CUENTO/No. 186


 

Nievœ



Lena Abraham

Facultad de Filosofía y Letras/Instituto de Investigaciones Filológicas-unam


Ya no recuerdo si todo comenzó de la noche a la mañana o más bien fue un proceso lento, a hurtadillas, sólo que nosotros tardamos en darnos cuenta. El caso es que algún día empezamos a notar un polvito blanco en la tapa de un yogurt recién sacado del refrigerador, unos corpúsculos níveos, inofensivos, inodoros, impolutos. Después apareció en el bote del queso parmesano, en un tupper, fue manifestándose en una gran variedad de productos de nuestra nevera (ni tan variada, porque nuestra dieta no lo era realmente). Parecía sal o azúcar nevada, claro, alguien había colocado un recipiente con bicarbonato en el refri para absorber los malos olores, era evidente. ¿O no serían los complejos multivitamínicos que consumía Jesús? Yo sabía que él enriquecía su comida con esos preparados. ¿Pero en forma de polvo blanco? En fin, al principio cualquier explicación nos parecía lógica, coherente. Sí, obvio, bicarbonato, las vitaminas de Chucho. Solamente que, aunque somos un hogar bastante pulcro, ninguno de nosotros se había molestado en combatir los acres aromas a cebolla que desde hacía un tiempo se esparcían en la nevera. Resultó que Jesús prefería los suplementos en la presentación de higiénicas cápsulas que no dejaban rastro alguno. Y el polvillo no dejaba de presentarse, sutilmente, en los frascos y vasijas que extraíamos del frigorífico; una cubierta tenue e inocua, pero constante. Realmente parecía maleable. Nunca se aferraba, se desprendía fácilmente de cualquier superficie. Para al poco tiempo hacer su reaparición en otro lado.

Ya nos habíamos resignado a tolerar la presencia de esa sustancia en el espacio bien delimitado del refrigerador, cuando advertimos una fina película en uno de los anaqueles de la alacena, delgadísima, pero innegable. El mismo polvo blanco surgido como de la nada daba la impresión de estarnos esperando ahí con esta paciencia tan impecablemente nívea pero perseverante.

De repente, también en el brazo del sillón. ¿Alguien había apoyado ahí una taza? ¿Un plato con las sobras del pastel de cumpleaños de Albert guardado en la nevera? Al cabo de un tiempo ya era imposible engañarnos con estas explicaciones simplonas, concluyentes hasta cierto grado para la cocina y los objetos extraídos de ella, que de ningún modo esclarecen todo lo que vino después.

El desconcierto empezó cuando un día, en uno de esos movimientos tan cotidianos repetidos un sinfín de veces sin percance alguno, al colgar el abrigo en el perchero, una tarde lluviosa que regresé de la calle, pasé los dedos de la tela húmeda al gancho de madera a fin de asegurarme de que hubiera recibido bien la prenda que le acababa de encomendar y percibí en mis yemas la misma levísima pátina blanquecina. En este momento reparé en lo inverosímiles que habían sido nuestras conjeturas acerca del origen de este polvillo. Su textura se asemejaba a la del bicarbonato, pero era mucho más fina, más delicada, de una composición indecible, no producía ninguna percepción sensorial precisa. Tenía algo de incierto, inofensivo y a la vez extrañamente inquietante.

De ahí las cosas se fueron precipitando, aunque sin acelerarse, puesto que todo seguía impregnado por aquella inexplicable sensación de suavísima y silenciosa lentitud. Y nuevamente nos acostumbramos a convivir con esta blancura que —sedosa y sigilosa— comenzaba a cubrirnos. Aprendimos a enjuagar copas y vasos antes de servirnos cualquier bebida. Cuando leíamos, se nos hizo costumbre soplarle a la página en el instante exacto de darle vuelta para hacer visible la tinta negra que quedaba opacada por el delgado recubrimiento níveo. En las noches, escrutábamos con serena mirada los lechos antes de acostarnos. Primero las colchas y almohadas, con el paso del tiempo también las sábanas. El truco de guarecer la ropa de cama en bolsas herméticas durante el día resultó tan ingenuo como inútil. A veces, al deslizar el cierre de la funda plástica ya asomaban las primeras partículas blancas entre los dientes de la cremallera. A más tardar al extraer las cobijas y sacudirlas se desprendía de ellas una pequeña nube de minúsculos copos, que tras haber sido transportados hacia lo alto por el impulso del zarandeo descendían en silencio, meciéndose suavemente como las escamas de jabón insoluble en una bola de nieve.

