DIEZ NARRADORAS (1980-1983)/No. 184


 

Laura Zúñiga Orta



Toluca, Estado de México, 1982

 

 

 

Demasiado viejo


Ha manoseado el mismo botón durante horas. Su dedo anular conoce, porque lo ha repasado mil veces, el contorno mellado, cierto hundimiento en el centro, la textura del hilo, la dureza del plástico. Es un botón como cualquier otro, intenta razonar Francisco Alegría.

Con dificultad se incorpora. Mira de reojo las marcas que su cuerpo ha dejado en el sillón. Trata de sonreír, aunque ya no sabe cómo. Tremenda paradoja para alguien con su apellido. Recorre la habitación de izquierda a derecha, como animal en cautiverio. Se detiene frente a la ventana. Mira con añoranza El Afuera. Lo acaricia. Lo sabe, como siempre, dolorosamente ajeno.

Vuelve al sillón. Se sienta y rasca su cabeza con impaciencia. Se despeina. Descubre que puede despeinarse. Lamenta ya no tener el coraje para dejar crecer su cabello. ¿Por qué los padres se mueren cuando uno es demasiado viejo para hacer su vida? Se sorprende, él, Francisco Alegría, pensando en su padre. Se sabe observado. Baja la mirada y vuelve a poner el dedo sobre el botón. No quiere mirar más allá: hacia la cama donde está acostado el otro Francisco Alegría. Muerto, como debió haberlo estado desde hace años.

A Francisco Alegría no le gusta pensar en su padre, pero a veces no puede evitarlo y recuerda a ese señor. Recuerda, en particular, su mirada furiosa. Los ojos de ese hombre ardían como la brasa. No tenían consuelo. Eran los ojos de un gato furioso, presto al ataque. Bestia enjaulada que metió en su cárcel a todos los que amaba. Los ojos de su padre abrasaban la ternura. Hacían arder el amor como la llama al pabilo. Verlos dolía tanto como ver caer los truenos en el valle una noche de tormenta.

Por eso maldijo en silencio a su tía, esa anciana calva y torpe, cuando le pidió, ella, tan fresca la vieja, entrar a la alcoba, lavar el cadáver, vestirlo y cerrarle los ojos.

—Tu padre lo hizo con su padre y éste con el suyo. Ahora te toca a ti. Ciérrale los ojos, sobrino. Que su alma no se quede para siempre abierta como una ventana.

Y Francisco Alegría lo hizo. Encontró a su padre envuelto aún en las cobijas, con los ojos abiertos, mirando a la muerte. Con la boca atravesada por un grito. Lo sacó de la cama. Lo desnudó. Dudó entre llevarlo a la bañera o simplemente frotarlo con una toalla húmeda. “No seas imbécil, carajo. Ni se te ocurra meterme a la tina. Y mírame a los ojos cuando te estoy hablando.” Francisco Alegría tomó aire. Decidió no lavar el cuerpo, pero rellenó uno por uno todos sus orificios con algodón. Le puso un traje negro. “Esa corbata no. Ponme la otra, la roja que me regaló tu madre. ¿Qué, no me estás oyendo?” Lo acomodó en un rincón, con el rostro vuelto hacia la pared. Tendió la cama. “Hace frío. Levántame. ¿Eres tarado o qué? Aquí se hace lo que yo digo. Levántame.”

Francisco Alegría se encerró en el baño a vomitar. Se lavó la cara. Se enjuagó la boca. Se lavó las manos hasta que se acabó el jabón. Regresó con su padre. Le dio una patada en las costillas. Dos. Tres. Pero la rabia seguía con vida. Descubrió que ya tampoco sabía llo-rar. Estaba seco. Le quedaba sólo el recuerdo de la noria. Tocaron la puerta. Maldita vieja.

—En media hora llegan los de la funeraria, sobrino.

Levantó el cadáver y lo devolvió a la cama. “Mírame cuando te estoy hablando.” Cuando logró controlar el asco le cerró la boca. Pero no pudo con los ojos. Ni muerto puedo soportarte la mirada, pensó.

Esos ojos eran la mejor arma del padre. Sabían hacer daño. Herían sin pestañear. Apuñalaban. Eran capaces de matar. Habían matado. Él, Francisco Alegría, lo sabía mejor que nadie.

https://puntodepartida.unam.mx/images/stories/184/11-zuniga.jpgSe sienta de nuevo en el sillón. Regresa al botón de su camisa blanca. A la añoranza de El Afuera, ese país que desde la infancia le estuvo vedado. “Aquí se hace lo que yo digo.” Quiere fumar. Busca la cajetilla en el bolsillo de su saco. “¿Vas a fumar delante de mí?” Pone un cigarro entre sus labios. Con las manos temblorosas prende un cerillo. Le da una fumada. Inhala el humo. Exhala. Llena la habitación con el humo del tabaco. “¿Vas a fumar delante de mí?” Abre la ventana y avienta el cigarro. ¿Por qué los padres se mueren cuando uno es demasiado viejo para hacer su vida?

