POESÍA CUBANA ACTUAL / No. 183

 
Yunier Riquenes García
Jiguaní, Granma, 1982
 

 

I
 

Después del último entierro, casi al anochecer, cierro las puertas y me quedo desnudo, como si los muertos lo exigieran para estar bien separados de los vivos. Me zambullo en la caja de agua y me desprendo de los hombres sembrados, del llanto de los hombres por sembrar y del olor de las flores y los huesos. Cada día resulta más difícil alejarse de los muertos, compartir el pan y el agua con los vivos. Me gusta nadar sobre la superficie y jugar a tocar el fondo con los ojos abiertos; escuchar desde bien lejos las voces que susurran “los vivos no saben llorar, escucha, hijo, el llanto del muerto”. No hay muertos, no hay vivos. Hay un yo más atrás de las aguas y el cuerpo que persigue encontrar la salida de los cementerios, de los fantasmas que me rodean y de la casa. Pretendo encontrar la delicia en la blancura de las manos que posan sobre el hombro, en los labios semiabiertos que conjuran y huyen, pero quieren sorber los fluidos. Prefiero enterrar a los que les falta el valor para enfrentarse a los temporales y a la caricia; a los que ocultan la piedra interior y escalan la montaña de salto en salto; a los que gritan las palomas, ay, las palomas; y presumen de un chaleco antibalas con el pecho descubierto.

Yo sigo mirándolos cómo llegan uno a uno cabizbajos, pasan por mis manos 
y los dejo en posición vertical. Nada de rastros de flores y papeles, que sepan desde el primer momento que nos encontraremos, que éste era el lugar para dejar los egoísmos y el orgullo de la belleza, donde mis manos son las más tiernas; y yo, soy el mejor hombre.


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Te ofrezco el casabe, el río y los monumentos, los caminos estrechos, el sueño de los héroes y sus removidos espíritus. Mi sangre, mi ceguera y mi amarillo, el silencio contenido de los hombres. Te ofrezco y me ofrezco. Pero dime si ves las luces a lo lejos o si la mala hierba te ha rozado la cara. Sólo quiero saber cuál es la distancia más corta entre dos puntos. Quiero la verdad; no repitas que tome la recta.


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Tú que vas allá arriba dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. No se ve nada. Ya debemos estar cerca. Sí, pero no se oye nada. Mira bien. No se ve nada. Te han llenado de heridas profundas, de fachadas irreparables. Dime si duele mucho, si le arrancamos la luna al cielo para que nada los alumbre. No puedes hacer silencio. Háblame a pesar del frío y el dolor, a pesar de la muerte. No te dejaré tirada para que acaben contigo quienes sean. Vamos a llegar a algún lugar seguro, apriétame el cuello, sostente fuerte; vamos a ayudarnos con la esperanza.


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Querida madre:
Quizás me corresponda ser como mi padre: fusilero de la unidad 13
-70. Asistir a los campos de tiro para saber apuntar al centro del enemigo. No olvidaré conservar la memoria, la palabra precisa y el momento oportuno...


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Ahora los hombres se comen a los hombres al menor descuido. Unos vigilan a los otros de refilón. Dicen que la carne es dulce, pero que sabe bien. Ahora degustar la carne de los hombres es probar la exquisitez. Dicen que las mejores partes son la lengua y los ojos. Lo cierto es que ahora los hombres se comen a los hombres, calmadamente o de un sopetón.


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Estábamos en la sala observando el juego. Me dijo todo es una mierda, una tremenda mierda. Me pregunté qué había amado con tanta rabia que fue tan breve, o no fue. Con bases llenas, a un strike de la victoria, el bateador sacó un rolling indefenso, el camarero se puso de frente, los aficionados comenzaron a vitorear, pero la bola se levantó por encima de la cabeza y nos dejaron al campo. El narrador dijo una pequeña piedra enemiga, señores, habrá que esperar al próximo campeonato. Eso, le dije yo eufórico, así son las cosas que nos distorsionan: pequeñas.


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En Carnicería 322 vive el muchacho de la bata blanca. Mira telenovelas y musicales, habla del sexo en grupo como una de sus aficiones preferidas. Tiene casi cuarenta, pero dice que la temporada con sus contemporáneos aún no ha llegado. Busca entre dieciséis y veinticinco, de piel morena. Hace pesas y limpieza de cutis, frotaciones y masajes. No entiende cómo algunos pueden hacerlo entre dos, solitarios, con las manos, cosméticos o frutas. Son cuestiones que para él no tienen explicación, por las noches lo visitan de dos en dos, tres o más. Ya entraron dos, dicen los vecinos de enfrente cuando cierra las puertas. Nadie imagina las posiciones, las acrobacias. Algunos han pensado gritarle, otros añoran la casa de Carnicería 322, al muchacho de la bata blanca. Una vez entró uno solo, no encontró encanto alguno en los músculos, la desnudez, las telenovelas, los musicales y el sexo en grupo. El muchacho de la bata blanca tiró el florero para acabar con la ira, pero lloró como cuando era un adolescente y andaba confundido.


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Cómo decirle al abuelo si estuviera vivo. De qué valió heredar las manos largas, los ojos azules y la estatura, llevar a las muchachas a las mayores elevaciones, la fama de los mejores labios en cualquier parte. Cómo explicar la creciente pasión desconocida debajo de las duchas, la repugnancia por los hombres al cruzar las lenguas, tocarse las nalgas, profundizarse. Cómo explicar lo inexplicable, el roce de las manos y un abrazo. Un beso surgido al pasar la puerta. Cómo decirle al abuelo si estuviera vivo, existen incorrecciones, el amor es incorrecto. El muchacho no sabe, es otra de las herencias dejadas por el abuelo.


