DIEZ NARRADORAS (1980-1983)/No. 184


 

Mariel Iribe



Chicontepec, Veracruz, 1983

 

 

El último intento*

Hay hombres honrados que se pasan toda la
vi
da preparando un supremo acto de traición.
Mario Puzo

 

 

Juvencio de la Cruz no hacía otra cosa al levantarse que hundir la nariz entre las palmas de las manos. Estornudaba ocho veces, según las infalibles cuentas de su mujer, que siempre se perdía entre los pasillos de la casa contando en voz alta. Algunas veces, desde el rincón del lavadero, se podía escuchar su voz chillona, y otras, en la oscuridad de los días nublados, prefería llevar la cuenta recostada en la cama.

—¡Ocho! —gritó Minga y soltó una risa maliciosa, como todos los días mientras quitaba uno a uno los clavos y las telas de las ventanas del cuarto.

Juvencio, con las pocas fuerzas que le quedaron tras los últimos espasmos, sentado en la orilla de la cama, hizo un nudo a los cordones de sus botas y fue al cuarto de las herramientas huyendo del eco siniestro del martillo. Como siempre, la mañana se le fue afilando su machete, con la mirada hueca y fija en un punto a lo lejos, y poco tiempo después olvidaba qué había ido a buscar.

Durante años no había dormido bien, y todo porque Minga no toleraba la luz de la luna. Si dejaba las ventanas abiertas, se sacudía como presa de la fiebre y para aislarse del resplandor clavaba trapos en las ventanas. No era posible pasar una noche sin que ella deslizara bajo la almohada el martillo. A Minga, una mujer de cabello largo, un poco pálida y otro tanto distraída, sólo le bastaba un destello sobre la almohada para levantarse de prisa y evitar que un orificio dejara que la luz pudiera colarse.

Desde los primeros años de su matrimonio, cuando unieron sus vidas según los designios de Dios —pues se habían unido hasta que la muerte, si podía, les hiciera el favor de separarlos—, Juvencio pensaba que ya dominaba el arte de la indiferencia. Buscando un poco de silencio, siempre decía casi a punto de salírsele una lágrima “Quiero oír pasar una mosca”. En el fondo sólo quería huir del traqueteo, de las carcajadas y los aspavientos de la mujer con la que vivía.

Esa tarde, exhausto tras haber pasado el día cortando leña, llegó hasta la ribera del río y desde ahí, recargado en una piedra, vio a Minga bañándose. Acomodó el morral en el pasto, abrió las piernas para descansarlas un rato y el ruido de los grillos poco a poco lo fue dejando sordo. Del otro lado, Minga luchaba contra la corriente. De vez en cuando salía de las profundidades, movía desesperada los brazos, tomaba una bocanada de aire y volvía a hundirse. Juvencio seguía intensamente la trayectoria de sus brazos, que se perdían en la turbulencia de las aguas. Pensaba que seguramente en las profundidades estaba todo verde. Aguardó algunos segundos con el deseo de que no emergiera de nuevo; quizá si caminaba a paso lento la encontraría ya flotando bocabajo. Avanzó despacio y se detuvo en la orilla. La alcanzó como si sus movimientos fueran parte de un reflejo inevitable. Estiró los brazos y cogió a ciegas la enramada de sus cabellos. Tuvo que arrastrarla hasta la sombra de una angosta vereda, oscurecida por el espesor de las hojas. Juvencio se sentó bajo los árboles y de pronto le volvieron los recuerdos, las discusiones diarias de Minga con las plantas porque fueron rojas en lugar de rosas, porque cuando las compró, un señor moviendo varias veces la cabeza hacia abajo se lo estuvo asegurando: “Sí, señora, ya verá que cuando crezcan serán tan rosas como las quiere.”

Le era inevitable pensar en sus murmullos. Apenas cruzaba los pasillos, crecía el bullicio de los platos al caer uno sobre otro, y como inmensas marejadas, el ruido se iba adentrando en las paredes de los cuartos. Mientras la contemplaba recostada, casi inconsciente, recordó el escándalo de los engranes del molino; ella se empeñaba en triturar el maíz sin importarle que fuera la hora de su siesta. Siempre al sentarse a la mesa, el ruido le provocaba vértigo y constantes mareos. Entonces Minga respiraba profundo en el trayecto a una nueva carcajada, mientras Juvencio, como si un rápido aleteo le nublara la vista, se sumergía de pronto en cada uno de los movimientos. Los sonidos, los temblores, el crujir de las ramas de los árboles y el rechinar de las patas de los grillos se repetían interminablemente. “Juvencio, estás enfermo del cerebro, estás enfermo”, escuchó como si Minga le hablara, como si estuviera a su lado con el martillo y un trapo en cada mano.

