ENSAYO/No. 180


 

Usted no debería leer nada



Sergio Huidobro

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-unam

I / Escribir

Dice Gabriel Zaid que dice Cervantes que si uno no entiende el dibujo de un gato, no es preciso volverlo a dibujar sino escribirle una leyenda que ponga: “Esto es un gato”, y listo. Otra forma de decirlo (aunque ésta ya es mía, ni de Cervantes ni de Zaid) es que el escribir puede clarificar y delinear nuestro entendimiento del mundo de formas en las que al mismo mundo —barroco, asfixiante, grosero, veloz, abigarrado— le resulta imposible hablar.

Acaso el lector encuentre que el párrafo anterior peca de cursi o exaltado. Confío en que no sea ni una cosa ni otra. Hace un tiempo me encontré dando clases de regularización para algunos chicos de secundaria que jamás atinaron a decirme qué era aquello que separaba a la Prehistoria de la Historia. Entre sus respuestas: el nacimiento de Cristo, la extinción de los dinosaurios, la conquista de América o (la más elaborada) la invención de la agricultura y, ergo, las primeras sociedades sedentarias.

09-huidobro.jpgNinguno parecía haber reparado en la escritura como punto de arranque para la civilización que hoy conocemos, y como verdadero inicio de la Historia, al menos en las cronologías comúnmente aceptadas. La cosa no termina, por supuesto, en condenar con gritos en el cielo el nivel de la educación básica ni mucho menos: estoy seguro de que si saliera ahora a la calle y preguntara lo mismo a treinta personas al azar, serían pocas las que acertarían. Y en un primer momento más de uno se sorprenderá, estoy seguro, de que algo tan banal como el escribir marque el antes y el después de todo, por encima de sucesos mucho más dramáticos y espectaculares.

Nuestro tiempo no es tiempo de escritura; nuestra vida (hablo cuando menos de la urbana, la occidental, la que conozco mejor) ha encumbrado al acto de escribir como propio de “los escritores” y no de “los seres humanos”. En la misma lógica en que tenemos contadores para que ellos se ocupen de las declaraciones fiscales y tenemos gobernantes para que ellos se encarguen… bueno, de casi todo, así parecemos entender que los escritores existen para que sean quienes se encarguen del idioma, pues uno ¿cuándo va a tener tiempo para escribir algo más largo que un correo electrónico, un memorándum, un oficio o un formulario? Ni pensarlo.

Para escribir uno necesita tiempo, sí, pero también la voluntad de hacerlo, y esa voluntad no puede nacer de otro lugar que de la conciencia de lo que significa escribir. Se necesita también, decía Virginia Woolf, un cuarto propio, y si bien ella se refería a un espacio de vida independiente y autosuficiente para las mujeres preparadas, en nuestra época un cuarto propio se puede traducir como un espacio mental, ajeno al ritmo y los estímulos del mundo, divorciado del hipertexto, las multitareas y la llamada en espera, igual para hombres que para mujeres.

Hoy conocemos y guardamos como grial los gruesos volúmenes de diarios y correspondencia de Tólstoi, Goethe, Anaïs Nin, Adolfo Bioy Casares, Paul Celan, Kafka, Stefan Zweig y un batallón más. Muchas de esas páginas no fueron escritas con la conciencia de que más tarde serían editadas, comentadas, distribuidas, comercializadas ni reseñadas. Lo que no está nada mal, porque si todos ellos supieran de antemano cuántas personas los leeríamos, no habrían escrito ni la mitad de las impudicias e indiscreciones que suelen ser las partes más entretenidas de los papeles ajenos.

Muchas de esas páginas nacen de actividades naturales como el carteo y el diarismo, que hasta hace poco jugaron un papel tan decisivo como el Quijote o Nadja en la evolución de las lenguas, aunque fuera un papel menos público. Tal vez, en última instancia, las páginas mejor acabadas de Voltaire o Paz no sean sino el producto final de la intensa práctica diaria de escribir cartas extensas y de llevar diarios de densidad casi ensayística.

Por supuesto, no todos los que llevan diarios terminan siendo Goethe, ni todos los que practicaron la correspondencia de forma atlética terminaron escribiendo Madame Bovary, pero ahí recae el punto: en que la escritura cotidiana fuera eso, cotidiana, natural, conversacional, dinámica, aun cuando uno no aspirara a publicar nunca nada. Y sí, tal vez aquellas actividades fueran un divertimento casi exclusivo de las altas burguesías y de las clases mejor acomodadas, pero hoy, a ojos nuestros, aquello no deja de constituir uno de los legados más transparentes que tenemos para mirar hacia el pasado y su intimidad.

