No. 139/TRADUCCIÓN

 
El ataúd de cristal


Liliana Andrade Llanas
Facultad de filosofía y letras, unam
 


Título original: "The Glass Coffin", relato de A. S. Byatt,
publicado en The Djinn in the Nightingale's Eye. Five Fairy Stories,
Estados Unidos, Vintage, 1998, pp. 1-23.


 

 

Ilustraciones de Laura Monterrubio

 

 

 

 

 

 

 

 

Había una vez un sastrecillo, un hombre co­mún y bueno, que andaba de viaje por un bosque, quizá en busca de trabajo, ya que en aquellos días los hombres recorrían grandes dis­­tan­cias para llevar una vida precaria, y los servicios de un magnífico artesano, como nuestro héroe, no te­nían tanta demanda como el trabajo barato y rápido, mal hecho y poco duradero. El sastrecillo creía que ne­ce­sitaba encontrar a alguien que requi­riera de sus ha­bilidades —era un optimista incurable e imaginaba un encuentro afortunado en cada esqui­na, aunque era difícil sa­ber cómo sucedería esto, mientras avanzaba más y más hacia los árboles densos y oscu­ros, donde incluso la luz de la luna se dispersaba en pequeñas agujas pálidas de luz azulosa, insuficientes para ver. Pero llegó a una casita que lo estaba es­pe­rando, en un claro de las profundidades, y las líneas de luz ama­­ri­lla que pudo ver entre las persianas lo alentaron. To­có la puerta de esta casa con resolución y escuchó un cru­ji­do y un chirrido; la puerta se abrió un poco y ahí es­taba de pie un hombrecillo, con un ros­tro tan gris co­mo las cenizas de la mañana y una larga bar­ba del mismo color que parecía algodón.

punto de partida 139 "Soy un viajero perdido en el bosque", dijo el sas­trecillo, "y un artesano experto que busca trabajo, si es que algo se puede encontrar."

"Yo no necesito un artesano experto", dijo el hom­brecillo gris. "Y le temo a los ladrones. No puedes en­trar."

"Si fuera un ladrón podría haber entrado a la fuer­za, o de manera sigilosa", respondió el sastrecillo. "Soy un sastre honesto que necesita ayuda."

Ahora, detrás del hombrecillo, estaba un gran perro gris, de su misma altura, con los ojos enrojecidos y la respiración caliente. Al principio la bestia emitió un débil gruñido, pero ahora calmaba su intimidación y movía la cola lentamente, y el hombrecillo gris dijo, "Otto opina que eres honesto. Tendrás una cama en la noche a cambio de una tarde de trabajo honesto: ayu­da en la cocina, la limpieza y lo que se deba preparar en mi humilde hogar."

Entonces el sastrecillo entró y vio que la casa era extraña. En una mecedora estaba parado un gallito de colores brillantes con su esposa totalmente blanca. En la esquina de la chimenea estaba una cabra blanca con negro, con pequeños cuernos huesudos y ojos como de vidrio amarillo, y en la chimenea yacía un gran gato, un gato multicolor, cuyo estampado pardo semejaba un laberinto, que miraba al sastrecillo con ojos que pare­cían frías joyas verdes, con hendiduras negras por pupilas. Y detrás de la mesa había una delicada vaca pinta, con aliento lechoso, la nariz húmeda y tibia y unos enormes y suaves ojos cafés. "Buenos días", dijo el sastre a los presentes, porque creía en los buenos modales, y porque las criaturas lo contemplaban de ma­nera juiciosa e inteligente.

"En la cocina encontrarás qué comer y beber", di­jo el hombrecillo gris. "Prepáranos una buena cena y comeremos juntos."