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Nadie quiere contar las historias de los niños a los que dejan solos. Nadie puede atreverse a levantar la voz, explicar por qué ahora son demonios. Nadie imagina que son tantos y cuentan después que la maleza recogió los frutos. Hay algunos que no dejan de ser niños a pesar de la vejez. Marcas en medio de la frente, recuerdos de muñecas, deseos de ser hombre o mujer. Los niños no saben de manos dominantes. Hacen que se den vuelta y metan las manos en calores desconocidos. Son muchos niños en cautiverio, castigan al contrario con la mirada y un grito. Pueden morder y arrancar pedazos, pero no vale de nada. Hembras y varones, flacos o gordos. Da igual. Tienen el sexo que tienen, y los dejan solos.


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Jugaba a mirar el agua desde el brocal, a desanudar las sogas, calcular la altura de los árboles. Jugar con las cuchillas y las venas. Tras cada cucharada gritaba quiero morirme, ahora es más difícil ser joven, repetía a gritos y se echaba desnudo debajo de la cama. Silbaba. Se comía las uñas. La madre salía al patio a llorar. Delante de ti, se abre el mundo, le dijo; míralo, y le fue directo al cuello. Nunca pudo perdonarse, la madre le cuidaba el sueño. Cuando la muerte estuvo cerca hizo silencio, lloró un poco y no le dijo a nadie.


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Por qué los hombres se enamoran de los hombres, pensó la madre observando por la ventana, pasándose las manos por la cara. Es un hecho atroz. La madre lo ha visto venir con un niño en los brazos, de mano con la esposa. Sabe que ese hombre besa al hijo sin esperar la oscuridad, se dan las manos después del portazo. Son amigos, dicen, buenos amigos. Se ayudan en situaciones difíciles. Antes la madre usaba vulgaridades en contra del hombre. Cómo imaginar al hijo de costado, aun en posición ventajosa. Arremetía verbalmente y con la mirada, le hablaba de mujeres hacendosas. La madre cambió de alegría cuando el hijo entró al cuarto a una mujer. La hizo gritar, volver. La madre creía, pero el amigo regresaba a tirar la puerta. Las cortinas batían con el viento, los papeles flotaban en el escritorio mientras dos hombres morían en el abrazo. La madre lo observaba alejarse lloroso al salir. Es mejor escapar cuando vuelva el amigo, rectificó.



Cuchillos

Mi hermano tenía seis años y yo tres cuando supimos del peligro del cuchillo. Habíamos perdido al padre, rechazábamos las ofertas de un padre postizo. Mi hermano y yo conocimos el filo de los cuchillos una tarde desandando por las guardarrayas. Al picar una naranja y ver correr la sangre yo no pude mirar, pero mi hermano jugaba con ella en los hollejos, pintaba los troncos de las matas. A partir de entonces las peleas por decidir quién era el hombre de la casa terminaban sacando el cuchillo. Mi hermano decía te pico, y yo le decía te pico. Afincábamos el filo en la piel, en cualquier parte de los cuerpos. Yo soy el más grande, me decía; y yo el más pequeño. Cada uno quería demostrar el valor, la fuerza de carácter. Mi hermano pinchaba con la punta, yo cedía. Podía afincar con presión o voltear el filo, pero él era mi hermano. Él supo agradecer cuando grande por no equivocarme, aprendimos a jugar con los cuchillos desde niños, a perderle el miedo a los filos.



Veinticinco de claustrofobia

Voy a cumplir veinticinco y he escapado de aquel lugar donde son gruesos el fango y el rocío. Nadie sabe bien, sólo los que estamos allí y vemos los aguaceros, la tierra después que llueve, después que las aguas se han ido cunetas abajo, o se han empozado de verdad en las entrañas. Mi madre soñaba con la esperanza de verme regresar, pero el regreso cuesta caro, sobre todo después que crecemos y se descubre cuán terrible somos, y podemos ser. Pero la madre está allí con los brazos abiertos, y le temes, comienzas a temerle a los abrazos, al amor de la madre. Encuentras paredes por doquier, paredes que reducen los espacios, te cercan y no puedes escuchar, emitir el grado de franqueza para que puedan creer, afirmar que esa voz no es fingida. No basta una jaula metálica con suelo de cemento, alguna manta para la cama, una lata por retrete y una luz que nunca se apaga. Hay hombres que no aprenden, necesitan salirse de los círculos y no saben, siempre hay una madre que espera con un abrazo oculto.

 


Yunier Riquenes García. Narrador y poeta. Licenciado en Letras por la Universidad de Oriente. Obtuvo el Premio Cauce en Cuento 2002, mención en el Premio La Gaceta de Cuba 2003, el Premio Razón de Ser 2005, la beca de creación de novela Fronesis 2008 y la beca de creación Silvestre de Balboa 2009. En poesía mereció el Premio Nacional Mangle Rojo 2007, mención en el Premio La Gaceta de Cuba 2008, y el Premio Pinos Nuevos 2009. Ha publicado La llama en la boca (Ediciones Bayamo, 2004) Quién cuidará los perros (Ediciones Santiago, 2007), Lo que me ha dado la noche (Editorial Oriente, 2007), la novela Los cuernos de la luna (Ediciones Bayamo, 2006), y el libro de poesía Claustrofobias (Letras Cubanas, 2009). Ha aparecido en revistas y antologías de República Dominicana e Italia.