Esa escritura, la “de a pie”, hoy amenaza con desaparecer definitivamente de la vida misma: ¿cuántas personas en su familia llevan un diario como actividad?, ¿cuántas veces en una semana acostumbra usted escribir correos o mensajes que excedan los dos párrafos de extensión?, ¿no le parece a usted una barrabasada el que, en un idioma como el español, que rebasa las trescientas mil palabras, una de las frases más recurrentes para expresar conmoción o emociones sea “No hay palabras para describirlo”?

¿Legará nuestro tiempo testimonios de la misma naturaleza a las épocas venideras? Difícilmente, aunque tampoco seamos catastrofistas: los acervos audiovisuales y multimedia cumplen esa función con particularidades que antes estuvieron vedadas a la escritura. Aun así, me atrevo a afirmar que, de la misma forma, la escritura permite trazar ciertas zonas del pensamiento y la sintaxis que hoy resultan virtualmente imposibles para lo audiovisual. La más relevante: el carácter necesariamente individual, personal, solitario de la escritura. Diferente es del cine, que siempre implica un trabajo de más de dos manos, o del diseño, que implica cadenas de varias etapas en su producción.

Bien puede y debe convivir la escritura con otros formatos de registro, con la fotografía, el net-art o el blogueo multimedia, que el futuro también reclama ya como necesarios e irrenunciables, y cuyos méritos no son pocos ni menores. Pero la escritura como actividad cotidiana, punto de partida de lo que llamamos Historia, es una de las poquísimas cosas que no podemos permitirnos perder como especie, pues implicaría perder mucho, mucho más. Las consecuencias ya las vemos desde hace tiempo: notas periodísticas mal escritas, empobrecimiento de vocabularios, desinformación y una auténtica debacle ortográfica en prácticamente todos los niveles.

Así que, tanto si he logrado alarmarlo como si no, deje de leer esto, tome una hoja de papel, un bolígrafo y escriba doscientas veces: La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La escritura no es para escritores. La es […]


II / Leer

Como primer paso, salga usted a la calle. Tome un camión, aléjese en la medida de lo posible de su entorno inmediato. Baje. Pregunte a tres personas, visiblemente diferentes entre sí: “¿por qué alguien debería leer?”

Obtenidas las respuestas, aborde cualquier otro transporte. Repita la operación unas siete, ocho o treinta y siete veces hasta que se haya convencido de que las respuestas serán variopintas, exaltadas, tal vez sinceras, casi todas retóricas, pero ninguna original. Algunas apelarán a un romanticismo cursi y pasteloso (“porque leer nos vuelve mejores personas”); otras, a ensoñaciones políticas no menos dramáticas (“porque un pueblo que lee es un pueblo libre”), y por ahí se colará, estoy seguro, aquella que apela a un pavoroso y pragmático funcionalismo estadístico: “porque leer mejora la ortografía”.

A los primeros habría que recordarles que buena parte de las juventudes de Stalin, Castro, Mao o Nerón transcurrieron en algún sillón, devorando páginas enteras de volúmenes rechonchos que después llegaban a citar de memoria. A los segundos, decirles que tal vez en ningún país del mundo se leyera, discutiera y se editaran más libros que en las repúblicas de Austria y de Weimar, que abrieron las puertas al fascismo nazi. A los terceros, los ortográficos, no habría que responderles nada, mejor será dar la vuelta y marcharse.

10-huidobro.jpgLo que nadie pondrá en duda es ese carácter categórico, imperante y casi fundamentalista del deber leer, una enseñanza sistemática, políticamente correcta y biempensante que recorre como fantasma el sistema educativo y que sólo puede desembocar en dos cauces: el sentimiento de inferioridad del que no lee —movido por un rechazo natural hacia aquello que se debe hacer— y peor: el pavoneo de superioridad de los que sí lo hacen, a menudo convencidos de ser un bastión de civilidad anclado en una marea de primitivismo salvaje, aunque una valoración más sensata y humilde de uno mismo habría de reconocer que, sencillamente, en tierra de ciegos, es muy fácil ser tuerto y rey.