Entonces el sastrecillo se volvió, y preparó un pas­tel espléndido, con harina, carne y cebolla que en­con­tró ahí, y decoró la parte superior con hojas y flores de pasta de hermosas formas ya que él era un artesa­no, aun cuando no pudiera ejercer su oficio. Y mien­tras cocinaba, miró a su alrededor y le llevó he­no a la vaca y a la cabra, maíz dorado al gallo y a la ga­llina, le­che al gato y huesos y carne de su comida al gran pe­rro gris. Y cuando el sastre y el hombrecillo gris estaban devorando el pastel, cuyo cálido olor lle­nó la pequeña casa, el hombrecillo gris dijo: "Otto te­nía razón, eres un hombre bueno y honesto, y te preocu­pas por todas las criaturas de este lugar, sin dejar de atender a na­die y sin dejar nada por hacer. Te daré un regalo por tu amabilidad. ¿Cuál de éstos eliges?"

punto de partida 139 Y colocó tres cosas frente al sastre. La primera era una pequeña bolsa de piel, que tintineó un poco cuan­do la soltó. La segunda era una olla, negra por fuera, pulida y reluciente por dentro, sólida y amplia. Y la tercera era una pequeña llave de cristal, modelada con forma frágil y fantástica, que brillaba con todos los colores del arcoiris. Y el sastre, en busca de con­se­jo, miró a los animales que lo contemplaban, y to­dos le vieron con benevolencia. Y pensó, yo sé de tales regalos de la gente del bosque. Puede ser que el pri­mero sea una bolsa que nunca está vacía y el se­gun­do una olla que proporciona comida saludable siempre que se le pida de manera correcta. He escuchado de tales cosas y he conocido a hombres a quienes se les ha pa­gado con esas bolsas y que han comido de esas ollas. Pero nunca vi ni escuché nada sobre una llave de cris­tal y no puedo imaginar qué uso tendrá; se rom­pería en cualquier cerradura. Pero deseaba la pe­que­ña llave de cristal, porque él era un artesano, y podía ver que el soplado de todas esas delicadas guardas y el cilindro había requerido de una habili­dad magis­tral y porque no tenía ninguna idea de lo que hacía o podía ser, y la curiosidad ejerce un gran poder sobre los hombres. Así que le dijo al hombrecillo, "Tomaré la preciosa llave de cristal." Y el hombre­ci­llo respon­dió: "No has elegido con pru­den­cia, sino con arrojo. Ésa es la llave para una aventura, si es que vas en bus­ca de ella."

"¿Por qué no?", respondió el sastre. "Ya que no se necesita de mi oficio en este inhóspito lugar, y ya que no he elegido con prudencia."

Entonces los animales se acercaron con su aliento tibio y lechoso que olía dulcemente a heno y a vera­no, y su mirada afable y reconfortante, que no era hu­ma­na; la pesada cabeza del perro yacía en el pie del sas­tre, y el gato pardo estaba sentado en el brazo de la silla.

"Debes salir de esta casa", dijo el hombrecillo gris, "y llamarla a ella, al Viento del Oeste. Cuando ven­­ga muéstrale tu llave y deja que te lleve a donde quiera; no te resistas ni te preocupes. Si te opones o haces pre­guntas, te lanzará a las espinas y te irá mal antes de que puedas salir de ahí. Si te lleva te dejará en un gran monte desolado, sobre una gran piedra, hecha de granito, que es la puerta a tu aventura, aunque pa­rez­ca que está fija e inamovible desde que el mundo se creó. Sobre esta piedra debes colocar una pluma de la cola de este gallito, la cual te dará con gusto, y la puerta se abrirá ante ti. Debes descender sin miedo ni vacilación, y bajar más y más aún; verás que tu llave de cristal iluminará el camino si la sostienes frente a ti. Con el tiempo llegarás a un vestíbulo de piedra, con dos puertas que conducen a pasillos bi­fur­cados por los que no debes continuar, y a una puerta de poca altura con cortinas que lleva más adelante y hacia abajo. No debes tocar esta cortina con la mano, sino que debes deslizar en ella la pluma blanca como la leche que la gallina te dará, y unas manos invi­si­bles abrirán la cor­ti­na en silencio, las puertas detrás de ella estarán abier­­tas, y tú podrás entrar al pasillo donde encontrarás lo que debas encontrar."

punto de partida 139 "Bien, me aventuraré", dijo el sastrecillo, "aunque me dan mucho miedo los lugares oscuros bajo la tie­rra, donde no hay luz de día y lo que hay arri­ba es denso y pesado." Entonces el gallo y la ga­llina le permitieron to­­mar una pluma negra y esme­ralda, bri­llante y bruñi­da, y una suave pluma de color blanco cremoso. Él se des­pidió de todos, se internó en el cla­ro, y llamó al Vien­to del Oeste, sosteniendo su llave.