Tocan la puerta. Abre. Ahí está el ataúd enorme, definitivo, de roble. Dos empleados de la funeraria, sin saludar, empiezan a hacer su trabajo. Es muy simple: cargan el cuerpo y lo colocan dentro de la caja. Con cuidado, como si fuera un tesoro.

—Hay que cerrarle los ojos, joven.

—No, así se queda. Fue su última voluntad —él, Francisco Alegría, dice. Descubre que puede decidir. Escucha el martillo. “Mírame cuando…” Que se lleven tus ojos la imagen del silencio. Que se vayan pudriendo en la oscuridad, lentamente, como tu recuerdo, padre; como tú, recuerdo.


Las texturas del mundo

Después supe que ya no pintaba, que tiró sus lienzos, olvidó su nombre, se entregó a la calle y dejó de ser, de un día para otro, el talentoso artista, el pintor de versos, el coleccionista de colores de quien me enamoré. Cuando lo volví a ver, sentado como está ahora en la escalinata de la catedral, no encontré en sus ojos ni una brizna de razón, y nada quedaba en él, tampoco, de su rabiosa juventud, de sus bravatas, de la inagotable paciencia con la que me conquistó.

Estuvimos juntos alrededor de tres años. Al principio yo estaba jugando, no sé si me entiendes. Con cualquier pretexto le hacía una rabieta, me escapaba de él encerrándome en la oficina o en casa de mi hermana, apagaba el celular para que no pudiera llamarme, inventaba juntas de última hora, cenas familiares, reuniones con los amigos. Era capaz de no tocarlo durante semanas y mirarlo apenas, como si no lo conociera, cuando aparecía de improviso en el museo, amenazando con hacer un escándalo. Me divertía saberlo desesperado, me halagaba que un hombre joven me persiguiera como un adolescente; pero no me importaba en lo absoluto: era uno más de los muchos que entraban en mi vida para convertirse en sombras.

Se lo advertí, te lo juro. Le dije bien claro que sólo podríamos vernos una vez a la semana durante no más de un año, pues antes de ese lapso terminaría por aburrirme. Le expliqué, sin omitir ejemplos, que todos los hombres, pasado un tiempo, me resultaban insípidos, como la rutina; que no podía ni quería echarme encima otro compromiso, y tampoco estaba dispuesta a perder mi estabilidad ni mi reputación. Le pregunté si lo entendía. Él sonrió; yo me sentí como una dama decimonónica. Su sonrisa desapareció cuando agregué que únicamente podría tomar mi cuerpo. Se levantó de la cama y anduvo desnudo de un lado a otro. Estábamos en su estudio. Regresó con un pincel manchado de rojo y dibujó un corazón sobre mi seno. Solté una carcajada por su cursilería, pero estuve a punto de echarme a llorar cuando contestó, entre susurros, que sí, que lo entendía, que mi problema era simple: nadie me había amado nunca.

Me vestí y salí corriendo. En casa, mientras me bañaba y repasaba con un dedo la mancha roja que lloraba, como sangre, sobre mi seno, me sentí patética. Recordé que alguna vez, un par de amigas me contaron, con lujo de detalles, las grandes cosas que habían hecho sus grandes hombres para sostener su gran amor. Así, todo en grande, aunque te dé risa. Ellas hablaron; yo bebí café. Serenatas, rosas, cartas, conversaciones telefónicas interminables, viajes en globo aerostático, persecuciones y hasta largas esperas frente a la ventana. Cuando por fin callaron, voltearon a verme esperando un apasionado relato. Apenas logré decirles que a mí nadie me había amado tanto.

Terminé de bañarme jurando no volver a verlo. Sentí que lo odiaba. Esa noche lo soñé muerto, botado en la carretera con el vientre desgarrado. Fue una escena ridícula, en blanco y negro, como si todos los colores y las texturas del mundo también hubieran muerto. No sé si me entiendes: como si la vida misma se hubiera ido con él. Yo sabía que estaba enamorado de mí. Se le notaba en los ojos, en cómo su mirada resbalaba por mis caderas y languidecía justo al llegar a mis pies, en sus carcajadas francas después de hacerme el amor, en su empeño por recorrer esta ciudad azul, de tan triste, buscando los ocres de la felicidad para regalármelos. Pero hasta ese sueño ignoraba que yo también lo amaba.

