DEL ÁRBOL GENEALÓGICO/No. 179


 

   Poemas



Manuel Ramos Otero

 


3

Vuelvo a cantar dejando atrás la muerte
sumándome a la horrible ternura del amor
que ahora llega cuando la vida es tarde
para ser inocente de las guerras futuras.
Vuelvo a la noche eterna de la espera
al prejuicio sagrado de un solo hombre
después de haber hecho la paz
en los atardeceres remotos de la soledad.
Vuelvo al mundo separándome más
habiendo parido otro fantasma
habitante de playas neblinosas
enemigo fugaz de las metáforas.
Y estás aquí.
Prometiendo un amor que rebasa este siglo.
Repartiendo la lluvia sedienta del verano.
Pintor fidelísimo de paredes humanas.
Animal de otro espacio ilimitado.
Tanto reloj sin horas nos seduce
tanta gana inconclusa nos aprieta
tanta ilusión apenas nos inicia
en el lento funeral de nuestra dicha.
Tenemos poco tiempo y pocas cosas:
una alfombra manchada, dos vasos sin memoria,
un teléfono negro, un escondite,
una llave de luz que cierra la tristeza
y un pasado inmediato que ahora nos rechaza.
Caminando perdidos de la mano
de nuevo nos sorprende que tanto amor exista.
 

                                                                                                   De Invitación al polvo




La dinastía de la luna



Bañados por la nata del tiempo
tachados por la luz de su alambique
las almas lunarosas de los arrecifes
sueñan del mar de la fertilidad en el que nacen
saben del corazón, del hueco lento que busca la memoria
sabe quel cuerpo, mansión deshabitada, pueblo muerto
hiato avergonzado de su historia, jamás comprenderá
qué leche lo alimenta a sangre fría.

La madre lo amamanta, lo seduce, lo ahoga con humo
de caricias, lo lanza peligrando al precipicio
para que agarre el margen, eternamente el margen de la vida.
El niño es un lunar es un destino, la quinta luna,
el tajo de un amor cicatrizando al viento, el ojo y el reflejo
del miedo más remoto, el cuerpo de otro cuerpo.
Al final, carne y luz son la misma materia del poeta
carne y sombra, también hacen temblar el placer invisible
de árboles sanguíneos echando sus raíces en la arena
como faros marinos para ángeles del Mar de los Sargazos.
Cerca del mar están las islas del Trópico de Cáncer.
Para ellas un sordo nebuloso compuso una sonata,
claro de luna, plata de un piano de madrugada líquida,
arrebata de piedra, manantial de espíritu.
Ese collar vertical las cría y las sostiene
ese ombligo invisible huracaniza el caos, las educa,
esa angustia de hilos siderales martiriza la seda
para que vivan luego la otra biografía del gusano.

No era Mongolia, no era Tumbuctú, no era Castilla,
el punto de partida del dolor es otra dinastía,
híbrido amor de tálamos y tumbas calcinados,
puentes de sándalo en guerra con los vientos alisios,
barcos de filigrana ahogándose en la lluvia del olvido,
un código cabal que intenta descifrar los manuscritos
de todos esos libros nunca escritos para que nadie sepa.

La falsa paz de un yugo azul los atormenta
la verde podredumbre de un manglar los falsifica
fabrican retratos amarillos de sus antepasados
y cada noche sueñan la fórmula secreta de mejorar la raza.
Cuando es la luna llena al tiburón arcángel mortifican
y si el cuarto es menguante el negro vaginal lo descompone
cuando la luna es nueva la ballena de hielo los eclipsa
y si el cuarto es creciente el falo del monstruo los penetra.
El cuero carabalí no es cosa de cantos gregorianos
la flauta del hueso de un difunto no es cuento de invasores
al son que se les toca bailan lunáticos, locos, lacerados,
hartándose el banquete de sus lenguas mechadas con silencio.

El palacio de la pobre dinastía de la luna fue de palmas
trenzas de polvo alzaban sus terrazas al fin de la intemperie
estanques de sudor lamían las nalgas sulfurosas de una estatua
la ciudad palaciega moría en una bruma de sereno y salitre.
La visión arqueológica sólo alcanzó la luz de sus vitrales
solamente encontró huellas de esperma pronosticando templos
adivinó la esfera original de los plomizos jueyes cancerosos
y pudo formular lo más campante el fin fabuloso de la estirpe.

                                                                                                  
                                                                                                   De Invitación al polvo

 




AQUÍ SÍ SOMOS NEGROS desde el hombro hasta el hambre.
Es el luto inherente de los hombres del miedo.
Las almas son los templos devastados.
Los velones son velas con ojos derretidos,
las últimas mujeres enterraron sus hijos en guitarras
y llevaron sus velorios al mar.
¡Qué no se piense nunca que terminó la guerra!
Tanto remiendo al fuego debilita la vida.
Lo que se quiere es sangre que anochezca la carne,
que los niños aprendan quel cuchillo esconde
la imagen del niño asesinado.
Antes de que los sueños remolquen a la noche,
colgaremos collares de ajo en los portones,
comenzarán las fiestas patronales del pueblo,
la soledad tendrá sus hospitales
y amolaremos los colmillos del Ángel.
Tenemos todo el tiempo de las olas de paz.
Nuestros soldados viran sus relojes de arena
en los nuevos lugares de la desolación.
Es Martes cada vez que la invasión aborta sus cadáveres.
Habitualmente somos. Sé que somos.
Arquitectos perfectos del pasado.
La cena sirve siempre los crepúsculos.
Los uniformes siempre almidonados.
Inevitablemente se enmohecen los fusiles.
Y siempre habrá café con pan para los héroes.


                                                                                                   De Tálamos y tumbas

 


Manuel Ramos Otero (Manatí, 1948-San Juan, 1990). Profesor y escritor. Como muchos otros escritores de la época, se mudó a Nueva York buscando un ambiente con menos represión sexual y social. Trabajó como investigador y profesor en varias universidades. Publicó el poemario El libro de la muerte (Waterfront Press; Editorial Cultural, 1985), y los póstumos Invitación al polvo (Plaza Mayor, 1991) y Tálamos y tumbas (Universidad de Guadalajara, 1998), así como los libros de narrativa Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad (Editorial Cultural, 1971), La novelabingo (El Libro Viaje, 1976), El cuento de la Mujer del Mar (Ediciones Huracán, 1979) y Página en blanco y staccato (Plaza Mayor, 1987). El final de su obra refleja un testimonio crítico contundente sobre los prejuicios que acompañaron la epidemia del virus del sida.