Pero, ¿es que en verdad se debe leer? ¿Aceptaría usted que alguien le dijera que se debe hacer el amor, se debe preferir el vino al agua, se debe disfrutar el olor a toronjas o a hierba húmeda, y quien no lo haga se condena a sí mismo a las antípodas marginales de la civilización? He ahí una paradoja del discurso de nuestra época: si leer nos hace libres, ¿de qué serviría la libertad cuando los placeres se tornan imperativos y atenúan, precisamente, su placer? Porque si algo es la lectura, eso sí, es un placer rabiosamente individual que se ejerce por derecho propio.

Dicho de otra forma: hay un grave malentendido en entender a la lectura como un camino hacia algo más (hacia un mejor país, mejores profesionistas, mejores conversaciones, mejor ligue, mejor ortografía, mejores calificaciones, mejor sueldo, mejor estatus) y no como un fin en sí misma.

Tomemos entonces esa afirmación falsa: no es cierto que se deba leer, como no es cierto que se deba hacer cualquier otra cosa que sea un placer por elección y no un imperativo moral. “I would prefer not to”, decía a cada momento el Bartleby de Melville, y eso lo convertía, después de todo, en un faro de lucidez en una marea de discursos prefabricados.

Pero volvamos a nuestra primera pregunta, introduciendo una pequeña variación: ¿por qué alguien, entonces, querría leer? Bueno, pues a mí se me ocurriría decir que si leo es porque encuentro al mundo anestésico, repetitivo, plano, gris y tibio. Sin estímulos a voluntad (sean los que éstos sean), uno con seguridad agotará lo que el mundo le ofrece antes de cumplir los treinta. A partir de entonces todo será repetición, lugares comunes, inercias y un prologado reciclaje de escenarios y decisiones predecibles que, en el mejor de los casos, proporcionarán una calma gris, invisible, debida a la falta de sensaciones más vivas que la de tomar café cargado, pasarse un alto peligroso o masturbarse en baños públicos.

Lo confieso, entonces: si leo es por miedo, auténtico miedo a esa apatía vital que afirma que la felicidad consiste en llegar a convencerse gradualmente de que el mundo está bien tal y como es. Evito muchos líos con la policía al no consumir heroína ni sodomizar a nadie en la vía pública, pero elijo leer porque me resulta más barato y sirve exactamente para lo mismo: para sentir todo aquello que el mundo no me ofrece por sí mismo. Las consecuencias son parecidas (genera adicción a largo plazo, aleja del contacto humano, afecta los ciclos naturales del sueño), pero con estragos menores en la salud.

Por supuesto, dichos estragos existen: una exposición prolongada a Cioran, Lautréamont o Fernando Vallejo bien pueden desembocar en una tendencia mayor al suicidio o agrios episodios de misantropía; y sí, largos periodos de contacto con Georges Bataille, Sade, Pierre Louis o con las páginas más impúdicas de Bocaccio y Chaucer bien podrían traducirse en un alza en las tasas de divorcios, originada por frecuentes y cada vez más brutales exigencias sexuales en la intimidad de los matrimonios.

¿Para qué, entonces, querría alguien leer? ¿No es cierto que leer genera dudas, despega los pies de la firmeza del piso, trastoca los valores, cuestiona todo lo que se le ocurre cuestionar? ¿No es cierto que el que lee empieza a desconfiar de su propia historia, de lo que sabe, de lo que le enseñan? ¿No quiere uno menos al mundo cuando lee por ser como es? Y si leer provoca todo eso, ¿por qué alguien debería leer?

 

 


Sergio Huidobro (Ciudad de México, 1988). Estudió Ciencias de la Comunicación, Edición y Escritura Creativa. Colabora con narrativa, ensayo, crónica de viaje y crítica cinematográfica en publicaciones impresas y electrónicas de México, Ecuador y Estados Unidos como Punto de partida, La Tempestad Universitaria, Revista Mil Mesetas, El Fanzine, Periódico de Poesía, Contratiempo y Ágora del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Ha brindado charlas y coimpartido talleres de escritura y lenguaje audiovisual en recintos como la Fonoteca Nacional; en 2011 recibió el primer lugar en el Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes-Fósforo en el marco del FICUNAM. Actualmente mantiene la columna escrita “Negativos”, de ensayo cinematográfico, para El Colegio de México, y forma parte de la agencia editorial y creativa Matrushka Editorial.