EL RESEÑARIO/No. 184


 

Corazones artificiales



Gabriel Rodríguez Álvarez

Reseña ganadora en el Sexto Concurso de Crítica Teatral Criticón

 

El lado B de la materia
Dramaturgia y dirección: Alberto Villarreal
Teatro Juan Ruiz de Alarcón, Centro Cultural Universitario
Del 29 de agosto al 1 de diciembre de 2013

 

El lado B de la materia es una obra de teatro pesimista y poética que subraya la belleza del simulacro y la rudeza de lo explícito. Con adeptos y detractores en sus cincuenta representaciones, nadie queda indiferente ante el arrebatado manifiesto y alegato escatológico del director y escritor mexicano Alberto Villarreal, producido por Teatro unam y construido durante un largo proceso de escritura y ensayos; una producción que se ha servido de anteriores borradores y dramaturgias del mismo autor y que ha concluido en un profundo ensayo acerca de la cultura contemporánea mirando de cerca sus hábitos y sus residuos. El miedo a la nieve verde sublima las angustias de la destrucción, y el proyecto es un aullido contra la corrupción que todo lo banaliza para consumirlo y desecharlo instantáneamente. Lejos de ser una narración convencional, el texto aborda los blandos postres del estómago y la vejiga. Muestra líquidos interiores en extenuantes monólogos que desbordan acidez y filosofía. Los personajes contrastan entre sí y cada uno expresa con ferocidad los dilemas del cerebro y el corazón, la sangre y la mierda. Las actrices y actores son atletas del abismo que sufren metamorfosis al encarnar a esos seres descarnados: Tania Ángeles Begún cambia de pieles y se desangra repetidamente; Rodolfo Blanco es un oso que se vuelve un enorme tiburón. Aprovechando sus acentos extranjeros, Adriana Butoi deja correr la ira y se inflama a ritmo de tap, zapateando incluso sobre patines; el brasileño Renan Dias, que es capaz de escalar en las butaquerías, mantiene la tensión dramática sin pestañear mientras se desagua en cámara lenta. Bernardo Gamboa despliega diversos personajes como histrión atlético y todo se tensa con la guitarra eléctrica de Mónicca Gómez y el voltaje de sus gestos. Basado en un teatro físico y de jadeos, la estrategia aprovecha silencios y la épica del rock que se va desafinando al avanzar la trama. La música se torna disonancia para dar atmósferas a los gritos y ser la sombra ruidosa de historias crueles y tiernas, contadas vociferando. Los diálogos son casi nulos y cada personaje se vacía junto a los otros intercambiando todo menos palabras. Cada uno hace su propio harakiri y atenta contra el ego y el individualismo. Atrás los demás hacen de coro y de eco que amplifica la estridencia y la explosión de emociones. Para abordar la mierda seriamente, se va haciendo una historiografía de la costumbre de asociarla al éxito económico en el teatro y a la realización individual en escena. El chocolate lo sintetiza perfectamente, una pasión sanguínea que se hace cerebral y después cambia de color con los desechos del pensamiento.

La escenografía y la iluminación de Alejandro Luna llevan la acción a las butacas, abriendo un enorme espacio para lo metafísico en la altura del teatro y resolviendo el primer plano con un horizonte alargado en el que se mira de cerca a los actores que sudan, gimen y se empapan. El objetivo es desmontar el espectáculo y abrir la entraña para mostrar el sistema de poleas de las pantallas y los reflectores. Las butacas se convierten en un elemento activo en donde la pieza trastoca lugares comunes con travesuras y aprovecha las distancias para trabajar con escalas, sombras y miniaturas como de caricaturas de un manga. La creación musical de Mauricio García de la Torre suma las cuerdas distorsionadas con acordes de piano que dan un respiro, o una ópera que disfruta y aprovecha la dulzura y aspereza de las lenguas para seguir bordando las texturas anímicas. En francés se oye despectivo y arrogante; en italiano, suave y seductor, aunque signifique un exordio a la masacre, y en alemán parece un rechinido de máquina, aunque revele su intimidad el escualo enamorado. Hay ironía en las voces en off y mientras desciende uno de los inmensos sistemas de reflectores, el diseño sonoro nos lleva hasta las profundidades del océano, para ser testigos del nado aéreo de un enorme tiburón con el telón azul de fondo. Los instintos prevalecen. En la oscuridad nos quedamos, con dudas inmensas pero con la certeza de que tratando de escapar de la podredumbre y el esnobismo, también hay belleza dura, vísceras y verdad en algunos retretes escénicos en “las grandes capitales culturales del mundo”.



 

Gabriel Rodríguez Álvarez (León, Guanajuato, 1974). Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM. Se desempeña como escritor, editor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.