Y fue una sensación encantadora y de lo más in­quie­tante, cuando los largos y etéreos brazos del Viento del Oeste se estiraron sobre los árboles y lo recogie­ron; todas las hojas tiritaban, hacían ruido y tembla­ban a su paso; la paja bailaba frente a la casa y el polvo se levantaba y volaba alrededor de pequeños re­molinos. Los árboles lo agarraban con sus ramitas co­mo dedos mientras él se levantaba entre ellos, tam­baleándose aquí y allá en medio de las ráfagas, y des­pués sintió que el gran Viento lo sujetaba contra su invisible seno mientras se arrojaba al cielo gi­mien­do. Recostó la cabeza en sus etéreas almohadas, y no gritó ni opuso resistencia; y la canción del Viento del Oeste, cual sus­piro, llena de una fina lluvia y de la oblicua luz del sol, de numerosas nubes y de la pe­netrante luz de las estrellas, lo envolvió dando vuel­tas y vueltas.

El Viento lo bajó, como el hombrecillo gris ha­bía predicho, en una enorme piedra gris de granito, pica­da, con marcas y gastada. Escuchó el ulular del Vien­to al irse a toda prisa, se inclinó y deslizó la plu­ma de gallo sobre la piedra, y contempló a la enorme roca balancearse, con un chirrido y un crujido pro­fundo, hacia arriba en el aire y después hacia el sue­lo, como un pivote o una balanza, levantando olas de tierra y bre­zo cual agua de mar espesa, y mostrando un pasadizo oscuro, frío y húmedo debajo de las raí­ces del brezo y las raíces espinosas de la aulaga. Enton­ces entró, con el valor suficiente, pensando todo el tiempo en lo denso de las rocas, la turba y la tierra so­bre su cabe­za; el aire en ese lugar era frío y húmedo y el suelo ba­jo sus pies estaba empapado. Pen­só en su pequeña llave, la sostuvo frente a él con va­lor, y ésta generó una lucecita brillante, pálida y platea­da, que iluminaba un paso a la vez. Así bajó al vestí­bulo, donde estaban las tres puertas, y debajo del umbral de las dos puer­tas grandes brillaba una luz cálida y tentadora, y la tercera estaba detrás de una cortina de piel que olía a humedad. Tocó la cortina, só­lo rozándola con la punta de la suave pluma de galli­na, y ésta se abrió en plie­gues angulares como las alas de un murciélago, y más allá una pequeña y oscura puerta se abría a un dimi­nu­to agujero; en él, pensó, quizá sólo podrían caber sus hombros. En ese momento en verdad tenía miedo, ya que su pequeño amigo gris no había dicho nada de es­te angosto y pe­queño lugar, y pensó que si metía su ca­beza tal vez nunca podría salir vivo.

Entonces miró hacia atrás y vio que el pasadizo al que había descendido era uno de muchos, todos agrie­tados, con forma de gusanos, empapados y enredados con raíces, y creyó que nunca podría encontrar el ca­mino de regreso por lo que forzosamente debía seguir adelante y ver qué le esperaba. Necesitó todo su valor para meter la cabeza y los hombros en esa entrada, pe­ro cerró los ojos y se retorció y se giró y, después de un rato, cayó en una gran cámara de piedra, ilumi­na­da por una suave luz que atenuaba el brillo de su luminosa llave. Era un milagro, pensó, que el cristal no se hubiera quebrado en esa difícil refriega, pero estaba tan transparente y frágil como siempre. Miró a su alre­de­dor y vio tres co­sas. La primera era una pila de botellas y frascos de cris­tal, todos cubiertos de polvo y telarañas. La se­gun­da era una cúpula de cristal, del tamaño de un hom­bre, y un poco más alta que nuestro héroe. Y la tercera era un bri­llante ataúd de cristal, que estaba sobre un rico paño de terciopelo en un caba­lle­te dorado. Y de todas estas cosas procedía la suave luz, como la luz tenue de las per­las en la profundidad del mar, como la luz fosfo­res­cente que se mueve de noche en la super­ficie de los mares del sur o que bri­lla alrededor de los abun­dan­tes bancos de arena, blan­cos como leche so­bre sus dar­dos de plata, en nuestro oscuro Canal de la Mancha.

