TRADUCCIÓN/No. 181


 

Encarnaciones de niños quemados, de David Foster Wallace




María Teresa Macouzet Menéndez

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS-UNAM


“Incarnations of Burned Children”, en David Foster Wallace, Oblivion, Stories, Little, Brown and Company, Nueva York, 2004.
 
El Papá estaba a un costado de la casa colgando una puerta para el inquilino cuando escuchó los gritos del niño y entre ellos la voz escandalizada de la Mamá. Se pudo mover rápido, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de golpe tras su espalda el Papá ya había contemplado la escena en su totalidad, la olla volcada en el azulejo a un lado de la estufa y la llama azul de la hornilla y el charco de agua todavía humeante mientras sus numerosos brazos se extendían, el pequeño en su pañal abultado parado rígido con vapor saliéndole del pelo y del pecho y los hombros color escarlata y los ojos en blanco y la boca muy abierta que parecía estar de alguna forma separada de los sonidos que emitía, la Mamá apoyada en una rodilla lo frotaba inútilmente con el trapo de cocina e igualaba los chillidos con su propio llanto, tan histérica que parecía estar congelada. Su rodilla y el descalzo y suave piecito todavía seguían en el charco humeante, y el primer impulso del Papá fue tomar al bebé por las axilas, levantarlo lejos de ahí y llevarlo al fregadero, en donde tiró los platos y golpeó la llave para que corriera el agua fría por los pies del bebé mientras que con las dos manos juntó y vertió y arrojó más agua fría sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el propósito de que, antes que nada, le dejara de salir vapor, la Mamá por encima del hombro invocaba a Dios hasta que él la mandó por toallas y gasas si es que tenían, el Papá se movía bien y deprisa y con su mente de hombre vacía de todo excepto de propósito, todavía sin darse cuenta de la suavidad de sus movimientos o del hecho de que había dejado de escuchar los gritos del niño porque de oírlos se congelaría y volvería imposible llevar a cabo lo que debía hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración misma y sonaron durante tanto tiempo que terminaron por convertirse en una cosa más de la cocina, algo más que esquivar para poder moverse con rapidez. Afuera, la puerta del inquilino colgaba a medias de la bisagra superior y se movía ligeramente con el viento, y un pájaro posado en el roble frente al camino de entrada parecía observar la puerta con la cabeza ladeada mientras los gritos todavía salían del interior. Las peores quemaduras parecían ser las del hombro y el brazo derecho, el color rojo del pecho y del estómago se desvanecía y se volvía rosa bajo el agua fría y las suaves plantas de los pies no parecían estar ampolladas según el Papá, pero el pequeño seguía gritando con los puños cerrados excepto que ahora lo hacía por reflejo del miedo, el Papá sabría más tarde que en ese momento había pensado eso, la pequeña cara hinchada y las venas sobresaliendo en las sienes y el Papá repetía una y otra vez que estaba ahí que estaba ahí, la adrenalina disminuía gradualmente y una furia hacia la Mamá por permitir que algo así pasara se empezaba a acumular como espiral en la parte más alejada y recóndita de su mente que estaba todavía a horas de poder expresarse. Cuando la Mamá regresó no estaba seguro si debía o no envolver al niño en la toalla pero mojó la toalla y lo hizo, envolvió estrechamente a su bebé y lo levantó fuera del fregadero y lo acomodó en la esquina de la mesa de la cocina para calmarlo mientras la Mamá trataba de revisarle las plantas de los pies y agitaba una mano en torno a su boca y emitía palabras sin sentido mientras el Papá se inclinaba y quedaba cara a cara con el bebé sentado en el borde a cuadros de la mesa mientras repetía que estaba ahí que estaba ahí e intentaba calmar los gritos del bebé pero el niño todavía lloraba sin aliento, un sonido puro y brillante que podía detener su corazón, y sus pequeños labios y encías ahora teñidas del azul tenue de una llama muy baja pensó el Papá, gritando casi como si todavía sufriera debajo de la olla volcada. Así pasaron uno, dos minutos que parecieron mucho más largos, con la Mamá al lado del Papá que hablaba en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en el árbol con la cabeza ladeada y una línea blanca horizontal apareció en la bisagra por el peso de la puerta inclinada hasta que el primer espiral de vapor salió perezoso de debajo del borde de la toalla y los ojos de los padres se encontraron y se dilataron: el pañal, que cuando abrieron la toalla y apoyaron la espalda de su bebito en el mantel a cuadros y quitaron los broches humedecidos y trataron de removerlo se resistió un poco con gritos más fuertes, estaba caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y entonces vieron dónde había caído y se había acumulado la mayor parte del agua y dónde había quemado a su bebé todo ese tiempo mientras imploraba por su ayuda y no lo habían hecho, no habían pensado y cuando por fin le quitaron el pañal y vieron el estado de lo que ahí había la Mamá dijo el primer nombre de su Dios y se agarró de la mesa para no perder el equilibrio mientras que el Papá se dio vuelta y dio un puñetazo al aire y se maldijo a sí mismo y al mundo no por última vez ya que su niño podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y los pequeños movimientos aquejados que hacía con las manos en el aire justo arriba de donde estaba acostado, manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que se habían aferrado al pulgar del Papá en la cuna mientras veía la boca del Papá moverse al cantar una canción, la cabeza inclinada y con la apariencia de estar viendo algo en la lejanía, sus ojos hicieron sentir al Papá una soledad muy extraña. Si nunca has llorado y quieres hacerlo, ten un hijo. Rompe tu corazón por dentro y algo lo hará un hijo es la canción gangosa que el Papá escuchó de nuevo casi como si la cantante estuviera ahí con él observando lo que habían hecho, aunque horas más tarde lo que el Papá no podría perdonarse es lo mucho que quería un cigarro en ese momento mientras envolvían al bebé lo mejor que podían con gasas y con dos toallas de mano cruzadas entre las piernas y el Papá lo levantó como si fuera un recién nacido sosteniendo el cráneo con la palma de la mano y corrió con él hacia la camioneta recalentada y quemó las llantas todo el camino hasta que llegó al pueblo y a la sala de urgencias de la clínica con la puerta del inquilino que todavía colgaba hasta que la bisagra finalmente cedió pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa ya no tenía solución y ellos no pudieron hacer nada el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y observar cómo se desarrollaba todo desde un punto en lo alto, y a partir de entonces todo lo que se perdió jamás volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y se echó a caminar, y se ganó la vida y la vivió en soledad, una cosa entre cosas, su alma hecha vapor en el aire, bajaba en forma de lluvia y después subía, el sol arriba y abajo como un yoyo.
 
 
 

María Teresa Macouzet Menéndez (Ciudad de México, 1987). Estudia la licenciatura en Lengua y Literatura Modernas Inglesas en la UNAM y próximamente cursará la Carrera de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.