CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA FÓSFORO/No. 181


 

La tragicomedia del somos o nos hacemos



David Alberto

Facultad de Derecho-UNAM


Premio categoría Ex alumnos
 
 

Polvo
Julio Hernández Cordón
(Guatemala, 2012)


En Polvo, denso film de ficción por ética del realizador, cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. En esta película el director y guionista guatemalteco Julio Hernández Cordón (Gasolina, 2008) nos habla de la redención de Juan (Agustín Ortiz Pérez), un suicida treintañero que sufre el vacío causado por la desaparición de su padre durante los genocidios de 1982 en las poblaciones indígenas, en tiempos de la dictadura de Efraín Ríos Montt en Guatemala. Juan es un hombre al que le es arrebatado su origen y tiene que enfrentar todos los días la ignominia de la traición al tener por vecino a la persona que denunció a su padre ante el gobierno reaccionario; así vive en una comunidad que no es más que polvo de donde no puede salir y confirmarse a sí mismo. A la par tenemos la historia de Ignacio (Eduardo Spiegeler), un joven mestizo, realizador de documentales, que entrevista a Juan sobre los desaparecidos de la guerra civil y que tiene sus propios conflictos de paternidad, pues su hija de diez años llama padre al nuevo novio de su madre.

De modo que en Polvo lo más importante es la certeza de ser padre y el origen que da identidad, conflicto por antonomasia en el plano simbólico del latinoamericano en general, que se significa de plano en plano en la totalidad de la estructura de las tomas de este film. Vemos el épico dolor de los países conquistados: no saber el nombre del Padre creador, se dice que el conflicto humano más grande es la falta de identidad. Juan, sin padre, adquiere el temperamento de la madre, melancólica cuando dice: "Para mí todos los pueblos son tristes"; allí la mirada de la madre es la misma de Juan cuando toca su teclado de pilas recorriendo las calles del pueblo junto a un pastor que canta las Buenas Nuevas del Señor Jesucristo y el reino del Dios Padre, pero a Juan le hace falta tocar tierra, por eso sueña recurrentemente que se sumerge en un trozo de terreno entre los matorrales y cuando despierta en lo primero que piensa es en lo que ocupa su lugar en el pueblo, lo que se le asemeja para saber quién es, por eso circunda al traidor de su padre y a su pequeño hijo, a quienes odia. Cuando en la calle Dios pone a prueba a Juan, al tener que tocar con su teclado la canción "Mujeres divinas" a petición del alcoholizado traidor, Juan decide antes de su último intento de suicidio, en una secuencia que lo sitúa en un justo plano simbólico-social y que lo redime a través de la venganza, llenarles de mierda un viejo camión destartalado que el traidor y su hijo atesoran como único trofeo de aquellos días de guerra civil: el camión que representa esa traición. A Juan no le queda más que el odio para saber quién es, pues lo único que escucha es el lamento de su padre en las copas de los árboles; es entonces que Ignacio, el cineasta, lo ayuda a encontrar los registros de actas ante las autoridades civiles, en donde hallan la fotografía de su padre y Juan se reconoce con la misma cara, ojos y labios. Juan ya tiene rostro para enfrentar a sus enemigos; entonces vuelve a la morada de su vecino traidor y rompe los cristales del camión, opacos como la ignominia; entra al vehículo y golpea al niño hasta asesinarlo. Todos los habitantes del pueblo apedrean el camión hasta dejarlo en llamas.

Hasta este clímax habíamos visto de plano en plano a un Juan reducido, sin profundidad de campo en los planos abiertos y secuencias que lo llevaban al mismo punto de partida seguido por una cámara que narra como testigo, que a propósito es el punto de vista de Ignacio el cineasta, el verdadero antagonista de esta historia, quien con cámara en mano confronta a Juan con su falta, con las "cosas que es mejor no contar", como dice Juan, acerca de su padre ficticio y sus intentos suicidas. Sí, es cine dentro del cine, la cura que señala los males, y a los espectadores nos hace ver dolor sobre dolor para liberar el inconsciente colectivo. Como ya señalaba Žižec: "El cine no es la dimensión simbólica del colectivo, pero es lo que más se le parece." Posiblemente ésta sea la propuesta de lenguaje cinematográfico a la que Julio Hernández apuesta en sus películas (Hasta el Sol tiene manchas, 2012, y Las marimbas del infierno, 2010), apuesta que le ha valido diversos premios, entre ellos el de Mejor Largometraje en el Festival Internacional de Cine de Morelia en 2010. Con Polvo, su realizador se apropia del lenguaje cinematográfico que mezcla ficción y no ficción pues, como él mismo declaró en entrevista con Ignacio Juricic, los pocos documentales que ha hecho le han ocasionado grandes conflictos acerca de su relación con sus personajes y su contexto: "Me preguntaba muchas cosas acerca del propósito del material, además de mis ganas de narrar, de que me paguen por retratar a otros. Me cuestionaba: ¿Qué derecho tengo yo de exponer a la gente? […] Me afecta. Me siento culpable de regresar a mi casa y seguir mi vida, mientras dejo un pueblo con problemas graves que a nadie le interesan y que es complicado que se solucionen. Y no me siento con la capacidad de aportar algo real." Este cuestionamiento se expone en el personaje de Ignacio cuando dice: "Me preocupa Juan", tal parece que para el cineasta Julio Hernández, la realidad supera la ficción.

Hemos visto cómo el lenguaje cinematográfico también ha superado la ficción, creando identidades a priori como en los documentales de The History Channel & The Discovery Channel con sus tendencias moralizantes, ¿pero qué sucede con esta tendencia de los realizadores contemporáneos de mezclar la ficción y no ficción en sus filmes, (tenemos en México a Carlos Reygadas, Nicolás Pereda, Amat Escalante, Michel Franco), ¿será qué la realidad se nos aleja y los cinéfilos nos aproximamos al dolor de nuestros semejantes o actores no profesionales para sentirnos vivos y partícipes? No creo que esta tendencia obedezca a un lenguaje cinematográfico malogrado o un híbrido malsano, sino a la tradición latinoamericana de redimir el dolor sobre el dolor reduciendo la distancia entre el espectador y la pantalla grande.

Sin embargo, la película no acaba allí, en la exposición de paisajes desolados, empolvados, en la denuncia social, del dolor del outsider; que bien podría valerle premios internacionales al director por un buen ejemplo de cine latinoamericano. Polvo finaliza con la secuencia de redención de Juan al pasearse en la bicicleta de su padre que él mismo desenterró y en la que vuelve a Xetmanzana, la tierra ya despoblada de donde es originario para que allí nazca su hijo, aceptando su destino tragicómico junto a su ahora amigo Ignacio, ambos ya confirmados: uno no logró suicidarse y el otro no terminó su documental.

De modo que habrá que estar al pendiente del próximo largometraje del cineasta Julio Hernández (Ojalá el sol me esconda, 2013), donde trata temas como el narcotráfico y la realidad centroamericana en un género definido por él mismo como western punk, que posiblemente no le guste a todas las buenas conciencias, pero como él mismo dijo: “Se hacen películas para ganar más amigos y menos enemigos.”

 

 



David Alberto (Ciudad de México, 1984). Socio fundador de la Escuela Mexicana de Escritores. Actualmente realiza la tesis de licenciatura Relevancia de los derechos de autor en la industria cinematográfica, trabaja en la Dirección Jurídica de Canal 22 y representa a México en el Comité de Drama del Instituto Internacional de Teatro de la UNESCO.