 

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Bien, pensó, una o todas éstas es mi aventura. Mi­ró las botellas, que eran de muchos colores: rojas, ver­des, azules y topacio ahumado; y contenían briz­nas o enjuagues, un suspiro de humo en una, un lí­quido es­pirituoso en otra. Todas estaban cerradas y tapadas con un corcho, y él era demasiado cauto para abrirlas antes de ver mejor dónde estaba y qué debía hacer.

Se movió hacia la cúpula, la cual se deben ima­gi­nar como las alfombras mágicas que han visto en su sa­la, bajo las cuales habita todo tipo de pequeñas aves bri­llantes, tan naturales como la vida en sus ramas o los vuelos de misteriosas palomillas y mariposas. O qui­zá han visto una bola de cristal que contiene una casa diminuta y que se puede agitar para producir una es­pléndida tormenta de nieve. Esta cúpula contenía un castillo entero, ubicado en un hermoso jardín, con ár­bo­les, terrazas y huertos, lagos con peces y rosas tre­­pa­do­ras, y brillantes estandartes en sus muchas to­rre­cillas. Era un lugar bello y magnífico, con innu­me­ra­bles ventanas y escaleras serpenteadas, con cés­ped, un columpio en un árbol y todo lo que se podría de­sear en una residencia amplia e ideal; sólo que es­taba totalmente en calma y era tan diminuta que se nece­si­taba una lupa para ver lo intrincado de sus ta­llados y accesorios. El sastrecillo, como les he dicho, era an­te todo un artesano, y contempló maravillado este her­mo­so modelo y no podía imaginar qué finas herra­mientas o instrumentos lo habían tallado y cin­celado. Le quitó un poco de polvo, para maravillarse más, y después se dirigió al ataúd de cristal.

¿Se han preguntado dónde un arroyo que fluye con rapidez se convierte en una pequeña caída de agua, o cómo la corriente de agua se vuelve tranquila y cris­ta­lina y, debajo de ella, su todavía aparente carrera arrastra los hilos finos y largos de las algas que tiem­blan un poco, pero se extienden en la corriente? Así, bajo la superficie del grueso cristal, yacían muchí­si­mos hilos largos de oro, que llenaban toda la cavidad de la caja con sus giros y volteretas, por lo que pri­me­ro el sastrecillo pensó que estaba frente a una caja llena de hilos de oro, para hacer tela de oro. Pero después, entre la fronda, vio un rostro, el rostro más hermoso que podía haber soñado o imaginado, blanco y en cal­ma, con largas pestañas doradas en las meji­llas sin co­lor, y una pálida boca perfecta. Su cabello dorado la en­volvía como un manto, pero donde cruzaba su ros­tro se movía un poco por su respiración, por lo cual el sastre supo que estaba viva. Y supo -así es, después de todo- que la verdadera aventura sería liberar a es­ta durmiente, quien después sería su agradecida es­posa. Pero era tan hermosa y estaba tan tranquila que se resistía un poco a molestarla. Se preguntó cómo ha­bría llegado ahí, cuánto tiempo había estado allí, có­mo sería su voz y otras mil ridiculeces, mientras ella inhalaba y exhalaba alborotando los hilos de oro de su cabello.

punto de partida 139Y después vio una pequeñísima cerradura en un lado de la suave caja, que no tenía ninguna hendidura o grieta visible, sino que estaba entera como un cas­carón de hielo. Y supo que ésa era la cerradura para su delicada y maravillosa llave, y con un pequeño sus­piro la metió en ella y esperó. Por un momento toda la superficie quedó perfectamente ce­rrada y lisa, mien­tras la llavecita se deslizaba en la cerra­dura y se de­rre­tía, al parecer, en el cuerpo de cristal del ataúd. Y después, de manera muy ordenada, y con un extraño tintineo como el de las campanas, el ataúd se rompió en una serie de largas esquirlas de carám­banos, que sonaban y se desvanecían al tocar el piso. Y la joven durmiente abrió los ojos, azules como el bígaro, o co­mo el cielo de verano, y el sastrecillo, por­que sabía que eso era lo que tenía que hacer, se in­clinó y besó la perfecta mejilla.

