CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA FÓSFORO/No. 181


 

Tokio Stories



Luis Cuervo Laffaye

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM


Premio categoría Licenciatura
 
 

Like someone in love
Abbas Kiarostami
(Francia-Japón, 2012)



Like someone in love, la última película del maestro iraní Abbas Kiarostami es, como la mayoría de sus películas, una inteligente reflexión sobre las capacidades formales del cine y sobre los hábitos de consumo narrativo del público. Pero más allá de eso, y como también es común en sus films, habrá develado su complejidad en el momento mismo en que tengamos acceso a su carácter de elemento simple.

Akiko, una joven call-girl no hace mucho llegada de una provincia a la gran ciudad de Tokyo y acechada por un novio macho-posesivo que desconoce su vía de sustento, es enviada a ofrecer sus servicios al señor Takashi, un anciano ex profesor de universidad que dedica su retirada y solitaria existencia a la traducción de libros. Takashi, al parecer más interesado en disfrutar de la compañía de Akiko que en servirse de su cuerpo, rehuye las intentonas de la joven por consumar el trabajo y descansar. No sabremos qué ocurrió en la recámara de Takashi porque Kiarostami decide hacer un corte ahí, cuando el anciano profesor apaga la luz de su habitación. La siguiente escena nos muestra a una Akiko adormilada (sopor del que al parecer no se recuperará en toda la película: confundirá a Darwin con Durkheim), todavía medio desvestida, a bordo del automóvil de Takashi: la está llevando a la universidad. Ya en la universidad conocerá a Noriaki, quien supondrá que Takashi es el abuelo de Akiko. Takashi no desmentirá su error. Debido a una desafortunada conjunción de eventos, Noriaki descubrirá la verdadera identidad de Takashi y la naturaleza de su relación con Akiko, provocando una furia que tendrá como consecuencia no sólo la boca amoratada de Akiko —rescatada por Takashi—, sino el destrozo de una ventana y, posiblemente, de la frente de Takashi, cuyo derrumbe constituye tal vez uno de los finales más anticlimáticos de los últimos tiempos. Vienen los créditos. Vienen, también, las quejas.

Kiarostami ha sido, sin lugar a dudas, un cineasta que despierta pasiones bastante fuertes y que no suelen conocer medias tintas: o se le ama o se le odia. De esta última especie, aún sigo recordando el dictum del siempre provinciano e inconscientemente patriotero Roger Ebert quien, luego de ver El sabor de las cerezas (1997), llegó a afirmar que “el emperador estaba desnudo”.1

La reflexión sobre la forma cinematográfica que Kiarostami ha hecho a lo largo de su extensa carrera como cineasta no se contenta con permanecer muda, esperando pacientemente a ser desenterrada por algún crítico paciente y riguroso, sino que es una reflexión que él mismo, de manera completamente consciente, ha buscado subrayar hasta el punto de volverla evidente y explícita para todo aquel que se siente a ver uno de sus films. Es sabido que Kiarostami ha afirmado con bastante tesón y constancia su deseo de crear un espectador activo que esté involucrado con lo que ocurre en la pantalla todo el tiempo y que colabore en el esfuerzo creativo; un espectador que, en cierta manera, “complete” la obra, volviéndose así un análogo del director mismo.2 Es esta preferencia teórica y estética la que parece justificar el estilo elíptico de su cine.

El primer plano de la película —toda una lección acerca de la tensión emocional y epistémica que puede provocar una conversación que se obstina en permanecer fuera de campo y sobre la fragilidad del espectador ante narrativas que prescinden de cual quier introducción o establecimiento previo— es el que va a fundamentar el tono estilístico de la película. Se trata de un plano largo de lo que parece ser un restaurante, lleno de personas conversando. Una voz femenina predomina por su cercanía, pero el cuerpo que la emite permanece fuera de campo. Esta voz conversa con alguien a quien no escuchamos y cuya identidad desconocemos. Supondremos que es una joven que habla por teléfono. Supondremos que habla con su novio. Supondremos que le está mintiendo a su novio. Supondremos que el caballero sentado delante de ella es su padre. Supondremos, después, que el supuesto padre no era su padre, sino su chulo. Supondremos que Akiko es prostituta. Y así.

Pero ese plano que nos arroja al mundo que la cinta propone va a ser estructuralmente determinante también para sostener el último plano de la misma. Akiko y Takashi se refugian en el departamento del viejo ante el asedio de un colérico Noriaki que insiste en encarar al “mentiroso” viejo. Noriaki, evidentemente, permanece fuera de campo; de él sólo escuchamos sus enfurecidos pasos en las escaleras, sus golpeteos a la puerta de Takashi, sus constantes gritos. El viejo, tal vez movido por la curiosidad (como la que nosotros sentimos cuando tuvimos la idea de venir a ver esta película), se asoma dos veces por la ventana. La primera vez, jugando con el suspenso de lo que no se ve pero se oye, Kiarostami hace sonar un claxon; un gag que nos recuerda los inicios del cine. Pero es en esa fatídica segunda vez que ese fuera de campo irrumpe con toda su fuerza a través de la ventana y lo derrumba, a él, el personaje principal. Es como si el film, reconociendo los dos extremos reversibles de la dialéctica del campo-fuera de campo, afirmara: así como el espectador ha sido puesto frente a un mundo que se le muestra en toda su opacidad,3 aquello que se muestra ha sido invadido por aquello a lo que él se ha puesto frente; el sueño de Kiarostami se ha consumado: hemos entrado a la película.

