un mes antes. Aunque sabía que Jorge no tenía novia, temía no ser correspondida, motivo por el cual había guardado silencio durante varios meses. Además, sus amigas le decían que se vería como una lanzada si actuaba de esa forma. A pesar de todo, había tomado la decisión, y cuando Jorge cruzó la calle, ella lo siguió sigilosamente ya que deseaba platicar con él justo al llegar a la Plaza de las Tres Culturas, donde no habría quien los interrumpiera o los observara.

Ya se encontraba a unos cuantos pasos del chico cuando se aparecieron Manuel y Osvaldo, quienes tomaron a Jorge de los antebrazos y le dijeron que Ricardo lo esperaba. Brenda quedó inmóvil y, antes de que pudiera reaccionar, presenció la llegada del compañero, que pateó a Jorge en la pierna. “Pinche Jorgita, hoy te tocan tus putazos por no traer mi tarea y ahora sí no está el puto del Roberto.”

Jorge intentó moverse pero los amigos de Ricardo lo seguían sosteniendo. Recibió un par de puñetazos en el abdomen y se dobló a la mitad. “Suéltenlo”, dijo el golpeador. Sus secuaces obedecieron de inmediato y Jorge cayó al suelo. Brenda lo contemplaba todo a unos cuantos metros, pero ninguno de los cuatro se había percatado de su presencia. Cuando vio que estaban a punto de golpearlo entre los tres, rompió el silencio con un grito y se lanzó al suelo a ayudar al adolescente.

“¿Qué onda, Brendita? No me digas que vienes con este puto”, dijo Ricardo, quien conocía a la chica. “Son unos idiotas, déjenlo en paz”, agregó ella mientras ayudaba a Jorge a incorporarse. Ante la escena, el enojo del agresor se intensificó, por lo que empujó violentamente a la joven, quien cayó al suelo de espaldas. Al ver aquello, un Jorge enfurecido se levantó del suelo y se lanzó sobre su victimario, lo golpeó y le ocasionó un sangrado de nariz.

Ricardo se limpió con la mano. Manuel y Osvaldo se mantenían impávidos, asombrados por lo que recién había ocurrido, y la cara de Jorge reflejaba una gran sorpresa, aunque era evidente que continuaba adolorido. “Hijo de tu puta madre”, dijo Ricardo. Jorge se echó a correr.

“¡Ven acá, pinche puto!”, gritaba Ricardo mientras perseguía a su compañero, quien dejó la calle de Lerdo y continuó su camino en dirección al Eje Central para llegar a la Plaza de las Tres Culturas y de ahí a su casa. Ya estaba cerca de la esquina del Eje Central cuando Ricardo, aún atrás por unos metros, se detuvo y sacó de su mochila el revólver de su padre y apuntó. Jorge ya cruzaba la calle. Instantes después se escuchó el disparó. Jorge giró levemente y vio a Ricardo sosteniendo el arma.

En aquel intento, el aspirante a asesino no logró dar en el blanco, por lo que emprendió la persecución nuevamente. Manuel y Osvaldo se asustaron al ver la pistola de su amigo, pero fueron tras él. Brenda pidió ayuda al primer transeúnte con el que se topó, quien, con un aparatoso teléfono celular, trató de llamar a la policía. No lo logró. Jorge continuaba corriendo; entonces, se escuchó un segundo disparo. La bala le rozó el brazo. En ese instante comenzó a gritar pidiendo ayuda.

“¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! ¡Me quieren matar!”, exclamaba el joven mientras avanzaba, próximo a los edificios del conjunto habitacional y ya cerca de la Plaza de las Tres Culturas. Brenda iba tras él, intentando alcanzar a Ricardo. Manuel y Osvaldo también corrían detrás, pero a menor velocidad, temerosos.

No eran pocos los testigos. En los edificios, algunas personas se asomaron por la ventana, pero nadie dijo nada. A nivel de calle, más de uno vio a Jorge corriendo y a Ricardo persiguiéndolo con revólver en mano. Creyeron que era de juguete y que se trataba de una “broma de muchachos”. “Estos chamacos, ¡ya no saben cómo llamar la atención!”, alcanzó a gritar un hombre de avanzada edad desde la ventana de su departamento. Brenda también pedía ayuda a gritos, pero tampoco le prestaban atención.

No obstante, ahí estaban los ojos, las caras, las siluetas en medio del camino, en los edificios, cerca del Templo de Santiago. Impasibles. Silenciosos. Cómplices. Indiferentes. Con esa indiferencia que hiere y que también mata a quienes son víctimas de violencia escolar, con esa indiferencia que hace que sean tres los participantes en el problema, no sólo la víctima y el victimario.