"Debes ser tú", dijo la joven, "tú debes ser a quien había estado esperando, quien debía liberarme del he­chizo. Tú debes ser el príncipe."

"Ah, no", dijo nuestro héroe, "en eso te equivocas. Yo no soy nada más y de hecho, —nada menos— que un magnífico artesano, un sastre, en busca de trabajo para mis manos, un trabajo honesto para vivir."

Entonces la joven se rió alegremente, su voz for­ta­leciéndose después de los que debieron ser años de silencio, y todo el extraño sótano se llenó de sus risas, y los fragmentos de cristal tintinearon como campa­nas rotas.

"Tendrás lo suficiente y más, para vivir por siem­pre, si me ayudas a salir de este oscuro lugar", dijo. "¿Ves ese hermoso castillo encerrado en el cristal?"

"Claro, y me maravilla la habilidad de quien lo hi­zo".

punto de partida 139 "Eso no fue obra de un escultor ni de un minia­tu­rista, sino de magia negra; yo vivía en ese castillo, y los bosques y los prados que lo rodean eran míos; los recorría libremente, con mi querido hermano, hasta que una noche llegó el mago negro buscando refugio del pésimo clima. Debes saber que tenía un herma­no gemelo, tan bello como el día y tierno como un cer­va­to, sano como el pan fresco y la mantequilla, cuya compañía me complacía tanto como a él la mía, por lo que nos juramos nunca casarnos y vivir por siempre tranquilos en el castillo, y cazar y jugar juntos cada día. Pero cuando este extraño tocó la puerta, en medio de la tormenta huracanada, con su sonrisa y su sombrero y su capa mojados escurriendo por la lluvia, con entu­siasmo mi hermano lo invitó a entrar, y le ofreció car­ne y vino y una cama para pasar la noche; y cantó con él, jugaron cartas y se sentaron cerca del fuego, para hablar del vasto mundo y sus aventuras. Como no es­ta­ba a gusto con esto, sino más bien un poco triste por­que mi hermano disfrutaba la compañía de otro, me fui temprano a la cama y me quedé acostada oyendo cómo el Viento del Oeste aullaba entre las torrecillas y, después de un momento, caí en un agitado sueño. Me despertó una extraña música, muy hermosa y vi­brante, que provenía de todos lados. Me senté y traté de ver qué podría ser o significar; vi que la puerta de mi recámara se abría lentamente y él, el extraño, se acercaba a grandes pasos, ya seco, con su cabello ne­gro y rizado y un rostro sonriente y peligroso. Traté de moverme, pero no pude, era como si una cinta suje­­ta­ra mi cuerpo, y otra cinta estuviera atada en mi rostro. Me dijo que no quería hacerme daño, que era un ma­go, que había hecho sonar la música a mi alre­dedor; deseaba tener mi mano en matrimonio y vivir en paz en el castillo, conmigo y con mi hermano, a partir de ese momento. Y le dije —ya que me permitió respon­der— que no deseaba casarme, sino que de­­sea­ba vi­vir sol­te­ra y feliz con mi querido hermano y nadie más. En­tonces contestó que eso no podría ser, que me ten­dría lo quisiera o no, y que mi hermano compartía su opi­nión al respecto. Eso lo veremos, le dije, y res­pon­dió sin inmutarse, mientras los instru­men­tos invisibles vi­braban, zumbaban y sonaban por todo el cuarto, "Tú lo verás, pero no debes hablar de esto ni de nada de lo que pasó aquí, te haré callar tanto como si te hubie­ra cortado la lengua."