No pude seguir durmiendo. Me levanté de la cama, preparé café, decidí negarlo todo. La verdad es que estaba aterrorizada. En cuanto amaneció me fui al museo, cerré la puerta de mi oficina, pedí que no me pasaran llamadas y apagué el celular. Sentí su cuerpo deambular por mi cabeza, hacerla su territorio, pintarla a su antojo. El amor siempre me había parecido un inmenso campo de batalla colmado de lágrimas. Se lucha y se muere en la oscuridad. Los amantes se destruyen uno al otro. Yo no tenía ganas de pelear: lo dejaría solo entre los despojos.

A propósito salí muy tarde de trabajar. Mientras caminaba hacia el estacionamiento me felicité por haber persistido en la indiferencia. Al llegar al auto encontré una nota pegada en el retrovisor: “te espero en la esquina blanca de esta ciudad azul”. Nadie sino él podía escribir una cosa así. Sin pensarlo siquiera comencé a manejar. Iba sonriendo. Desde tu silla se ve esa esquina, a unos cuantos metros de la catedral. Él decía que era blanca porque alguna vez vio una fotografía de la gran nevada, la única que se conoció en este lugar. En esa esquina había caído toda la nieve, decía; en esa esquina me besó sin que me importara la gente.

No me atreví a contarle mi sueño, pero él supo que algo había cambiado y se dedicó a disfrutarlo conmigo. Fuimos asquerosamente cursis, dirías tú. Recorrimos juntos esta ciudad, siguiéndonos de cerca en las avenidas transitadas, cada uno en su carro; caminando de la mano en los callejones y la periferia, donde nadie me conocía. No dejamos sin pisar ningún rincón. En un par de ocasiones, ahogando la risa, nos metimos a una iglesia cerca de su casa y nos prometimos la eternidad, aunque Dios no estaba en nuestros pensamientos. Fuimos blasfemos e indecentes. Aceptamos el combate y la luz de su cuerpo era suficiente para evadir el terror. Fuimos felices.

Con él aprendí que los colores sirven para pronunciar el dolor sin palabras, y que en estos muros grises hay mucho de azul, pero también hay rojos, anaranjados y amarillos, como si la esperanza aún fuera posible. Cuando caminábamos, en silencio, solía detenerse para hacerme tocar algo fuera de lo común. Tomaba mi mano y repasaba puertas, ventanas, paredes, árboles, bolsas de basura. Tenía una infinita capacidad para encontrar belleza en un muladar, para encerrarla entre sus dedos y entregármela como ofrenda. Yo cerraba los ojos y él hablaba. Me decía el amor de una y mil formas. Y qué mejor que creer mientras se toca. Hoy me sé de memoria las texturas, los matices y hasta los olores de estas calles malditas. Me persiguen incluso si estoy lejos, del otro lado del mundo, en una ciudad desconocida.

Nunca entendí un demonio de su teoría del color, pero me encantaba escucharlo mientras recorría mi piel con sus pinceles recién lavados. Me llené de sus palabras como antes de sus besos. Tú me dijiste que para destruir a alguien había que meterse en su cabeza. Tenías razón. Él se metió en la mía sin que yo me diera cuenta, a base de detalles sostenidos. Todos los días, a la misma hora, una llamada, una nota, una piedra recogida en un parque, una fotografía insólita y reciente, un dibujo en mi vientre. Todos los días, a la misma hora, y, sin embargo, diferente, por completo ajeno a la vulgaridad de lo cotidiano, no sé si me entiendes. No, no creo que lo entiendas: tú jamás amaste así.

Empecé a quererlo sin el cuerpo, a extrañarlo por las noches, a sufrir su ausencia los fines de semana. No sé cómo no te diste cuenta de que lo buscaba, contigo a mi lado, en todas las grietas de las paredes grises de esta ciudad azul. Miento: quizá sí lo notaste y por eso me fui retirando, no de ti, sino de él. Quizá, en realidad, sólo pasó lo que tenía que pasar: el amor tiene fecha de caducidad y hasta las historias más sinceras se van al diablo. En la oscuridad del campo de batalla su cuerpo era una tea, pero yo no ignoraba que su mano era una vasija con agua.

Las peleas se sucedieron una tras otra. Los amantes nuevos, también. Me acosté con cuantos pude, en el entendido de que debía arrojar por el cuerpo lo que por el cuerpo había entrado; me llené de trabajo en un intento desesperado por contaminar mi cabeza. Habría sido más sencillo, más civilizado, que él aceptara la ruptura, pero se negó a liberarme, argumentando que lo mío no era falta de amor, sino puro terror. Criticó mi frialdad y mi deseo de una vida tranquila, casi anodina. Después de unas semanas dejó el ruego y cayó en la amenaza. Prometió exhibirme en el museo, desnuda en uno de sus lienzos. También dijo que te mataría y luego se volvería loco. Sólo cumplió con lo segundo.