Nieva. He ahí lo que nos sucedía. Nos nevaba, ya no podíamos seguir negándolo. Un día, el último vistazo en el espejo antes de salir. Algo extraño tenía el suéter. Ahí estaban, en el hombro, como acurrucándose en el terso tejido de lana, los mismos copos diminutos. Nunca nos pusimos de acuerdo al respecto, quizás se debió a un vano intento de purificación, pero cada quien se sometía a puntillosos registros y abluciones frecuentes. La mirada baja con la que alguien salía de su recámara nos indicaba el porqué del nuevo cambio de ropa. Los intervalos se fueron acortando de tal modo que resultó imposible mantener esta rutina de aseo meticuloso. Sobre todo cuando ya no afectaba únicamente nuestra vestimenta.

Una noche, absorta en la lectura, inclinada sobre el libro a fin de captar los pálidos rayos de luz de la lámpara de escritorio, cambié la mano que apoyaba la cabeza y del pliegue de mi cuello se soltó una vaporosa nevada, bailó por unos instantes en el haz luminoso formando mansos remolinos antes de descender sobre la hoja. Después la sutil nube alba se levantaba cuando pasaba la mano por el antebrazo, atendiendo un ligero cosquilleo. En algún momento ya no pude distinguir si el aspecto cano de mi cabeza se debía a un envejecimiento prematuro o a la perpetua película nívea que desde hacía una eternidad, sentíamos, lo recubría todo. Envolvía todo, formando una capa que tragaba todos los ruidos, entregándonos a un silencio ensordecedor.

Nuevamente no sabría decir si fue un cambio brusco o paulatino. Ya no nos nieva. El departamento ya no se ve afectado por el simple polvo blanco, nuestra ropa ha recobrado una higiénica pulcritud, rayando incluso en lo estéril. Solamente el silencio permaneció. La inquietante suavidad. Sabíamos que se trataba de una tregua engañosa.

Una mañana dejé escurrir los últimos hilos de agua entre los dedos, retiré las manos de la cara recién lavada, alcé la cabeza y me miré en el espejo de baño. En el reflejo de mi rostro todavía húmedo advertí un movimiento casi imperceptible, quieto, una cortina ligeramente ondulante de ínfimos corpúsculos que se resbalaban por mis mejillas. Parecía iniciarse en la frente, pasar por las sienes, el filo de la nariz, hasta llegar al mentón y seguir su descenso por el cuello. Muda, me quedé observando este espectáculo que me ofrecía el cristal. De pronto mi mirada se clavó en la esclerótica, perfectamente diáfana; también ahí el mismo meneo níveo, el deslizarse lento, indoloro y silencioso, pero imperturbable.

Desde hace un tiempo ya no es necesario recurrir a la imagen que el espejo me revela de mi semblante, mis ojos. Es una sensación indecible pero inequívoca.

Nievo.

 


Lena Abraham (Bremen, Alemania, 1982). Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Estudió Traducción y Mediación Lingüística de las Lenguas Española y Alemana en un programa conjunto del Instituto Superior de Estudios Lingüísticos y Traducción (Sevilla) y la Universidad de Córdoba. Actualmente está por concluir la maestría en Letras (Literatura Comparada) en la UNAM. Colabora en el portal electrónico del Posgrado en Letras, Campo de Conocimiento en Literatura Comparada de la UNAM. Ha impartido cursos de alemán como lengua extranjera, didáctica de la cultura y traducción en el Curso de Formación de Profesores de Lenguas-Culturas del CELE/UNAM. Es traductora del español al alemán y viceversa.