Ya faltaban unos cuantos metros para llegar al edificio Tamaulipas. Jorge estaría a salvo. Ricardo, entonces, se paró en seco. Sostuvo el revólver con la mayor firmeza posible y apuntó nuevamente. Se escuchó el tercer disparo. Segundos después, era derribado por Brenda. Jorge ya había caído.

Brenda estaba en el suelo, casi encima de Ricardo. Alzó la vista y vio el cuerpo de su vecino. Se levantó rápidamente y se acercó a él para saber cómo estaba. Notó el hilo de sangre que corría por su espalda. Al usar una mochila pequeña, nada se había interpuesto entre su cuerpo y la bala. Ante la sangre, Brenda se inquietó, se llevó las manos al rostro y se desmayó. Ricardo ya estaba en pie, a unos pasos del sitio en que había sido derribado.

Manuel y Osvaldo se acercaron a ver la escena y luego dirigieron su mirada hacia Ricardo, quien veía todo a la distancia. “¡No mames, lo mataste, güey!”, gritó Manuel. Osvaldo salió corriendo y Manuel lo siguió, dejando solo al tirador. En ese momento, las miradas atónitas de los indiferentes se transformaron en miradas inquisidoras que se centraron en el asesino. La atención estaba enfocada en el criminal.

La indiferencia se tornó en acusación, indignación y asombro. Varios testigos decidieron socorrer al muchacho y a la chica. Ambos yacían en el suelo. “¡Llamen a la Cruz Roja!”, exclamó una mujer desde la entrada de uno de los edificios.

Ricardo, señalado, identificado, ya no contaba con sus amigos, estaba solo, por lo que huyó hacia la avenida Flores Magón. No se percató de haber dejado tirada su cartera en el lugar de los hechos. Se había salido del bolsillo de su pantalón al ser derribado por Brenda. Ya estaba del otro lado de la avenida cuando se dio cuenta de ello y emprendió el camino de regreso.

Cruzaba la calle cuando la sirena de una ambulancia lo distrajo y fue atropellado por un transporte de materiales de construcción. Ahora él yacía en el suelo, sangrando, a media avenida. Por ahí pasó la ambulancia que acababa de escuchar.

La ayuda llegó unos cuantos minutos después. Brenda ya se encontraba consciente y lloraba profusamente frente al cuerpo de Jorge. La gente los rodeaba; asistían a la chica, pero no se acercaban a él. Al cabo de unos segundos, la muchacha decidió tocar a su vecino. Esperaba una respuesta. “¡No te mueras!”, gritaba. En ese instante llegaron los paramédicos y, casualmente, el padre del joven, quien se acercaba a ver qué ocasionaba el gentío. “¡Hijo!”, exclamó cuando vio el cuerpo. Intentó acercarse, pero se lo impidieron. Únicamente veía la sangre en el suelo y a Jorge con los ojos cerrados y pálido, muy pálido. Un paramédico movió la cabeza negativamente. No hizo falta decir nada más. El silencio reinó otra vez.

El padre de Jorge calló. Los espectadores se retiraron uno a uno. Los paramédicos anotaron la hora del deceso y procedieron con el protocolo adecuado para esos casos. Brenda, sollozando, arrodillada en el suelo, abrió su mochila, tomó la carta que le había escrito a su vecino un mes antes y la leyó. Su voz se escuchaba claramente. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas y caían al suelo, mezclándose con la sangre del fallecido de quince años.

Brenda leyó cada palabra y cada uno de los cuatro párrafos de la misiva. Después, cerró los ojos y besó en la frente el cadáver del que era su primer amor.

Nuevamente el abrumador silencio.

La muchacha comprendió lo que debía hacer, alzó la mirada, la dirigió a uno de los paramédicos y dijo lenta y casi afónicamente: “Yo sé quién fue”. Estaba consciente de que era necesario alzar la voz.

 

 


Jonathan Jesús García Palma (Ciudad de México, 1986). Licenciado en Pedagogía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ganador de la Medalla Gabino Barreda al Mérito Universitario. Actualmente cursa la maestría en Pedagogía en la misma casa de estudios y se desempeña como asesor pedagógico independiente. Ha participado en eventos nacionales e internacionales presentando trabajos en materia de Filosofía de la Educación, movilidad estudiantil, cooperación académica y escenarios de intervención del pedagogo en México.