TRADUCCIÓN/No. 181


 

El equipo de natación, de Miranda July




Herson Barona

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS-UNAM


“The Swim Team”, en Miranda July, No One Belongs Here More Than You. Stories, Scribner, Nueva York, 2007.
 


Ésta es la historia que nunca te hubiera contado cuando era tu novia. Tú seguías preguntando y preguntando, y tus conjeturas eran muy morbosas y específicas. ¿Era yo una mantenida? ¿Belvedere era como Nevada, donde la prostitución es legal? ¿Anduve desnuda durante todo un año? La realidad comenzó a parecer pobre. Y me di cuenta a tiempo de que, si la verdad se sentía vacía, probablemente no debería seguir siendo tu novia por mucho tiempo más.


* * *

Yo no quería vivir en Belvedere, pero no podía soportar la idea de pedirle dinero a mis padres para mudarme. Cada mañana me sorprendía al recordar que vivía sola en esta ciudad que ni siquiera era una ciudad, era demasiado pequeña. Sólo eran casas en torno a una gasolinera; a unos cuantos kilómetros había una tienda y eso era todo. No tenía carro, no tenía teléfono, tenía veintidós y le escribía a mis padres cada semana para contarles historias acerca de cómo era eso de trabajar en un programa llamado LEER. Leíamos a jóvenes en situación de calle. Era un programa piloto financiado por el Estado. Nunca decidí qué significaba la sigla LEER, pero cada vez que escribía “programa piloto” me maravillaba de mi habilidad para inventar estas frases. Otra muy buena era “intervención temprana”.

Esta historia no será muy larga porque lo increíble de aquel año fue que no ocurrió casi nada. Los ciudadanos de Belvedere creían que me llamaba María. Yo nunca dije que mi nombre fuera María, pero de alguna manera empezaron a llamarme así, y me abrumaba tener que decirles a los tres únicos vecinos mi nombre real. Estas tres personas se llamaban Elizabeth, Kelda y Jack Jack. No sé por qué dos veces Jack, y no estoy completamente segura acerca de Kelda, pero así era como sonaba y ése era el sonido que hacía cuando pronunciaba su nombre. Conocí a estas personas porque les daba clases de natación. Ésta es la parte jugosa de mi historia porque, claro, en Belvedere no había ningún cuerpo de agua ni albercas. Un día ellos estaban hablando de esto en la tienda y Jack Jack, que ahora debe estar muerto porque era muy viejo, dijo que de cualquier manera aquel asunto no tenía importancia debido a que ni Kelda ni él sabían nadar y probablemente se ahogarían. Elizabeth era la prima de Kelda, creo. Y Kelda era la esposa de Jack Jack. Los tres tenían, por lo menos, ochenta años. Elizabeth dijo que de chica había nadado bastante durante el verano en que visitó a una prima (obviamente no a su prima Kelda). El único motivo por el que me uní a la conversación fue que Elizabeth afirmaba que para nadar tenías que respirar bajo el agua.

Eso no es cierto, grité. Aquéllas fueron las primeras palabras que dije en voz alta desde hacía varias semanas. Mi corazón latía como si estuviera invitando a salir a alguien. Tienes que contener la respiración.

Elizabeth parecía molesta y dijo que había sido una broma.

Kelda dijo que le daría mucho miedo mantener la respiración porque tuvo un tío que murió por aguantarse la respiración durante mucho tiempo en un concurso llamado Aguanta la Respiración.

Jack Jack le preguntó si de verdad lo creía, y Kelda dijo, Sí, claro que sí, y Jack Jack dijo, Tu tío murió de un infarto, no sé de dónde sacas estas historias, Kelda.

Luego, los cuatro nos quedamos en silencio por un momento. Estaba disfrutando la compañía y deseé que continuara, lo cual ocurrió porque Jack Jack me dijo: Así que sabes nadar.

Les conté que había estado en un equipo de natación durante la prepa y que incluso competí a nivel estatal, pero habíamos sido derrotados muy pronto por la Bishop O’Dowd, una escuela católica. Parecían estar muy pero muy interesados en mi historia. Yo ni siquiera había pensado que fuera una historia, pero en aquel momento me di cuenta de que en realidad era una historia muy emocionante, llena de drama, cloro y otras cosas que Elizabeth, Kelda y Jack Jack no conocían de primera mano. Fue Kelda quien dijo que deseaba que hubiera una alberca en Belvedere porque, obviamente, eran muy afortunados de tener a una instructora de natación en la ciudad. Yo nunca dije que fuera instructora, pero supe a qué se refería. Era una lástima.

Entonces ocurrió algo extraño. Estaba mirando mis zapatos sobre el piso de linóleo café, pensando que apostaría lo que fuera a que aquel piso no había sido lavado en un millón de años cuando, de pronto, sentí que me iba a morir. Pero en lugar de morir, dije: Puedo enseñarles a nadar. Y no necesitamos una alberca.

