DEL ÁRBOL GENEALÓGICO/No. 181


 

Alondra



Marcial Fernández

 
 

A Sergio y a mí nos gustaba ir al burdel. No para acostarnos con las muchachas, qué va, sino porque ahí podíamos beber hasta la madrugada rodeados de fiesta, de oídos dispuestos a escucharnos y porque doña Dolores, la madrota del sitio, nos quería como a los hijos que nunca tuvo.

Cabe señalar que Sergio y yo pertenecíamos a la oligarquía de este país y que, si bien teníamos estudios en las mejores escuelas del extranjero, éramos un par de escritores que simplemente no escribían y justificaban sus vicios en una supuesta búsqueda de historias que contar.

Una noche, sin embargo, se nos acercó la piedra filosofal de nuestra falsa alquimia. Decía llamarse Alondra y, desde que se sentó a la mesa, tuvimos la sensación de que la conocíamos de otra parte.

Cuando Sergio y la muchacha se levantaron para bailar, mi pensamiento se llenó de una certeza. La tal Alondra se llamaba Yolanda, era española y había sido nuestra compañera —no amiga— en un curso de verano que tomamos hace años en la campiña inglesa. En eso apareció doña Dolores, me dio un picorete en la boca y añadió:

—Veo que Alondra ha cautivado a Sergio. Es la primera vez que lo veo bailar con una chica. Le voy a reservar la habitación azul.

Un poco celoso, la detuve del brazo y le pedí que me platicara la historia de la muchacha. Me miró con ojos de madre y deliberó que mi curiosidad era enfermiza.

—Qué quieres saber de una chica que trabaja en esta casa —dijo—. Ni que Sergio se fuera a casar con ella.

—Y, ¿por qué no? —respondí un poco molesto.

—Porque la vida no es una telenovela en la que la muchacha pobre enamora al joven rico. Y aunque Alondra era una niña bien, hace tiempo que cayó en desgracia. Y tú y Sergio, todas lo sabemos, son novios.

No sé cuál habrá sido mi gesto, pues doña Dolores me observó con ternura. Me explicó que no me preocupara, que Sergio seguiría siendo mío y que, en realidad, Alondra se había convertido en puta por despecho, por convicción, no por necesidad. Y que puta se moriría.

—Ésas, mijito —agregó categórica—, están hechas para la cama, no para cuidar niños.

La madrota se levantó de la mesa al tiempo que Alondra y Sergio regresaron para sentarse. Decidido, le pregunté a nuestra otrora compañera de curso:

—Alondra, ¿por qué no nos dices tu nombre?

Cuando me iba a contestar, Sergio respondió por ella.

—Alondra se llamaba Yolanda y Yolanda ahora se llama Alondra, ¿verdad, cariño?

La muchacha afirmó con la cabeza, por lo que volví a la carga:

—¿Y por qué Alondra y no Aspasia, Magdalena, Lucrecia?

Yolanda me regaló entonces mi primera historia:

—Porque Alondra se llamaba mi peor enemiga.



Marcial Fernández (Ciudad de México, 1965). Tiene estudios de Filosofía por la UNAM. Editor de Ficticia, también ha escrito y publicado libros de microrrelato, cuento y novela. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos