NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

El sepelio de Lukatrón*



Edgardo Leija
Ciudad de México, 1976

 

 

 

Hacia el año 2072, Lukatrón, nuestro primer Súper Héroe Nacional, estaba extinto. No quedaba ningún vestigio de esperanza.

“Conmoción en todo el país”, “¿Qué será de nuestros hijos?”, titulaban los diarios de mayor circulación.

Las partes desmembradas de lo que parecía haber sido “El Robot Salvador del Futuro” descansaban en su sepelio, que más bien pudiera compararse con la tan acostumbrada venta de garaje. Los reporteros tomaban fotografías de sus extremidades que esperaban un comprador chatarrero o algún coleccionista excéntrico del siglo veintiuno. Muy triste es observar cómo se consume la historia de alguien que procuró tanto bien sin buscar recompensa.

Anegados entre la miseria, en ese entonces el país sufría la más terrible pobreza. Lo que a principios de siglo parecía tener un horizonte prometedor, se convirtió en un páramo desolado donde la inseguridad, la anarquía y la marginación nos acechaban como jinetes apocalípticos, fantasmas vivientes hambrientos de rabia. Mientras, nuestros gobernantes se dedicaban a entablar relaciones diplomáticas con grandes potencias para obtener préstamos que les permitieran gozar de los adelantos tecnológicos de primer mundo: sus androides de protocolo, sus autos voladores, ni qué decir de sus mansiones inteligentes, sus teletransportaciones a otros sitios de la Vía Láctea, así como el cibersexo con prostitutas mutantes de triple vagina y tetrasenos. Visión amarga para quien conoció el siglo veinte, pero cotidiana para quien nació durante el nuevo siglo.

Tal día comenzó la vida y obra de Lukatrón. Una tarde de lluvia ácida un niño jugaba desnudo, despreocupado en su inocencia, por las calles de su colonia. Las casas se cimbraron ante los pasos de aquel ser monstruoso. Lukatrón se postró frente al niño, el humo blanquiazul de su escape cubrió por completo la avenida, extendió su brazo derecho: un amortiguador de microbús marca Dodge, donde cargaba un suéter de poliéster.

—Póntelo —ordenó al chiquillo con voz robótica y lo dejó caer a sus pies—. El asustado niño echó a llorar y se metió a su casa de lámina, pero minutos después entendió que si el suéter aún estaba en la acera, podría recogerlo y usarlo, y seguir jugando sin presentar excoriaciones por la lluvia ácida.

En otra ocasión Lukatrón descendió como un cohete desde los cielos, rompiendo torpemente el domo de cristal templado del Museo de la Ciudad. Un grupo de estudiantes de primaria observaba detenidamente una pieza histórica: una máquina de dulces rojos, mecánica, tradicional entre pobladores del siglo anterior. Lukatrón la tiró de una patada y los dulces rodaron cubriendo el deteriorado piso de la sala de exhibición.

—Cómanlos y disfrútenlos —afirmó su cabeza, que era un televisor marca Sony Black Triniton modelo noventa y seis, donde se proyectaba el rostro de José José—. Los niños gozaron con extrema felicidad de los dulces y agradecidos se despidieron de su nuevo héroe que despegaba gracias a la estructura de una sombrilla de playa que giraba con velocidad centrífuga, anexa al televisor. Los niños faltaron una semana a la escuela debido al chorrillo que provocaron los dulces caducos.

Éste fue el tipo de milagros que nos brindó Lukatrón. También se prestaba amablemente a ser árbitro en los partidos de fútbol llanero y cuidar de la equidad en los juegos de canicas, el avión y la rayuela. Por las noches entraba a los cuartos de los niños que intentaban dormir temprano y los desvelaba cambiándose el rostro de José José y pasándoles una película de animatrónics o de Tin Tan o de Clavillazo.

Sobre su espalda cargaba como mochila una arcaica fotocopiadora que trabajaba a marchas forzadas imprimiendo tirajes completos desde Rarotonga, Kalimán, Memín Pinguín, hasta Mafalda, El Santo y la Tetona Mendoza y uno que otro libro de texto gratuito.

Hago constar que Lukatrón salvó mi vida y no puedo negar la tristeza que me provocó verle morir. Aquella gélida madrugada me disponía nerviosamente a tener mi primera relación sexual con una experimentada chica de la colonia. De repente escuché el característico ruido del cambio de velocidad del dual de Lukatrón, que sin avisar penetró antes que yo, dejando un prominente agujero en el muro de mi casa. De no ser por Lukatrón y su reserva de condones, estoy seguro de que ya me encontraría esperando a mi primogénito, incrementando aún más la alarmante tasa de población de esta ciudad de mendigos. Ése fue el último suspiro de su vida, y salieron chispas de todo su cuerpo ahumando la habitación. Lukatrón se fundió. Un cortocircuito tal vez, una sobrecarga en el tanque de turbosina.

Los ahorros de toda mi vida se irán con Lukatrón. Voy a comprar su abdomen. Esta lavadora Hoover modelo ochenta y seis con canastilla y puerta circular frontal aún puede servirle a mi mamá. Nunca revelaré la identidad de nuestro Súper Héroe. Cuando Lukatrón se desplomó, la puerta de la lavadora se abrió: cayó estrepitosamente el cuerpo de una mujer de unos noventa y cinco años. Honorable operadora y creadora del robot. Descanse en paz doña Luquita, la viejita del puesto de pepitas.




* En El cuento es una cerveza fría, Secretaría de Cultura de Michoacán, 2009.

 


Edgardo Leija. Arquitecto por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Es fotógrafo, artista plástico, guionista y narrador. Fue beneficiario de tutorías en Escenograbado en el Centro de las Artes de Guanajuato en 2009 y 2010. Es autor de El cuento corto es una cerveza fría (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2009). Reside en Michoacán desde 1992.