No podemos, de cualquier manera, contentarnos con este modesto análisis porque nos parecería que el esfuerzo del señor Kiarostami se vería así reducido a un mero ejercicio estilístico/formal (algo de lo que se le ha acusado, un tanto injustamente). Como ya lo hemos afirmado, Like someone in love es un film sugestivo en el sentido de que, por su naturaleza elíptica, no nos impone necesariamente un contenido determinado. Hay aún cierto coqueteo con el concepto de semejanza, parecido y copia que Kiarostami ya había explorado en su anterior y galardonada película, Copie conforme (2010). Sin embargo el pasaje más evocativo e históricamente más fuerte de la cinta ocurre casi al principio.

Antes de partir hacia la casa de Takashi, todavía en el restaurante, Akiko se muestra renuente a aceptar el trabajo que la conducirá a Takashi. La razón: su abuela proveniente de Onomichi (una pequeña ciudad del suroeste de Japón) estará de visita en Tokyo durante ese día únicamente. Akiko no ha respondido uno solo de los mensajes de voz que la abuela le ha estado enviando todo el día, esperando pacientemente que su nieta se desocupe y le responda. Finalmente, Akiko decide no contestar las llamadas de su abuela y emprender el camino a casa de Takashi. Aborda un taxi y comienza ahí la escena más hermosa de la película: con la cabeza pegada al cristal de la puerta, escucha uno a uno los mensajes que su buzón telefónico ha almacenado ese día. Entre varios muy modernos telegramas que conforman nuestra actual comunicación, los mensajes de la abuela destacan por su inutilidad, su sobradez de tiempo, su voluntad de transmitir una experiencia y nada más. Confundida al punto del llanto, Akiko quiere y no quiere ver a su abuela: le habla un mundo antiguo que le parece tan lejano como el mundo extraordinariamente moderno en el que ella, una chica de provincia, vive. La ventana del taxi, que refleja la hermosa ciudad de Tokyo en toda su luminosa grandeza, también hace las veces de pantalla de protección ante la promesa del progreso y la degradación de las clases que lo sustentan (que lo sufren). La escena recuerda plásticamente —aunque a alguno seguramente le causará un poco de escozor— al trayecto en taxi de Scarlett Johansson en Lost in Translation (Coppola, 2003). Pero el parecido va más allá del plano mismo; Akiko está en una posición parecida a la de la protagonista de aquella otra cinta. Sin embargo, aquí se da una vuelta de tuerca más: a diferencia del film de Coppola, en el que la sensación de extrañeza, nostalgia y melancolía era más o menos comprensible, con Like Someone in Love nos damos cuenta de que no hace falta ir a Tokyo para sentirse extranjero: uno nunca es más extranjero y desarraigado que cuando se encuentra en casa. Sin embargo, tal vez este fenómeno sea especialmente visible en el Japón del siglo XX. Tal y como lo veía Ozu en Tokyo Story (1953), las circunstancias históricas por todos conocidas permitieron que dos generaciones epocalmente distintas, pero temporalmente sincrónicas, convivieran. El efecto de desarraigo era máximo. Que Kiarostami pensaba en Tokyo Story —a pesar de afirmar lo contrario— se vuelve evidente cuando comprobamos que Onomichi es el mismo pueblo del que provenían los inolvidables padres que visitaban a su prole en Tokyo Story.

La tradición repele y lo actual sobrecoge por su abundancia de exigencias. En ese mismo sentido es donde la película alcanza a conectar con el mismo problema que parecía escenificar Tokyo Story: qué hacer con el pasado en un mundo en el que el cambio es un imperativo y una realidad tan constante, ese pasado se ha vuelto imposible de ser experimentado como propio: el desarraigo.



 


1 Disponible en inglés en: http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbc.dll/article?AID=/19980227/REVIEWS/802270309/1023
2 Una idea prefigurada por Pasolini en la idea del “espectador” que describe en su ensayo “El cine impopular”. Se puede leer este ensayo en el volumen editado por el CUEC que tiene como título Cinema. El cine como semiología de la realidad.
3 El espejo colocado en la recámara del señor Takashi, que debería permitirnos ver el cuerpo desnudo de Akiko (¡quien está fuera de campo!), es paradigmático en este aspecto: no nos devuelve más que un tenue y difuso reflejo en el que se vuelve imposible reconocer su cuerpo.

 


Luis Cuervo Laffaye (Ciudad de México, 1983). Cursa el octavo semestre de la licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y trabaja en una tesis sobre la relación entre vanguardia, memoria, olvido y experiencia. Formó parte del Taller de Crítica Cinematográfica impartido por Adrian Martin, Jonathan Rosenbaum y Roger Koza en la Cátedra Ingmar Bergman. Ha participado en la realización de diversos cortometrajes y como asistente de dramaturgia para la obra La muerte de Calibán. Escribe crítica cinematográfica en el blog Futureless Inventions.