Me mantuve inflexible, ciega y sorda. En silencio, imitando su paciencia, destruí todas sus creaciones. Manché de negro la esquina blanca. Me reí, en su propia cara, de la ciudad azul y del cielo amarillo de la felicidad. Lo humillé, lo destrocé. Puse tierra de por medio y me fui contigo de viaje. Es curioso, pero siempre que recuerdo esos momentos me descubro disfrutando la destrucción. El abandono carece de color. Lo único que puedo decir a mi favor es que jamás creí en su promesa de volverse loco. Lo dijo tantas veces que terminé por asumir que sólo era uno de los muchos juramentos que se hacen los enamorados, una de tantas mentiras que nos mantienen a flote a los seres humanos, y al amor.

Me sentí curada después de dos meses. No lo busqué cuando regresamos. Aumenté mis responsabilidades, organicé más exposiciones, visité a mis amistades, conseguí otros amantes. Lo había olvidado por completo. Un día, sin embargo, mi secretaria habló de él con una malicia que apenas logré percibir. Supe que ya no pintaba y que se había entregado a la calle como quien se deja devorar por los perros. Tomé el auto y salí a buscarlo hasta que lo encontré sentado ahí donde lo ves. Dudé, pero al final me acerqué a él. “Azul, azul”, me dijo. Pensé que estaba hablando conmigo, pero me bastó observarlo unos minutos para comprender que ya sólo era capaz de repetir esa palabra.

Aquella tarde, después de verlo, caminé como sonámbula hasta llegar a la casa. Estaba lloviendo, o yo estaba llorando, o ambas cosas al mismo tiempo, ya no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que preguntaste por el carro, y después de mi explicación inverosímil saliste hecho una furia a buscarlo. Yo me metí a la cama y lloré, ahora sí, hasta que me dormí. Al otro día recorrí sus lugares favoritos: los museos del centro, las cantinas, un par de cafeterías y la calle donde vivía. Contacté a los pocos amigos que le conocía. Ninguno quiso hablar conmigo ni explicarme qué le había pasado, aunque yo bien lo sabía. Me dediqué a perseguirlos durante semanas hasta que uno, fastidiado quizá por mi insistencia, me gritó: “Tú lo mataste, no te hagas la inocente, tú lo mataste.” No sé por qué esperaba oír otra cosa. Sí, yo lo maté. Y lo hice a conciencia, para salvarme a mí, para salvarte a ti, para abrazar lo poco que quedaba de nosotros.

Seguro no recuerdas que lo conocimos juntos, en la inauguración de una exposición colectiva que organizó un amigo tuyo. Quedaste vivamente impresionado por su manejo del color; no por su técnica, que te pareció deficiente, sino por su evidente capacidad para asociar aun los espacios más inmundos con el color preciso, por su talento para detectar la belleza. Platicaste un buen rato con él, le ofreciste exhibir su pintura en solitario, le diste el teléfono del museo, de mi oficina, y hasta te despediste dándole una fuerte palmada en la espalda. Sin saberlo, le enseñaste el camino para llegar a tu mujer.

Parece mentira, pero después de tantos años de matrimonio, tú y yo seguimos siendo un par de extraños, aburridos hasta la náusea uno del otro. Lo único que tenemos en común es ese hombre, ese pedazo de carne que se arrastra en la escalinata mugrienta de la aún más mugrienta catedral. Mientras me amó fui feliz y tú también lo fuiste, no lo niegues. Si esa sombra volteara a mirarnos no llamaríamos su atención: una anciana empujando la silla de ruedas de su inútil marido. Así tenía que ser. El amor es un campo de batalla y yo dediqué mi vida a evadir la pelea, no sé si me entiendes.

 


Laura Zúñiga Orta. Narradora y correctora de estilo editorial. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Toluca, y maestra en Humanidades: Estudios Literarios, por la Universidad Autónoma del Estado de México. En 2005 ganó la Beca de Invierno para Narrativa concedida por el Centro Toluqueño de Escritores, A.C., con la que escribió No tiene nombre el paraíso, novela editada por el cte en 2007 y reeditada en 2008 por la Secretaría de Educación Pública. Recibió el Premio Estatal de la Juventud 2010 y fue becaria del programa Jóvenes Creadores del FOCAEM en 2013. Está antologada en Romper el hielo. Novísimas escrituras al pie de un volcán (Bonobos-ITESM, 2006) y compiló La ciudad es nuestra (Los400/Ayuntamiento de Toluca, 2012), edición conmemorativa del I Encuentro de Poetas y Escritores del Nevado “Toluca Bicentenario”.