Nos veíamos dos veces por semana en mi departamento. Cuando llegaban, yo tenía tres palanganas con agua caliente alineadas en el piso, y una cuarta frente a ellas: la palangana de la instructora. Le añadía sal al agua porque se supone que es saludable aspirarla y me imaginé que ellos la aspirarían por accidente. Les mostré cómo tenían que poner la nariz y la boca en el agua y cómo respirar de lado. Después añadimos las piernas y, por último, los brazos. Reconocí que ésas no eran las condiciones perfectas para aprender a nadar, pero señalé que así era como entrenaban los nadadores olímpicos cuando no tenían una alberca cerca. Sí sí sí, era una mentira, pero la necesitábamos porque éramos cuatro personas tendidas en el suelo de la cocina, pataleando ruidosamente, como si estuviéramos molestos, furiosos, desilusionados y frustrados y no tuviéramos miedo de mostrarlo. El vínculo con la natación tenía que ser reforzado con palabras fuertes. A Kelda le tomó varias semanas aprender a colocar la cara dentro del agua. ¡Está bien, está bien!, dije. Contigo vamos a empezar con una tabla flotadora. Le di un libro. Es completamente normal resistirse a la palangana, Kelda. Es el cuerpo diciéndote que no quiere morir. No quiere, dijo ella.

Les enseñé todos los estilos de natación que sabía. El de mariposa fue increíble; nada que hayas visto. Pensé que el piso de la cocina se vendría abajo, que se volvería líquido y se llevaría a los tres, con Jack Jack a la cabeza. Él era precoz, por decir lo menos. De verdad se movía por el piso, con todo y la palangana de agua salada. Después de dar una vuelta hasta la recámara, volvía a la cocina cubierto de sudor y polvo. Y Kelda lo miraba, sosteniendo el libro con las dos manos, sonriendo. Nada hacia mí, decía él, pero ella tenía demasiado miedo y, además, se requiere una fuerza extraordinaria para nadar sobre el suelo.

Yo era la clase de entrenadora que se queda junto a la alberca en lugar de meterse al agua, pero estaba ocupada en todo momento. Podría decir, si no sonara arrogante, que yo estaba en lugar del agua. Hacía que todo funcionara. Hablaba constantemente, como un instructor de aerobics, y hacía sonar mi silbato a intervalos exactos para delimitar los extremos de la alberca. Ellos daban la vuelta al unísono y continuaban hacia el otro lado. Cuando Elizabeth olvidó usar los brazos, le dije: ¡Elizabeth! ¡Tus pies están arriba, pero tu cabeza se está hundiendo! Y ella comenzó a dar brazadas como loca, nivelándose rápidamente. Con mi práctico método de entrenamiento, todos los clavados comenzaban de manera perfecta, sobre mi escritorio, y terminaban en un panzazo sobre la cama. Pero esto era sólo por seguridad. Seguían siendo clavados: seguía siendo acerca de olvidar el orgullo mamífero y aceptar la gravedad. Elizabeth añadió la regla de que todos debíamos hacer un ruido cuando nos tirábamos. Esto resultaba un tanto creativo para mi gusto, pero estaba abierta a innovaciones. Quería ser de la clase de maestros que aprenden de sus alumnos. Kelda hacía el sonido de un árbol al caer, si ese árbol fuera mujer. Elizabeth hacía “ruidos espontáneos” que siempre sonaban exactamente igual. Y Jack Jack decía, ¡Fuera bombas! Al final de la clase nos secábamos, Jack Jack me daba la mano y Kelda o Elizabeth me dejaban comida, por ejemplo un guiso o espagueti. Ése era el intercambio, y funcionaba tan bien que no tuve que conseguir otro trabajo.

Sólo eran dos horas a la semana, pero el resto del tiempo giraba en torno a esas horas. Los martes y los jueves por la mañana me despertaba y pensaba: Práctica de natación. El resto de las mañanas despertaba y pensaba: No hay práctica de natación. Cuando me encontraba con alguno de mis alumnos, ponle que en la gasolinera o en la tienda, decía algo como: ¿Has estado practicando el clavado en picada? Y me respondían: Estoy trabajando en eso, entrenadora.

Sé que es difícil para ti imaginarme como alguien a quien le llaman “entrenadora”. Tenía una identidad muy distinta en Belvedere, por eso era tan difícil hablar de eso contigo. Nunca tuve un novio allí; no me dediqué al arte, no era ni un poco artística. Era algo así como una atleta. Era toda una atleta —era la entrenadora de un equipo de natación—. Si hubiera creído que esto podía ser al menos un poco interesante para ti, te lo habría contado antes. Y quizá todavía seguiríamos juntos. Han pasado tres horas desde que me encontré contigo y la mujer del abrigo blanco en la librería. Qué abrigo blanco tan maravilloso. Tú ya estás, es claro, completamente feliz y realizado, aunque terminamos hace apenas dos semanas. Yo ni siquiera estaba del todo segura de que habíamos terminado hasta que te vi con ella. Me pareces increíblemente lejano, como alguien que estuviera al otro lado de un lago. Un punto tan pequeño que no es hombre o mujer, ni joven o adulto; sólo está sonriendo. A quien extraño ahora, esta noche, es a Elizabeth, a Kelda y a Jack Jack. Están muertos, de eso puedo estar segura. Qué sentimiento tan tremendamente triste. Debo ser la entrenadora de natación más triste de la historia.

 
 

Herson Barona (Ciudad de México, 1986). Es editor y escritor. Dirige la revista Bonsái. Literatura mínima. Ha obtenido premios de narrativa, ensayo y poesía, y fue finalista del segundo concurso de crítica de la revista Letras Libres. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones periódicas y antologías de México y España. Actualmente escribe un libro de poemas con el apoyo del FOCAEM.