Instalado aún en sus recuerdos parpadeó y encontró a Minga frente a él. La observó como si en una breve interrupción del tiempo hubiese perdido la memoria. Ella se levantó y un zumbido lejano, un ruido inhabitable, rodó poco a poco por el caracol de sus oídos. Juvencio se paró de un salto. Avanzó quitando una a una las ramas del camino mientras Minga, que iba adelante, avanzaba por la vereda, respirando hondo para llevarse un poco del perfume de las plantas. Juvencio, unos pasos atrás, le veía el cuello con desconfianza. Sintió cómo se le agitaba la respiración. De pronto le pareció escuchar el estruendo del martillo. Los clavos perforaban su cabeza, el rechinar del catre hacía estragos en el silencio cada vez que ella daba un salto hacia la ventana, entonces levantó el machete y lo sostuvo en el aire unos instantes con las dos manos: había llegado el momento de vivir en calma.

Juvencio esperaba un impulso que llevara el machete hacia delante, justo a la espalda o la nuca de Minga. Apretó el mango y lo sostuvo con fuerza. El sudor de sus manos empapaba el cuero que cubría la fatal empuñadura. Sin embargo, no confiaba en su instinto. Pensó que lo mejor sería dejar caer el peso de la hoja y que ésta hiciera el trabajo mientras él imaginaba que su esposa era sólo un árbol. Pero Juvencio, un hombre delgado y de ojos oscuros como las aceitunas, no sabía de asesinatos. Finalmente bajó las manos y clavó el machete entre las piedras. Minga volteó de repente y, mientras se hacía una trenza, le sonrió entre el bullicio de los pájaros. Al llegar a los lindes de la casa, empezó a soplar un aire como el de los últimos días de primavera. Minga entró hasta la cocina, sacudió el brasero, la mesa y las cajas de las frutas que metía debajo de los catres. Juvencio se recargó en el umbral de la puerta hasta que ella cayó rendida por el cansancio. La vio agitar el pie derecho y deslizarse despacio entre las sábanas. Cuando él se acercó hasta el borde del catre, al quitarse la camisa y los zapatos, ella movió los brazos para acariciarle el cuello y Juvencio cerró los ojos, como si un tranquilo silencio se pronosticara para toda la noche.

Sin embargo, como cada madrugada, Minga se levantó a clavar retazos de tela en las ventanas. Era imposible dejar descubierta una rendija. Satisfecha, regresó a la cama para murmurarle al oído: “No te preocupes, Juvencio.” Pero habían pasado apenas unos minutos cuando regresó a las ventanas porque un intenso resplandor de media noche había entrado en el cuarto.

“¿Ya viste, Juvencio? Te dije. Si estás enfermo de la mente es por esa luz que no te deja”, le dijo casi a gritos, y no pudo disimular un gesto de rencor. Pero Juvencio, más por lástima que por el asombro que ella era capaz de provocarle cada que articulaba una palabra, se quedó callado.

Minga se sentía tranquila con sólo acariciar el martillo. Pero Juvencio seguía con los ojos abiertos. El eco del golpeteo palpitaba sin descanso una y otra vez en los adobes de las paredes. Pensó en las oportunidades que había tenido, en todas las ocasiones que, por miedo o absoluta lástima, le perdonó la vida.

Juvencio se sentó a su lado. Ella dormía, respiraba con calma, como cuando se detenía a oler las plantas a la orilla del camino. Él sostuvo la almohada entre las manos, confiando en que esta vez sería la última, que no habría más intentos. La imaginaba muerta, llena de gusanos que le salían por la boca. Pero ponerle la almohada sobre la cara o clavar la punta del machete en medio de su espalda era una absoluta cobardía. “Hasta el monte está lleno de ruidos”, se dijo en voz baja para no despertarla, y cuando volvió de aquellos pensamientos ya la había perdonado. Recordar las manos de Minga haciendo surcos por su cuello, las noches en que ella dormía hasta el día siguiente sin hacer un solo movimiento, bastaron para hacerlo tirar la almohada al suelo. Pensó en estornudar más fuerte cada mañana, para que Minga pudiera reír y alejarse contando por la casa. Se lo prometió a sí mismo durante las horas que restaban de la noche. Y era sincero.

El día amaneció nublado. Juvencio abrió los ojos y respiró con dificultad al sentarse. Comenzó a estornudar como siempre. Minga sólo contó los primeros espasmos aún recostada, como hacía las mañanas oscuras y, sin retirar los trapos de las ventanas, deslizó la mano bajo la almohada en busca del martillo. Un solo golpe en la cabeza fue suficiente.

 

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* Publicado en El último intento, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2013.


Mariel Iribe. Periodista y narradora. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Occidente, así como Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha colaborado en las publicaciones literarias TextosLiteralAndante26, www.lostubos.com, Politeia y Tierra Adentro; en los periódicos Primera HoraNoroesteRécord, y en el programa deportivo “Desde la banca”. Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del foeca Sinaloa (2006), del FOECA Veracruz (2008) y del FONCA (2011). Ha sido antologada en A fin de cuentos (Instituto Municipal de Cultura, 2007), La letra en la mirada (Instituto Municipal de Cultura, 2009), Lados B, narrativa de alto riesgo (Editorial Nitro/Press, 2011) y Cuadernos de periodismo Gonzo (Almadía, 2011). El último intento (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) es su primer libro. Vive en Culiacán, Sinaloa.