"Al día siguiente traté de prevenir a mi hermano, pero pasó lo que el mago negro había dicho. Cuando abrí la boca para hablar del tema fue como si mis labios estuvieran cosidos con grandes puntadas, y mi lengua no se movía. Aunque podía pedir que me pa­saran la sal, o disertar sobre el mal clima, por lo cual mi hermano, para mi gran desilusión, no notó nada, y propuso alegremente salir a cazar con su nuevo ami­go, dejándome en casa sentada frente a la chimenea y sintiendo en silencio la angustia de lo que podía pa­sar. Todo el día me quedé ahí sentada, y hacia la no­che, cuando las sombras se alargaron en el césped del castillo y los últimos rayos del sol eran ordinarios y gélidos, supe con certeza que algo terrible había su­ce­dido y salí corriendo del castillo, hacia el bosque oscuro. Y de ahí venía el hombre negro guiando a su caballo con un brazo, y con el otro a un sabueso gris y alto con la cara más triste que he visto en criatura alguna. El mago oscuro me dijo que mi hermano se había ido, que no regresaría en un largo tiempo y que me había dejado a mí, y al castillo, a su cargo. Me lo dijo con alegría, como si no importara mucho si le creía o no. Le respondí que de ninguna forma me so­metería a tal injusticia y me alegró escu­char mi propia voz firme y segura; temía que mis la­bios fueran se­­lla­dos de nuevo. Mientras hablaba, el sabue­so gris de­rramó grandes lágrimas, más y más, cada vez más tristes. Y de alguna manera supe, creo, que el ani­mal era mi hermano, en esta forma mansa e inde­fensa. Me enojé. Y le dije que nunca entraría en mi casa, ni se me acercaría, con mi consentimiento. Me dijo que había percibido correctamente, que él no ha­ría nada sin mi consentimiento, el cual trataría de ga­nar, si se lo permitía. Y le contesté que eso nunca pasaría y que nunca debía esperarlo. Entonces se eno­jó y me amenazó con callarme para siempre si no acep­taba. Le dije que sin mi querido hermano poco me im­por­taba dónde estaba, y que no quería hablar con na­die. Me dijo que ya vería si era así después de pasar cien años en un ataúd de cristal. Hizo algunos pases y el castillo se redujo, se encogió, hizo uno o dos ademanes más y se cubrió de hielo, como lo ves ahora. Y confinó a mi pueblo, a los hombres y a las sirvientas que lle­ga­ron corriendo, cada uno en una botella de cristal y, por último, me encerró en el ataúd en el que me en­contraste. Y ahora, si tú me llevas contigo, huyamos de este lugar antes de que el mago regrese, como lo hace de vez en cuando, para ver si he cedido."

 

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"Por supuesto que te llevaré conmigo", afirmó el sastrecillo, "tú eres mi maravilla prometida, te liberé con mi llave de cristal desvanecida y ya te quiero de verdad. Aunque, ¿por qué te quedarías conmigo?, ¿só­lo porque abrí la caja de cristal? Cada vez entiendo menos, y si recuperas el lugar que te corresponde, cuan­do tu hogar, tus tierras y tu gente sean de nuevo tuyos, espero que te sientas libre de reconsiderar el asunto y seguir, si así lo deseas, sola y soltera. Para mí es su­ficiente haber visto el extraordinario tejido de oro de tu cabello, y haber tocado con mis labios la más blan­ca y delicada mejilla." Y se preguntarán, mis queri­dos y muy inocentes lectores, si lo dijo con más gentileza que astucia, ya que la dama había decidido entre­gar­se a él y ya que el castillo con sus jardines, aunque ahora sólo mensurables con alfileres, finas puntadas, uñas del pulgar y dedales, eran lo suficientemente arro­gantes y magníficos como para que cualquier hombre deseara pasar ahí el resto de sus días. La hermosa da­ma entonces se sonrojó, con un cálido y rosado color en sus blancas mejillas, y se le escuchó murmurar que el hechizo era el hechizo, que recibir un beso después de la exitosa desintegración del ataúd de cristal era una promesa, como son los besos, si se reciben volun­taria o involuntariamente. Mientras estaban discu­tien­do de este modo, cortésmente, las sutilezas morales de su interesante situación, escucharon un sonido apro­xi­marse, y una vibración melodiosa, y la dama se agi­tó y dijo que el mago negro estaba a punto de llegar. Y nuestro héroe, por su parte, se sintió abatido y te­me­ro­so, ya que su pequeño mentor gris no le había dado instrucciones para esta eventualidad. Aun así, pen­só, debo hacer lo que pueda para proteger a la dama, a quien tanto le debo, y a quien sin duda, para bien o para mal, he liberado del sueño y el silencio. No lle­va­ba consigo ningún arma excepto sus agujas y sus afi­ladas tijeras, pero se le ocurrió que podía hacer algo con las esquirlas de cristal del sarcófago roto. Así que tomó la más larga y filosa, envolviendo su empuña­du­ra en su delantal de piel, y esperó.

El artista negro apareció en el umbral, envuelto en su serpentina capa negra, sonriendo como fiera, y el sastrecillo tembló y levantó su esquirla, pensando que su enemigo la detendría con magia, o congelaría su mano en movimiento al golpearlo. Pero el otro sim­plemente avanzó y, cuando se acercó a la dama, estiró una mano para tocarla después de lo cual nuestro hé­roe le pegó en el corazón con toda su fuerza; la es­quirla de cristal entró profundamente y el mago cayó al piso. Y he aquí que se secó y se marchitó frente a sus ojos, y se convirtió en un pequeño puñado de polvo gris y de cristal. Entonces la dama lloró un poco, di­jo que el sastre ahora la había salvado dos veces y era en todo sentido digno de su mano. Y ella aplau­dió, y de pronto todos flotaron en el aire, hombre, mujer, casa, frascos de cristal, montón de polvo, y se encon­traron afuera en la fría ladera donde el original hom­brecillo gris estu­vo con Otto el sabueso. Y ustedes, mis sa­ga­ces lecto­res, habrán percibido y entendido que Otto era el mismí­simo sabueso en el que el joven hermano de la dama del ataúd había sido trans­for­ma­do. Así que ella se re­cli­nó en su cuello gris y peludo, llorando lá­grimas bri­llan­tes. Y cuando sus lágrimas se mezclaron con las lágrimas saladas que caían en la me­jilla de la gran bestia, el hechizo terminó y él estuvo de pie fren­te a ella, un jo­ven de cabello dorado con traje de caza. Se abrazaron, por un largo rato, con sus corazones em­bargados por la emoción. Mientras tanto el sastre­ci­llo, con la ayuda del hombrecillo gris, ha­bía golpeado la caja de cristal  donde estaba el cas­tillo con las dos plu­mas del gallo y la gallina, y con un súbito y extraño es­truendo, el castillo apareció como debió haber sido, con escaleras majes­tuosas e innu­me­rables puertas. En­ton­ces el sastrecillo y el hombre­ci­llo gris abrieron las bo­tellas y los frascos y de los cuellos de éstos salieron lí­qui­dos y humos, y se con­virtieron en hombres y mu­je­res, mayordomo y guar­dabosques, cocinero y donce­lla, to­dos sumamente des­concer­ta­dos de encontrarse don­de es­taban. Luego la dama le dijo a su hermano que el sastrecillo la ha­bía rescatado de su sueño y ha­bía ma­tado al mago negro y que había ganado su ma­no en matri­monio. Y el joven di­jo que el sastre lo había tratado con amabilidad, y debía vivir con ellos en el cas­tillo y ser feliz para siempre. Y así fue, vivieron feli­ces para siem­pre. El joven y su her­ma­na salían a cazar al bosque, y el sastrecillo, cuya inclina­ción no era la mis­ma, se que­daba frente a la chi­me­nea y por las tardes era feliz con ellos. Sólo faltaba una cosa. Un artesano no es na­da si no ejerce su ofi­cio. Así que ordenó que le lleva­ran la más fina seda e hilos brillantes, e hizo por placer lo que una vez ha­bía hecho por necesidad.

 

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